La noche del sábado 8 de diciembre de 2012 se rompió el inquietante silencio oficial.
El rumor sobre la gravedad de su estado de salud fue confirmado por el propio Hugo Chávez en cadena nacional de radio y televisión.
Era el preámbulo para hablar del álgido tema de la sucesión presidencial, su principal preocupación. Fue el último día en que los venezolanos lo vieron con vida.
Había llegado sorpresivamente el jueves desde La Habana, durante una lluviosa madrugada para transmitir su arbitrio sobre quién debía ser su sucesor.
Esto era lo más «importante» a lo que había venido, una vez declarada la gravedad de su estado de salud para que el asunto se comprendiera cabalmente.
Fue en un sencillo acto desde el Despacho N° 1 del Palacio de Miraflores, al frente de una mesa semiovalada, rodeado de un grupo de sus más fieles colaboradores.
En esa ocasión, el comandante dirigió una alocución al país extrañamente breve: apenas 35 minutos que, no por ello dejaría de ser determinante en el futuro del país.
Luego de varios minutos de sus acostumbradas divagaciones retóricas, Chávez informa sobre la necesidad de una «imprescindible» y riesgosa intervención quirúrgica: la cuarta que le harían.
Los médicos no habían escatimado los cuidados necesarios a su cuerpo enfermo, pero la cura no aparecía.
En Cuba se había enterado de sus remotas esperanzas de vida.
Esa imposibilidad de que nada pudiera exceder los límites prescritos le plantea el reto de cómo prolongar revolución, su poder, más allá de la muerte.
Es hora de hablar de la principal causa que lo había hecho regresar de la capital cubana, retrasando su operación: dejar arreglado el problema de la sucesión.
Divagar, evitando a la innombrable
Hablaría para los suyos desde lo más profundo de su ser, para quienes le habían dado su voto el 7 de octubre.
Sabía muy bien el riesgo que corría su proyecto político frente a su eventual desaparición física.
El conocimiento en su círculo íntimo de su gravedad había despertado apetitos de poder incluso en su hermano Adán, para entonces gobernador del estado Barinas.
Hasta su propia madre, doña Elena, le había sugerido dejar el coroto a su hermano Argenis.
Pero la principal disputa interna por la sucesión era entre Diosdado Cabello y Nicolás Maduro, una lucha – que con sus altos y bajos – no cesaría diez años después.
El enfrentamiento Cabello-Maduro le angustiaba y, tal vez por eso, Chávez se reservó hacer pública su decisión definitiva hasta el último momento.
Cabello era presidente de la Asamblea Nacional, desde la cual actuaba como un reyezuelo.
Maduro era el vicepresidente de la república, designado el 7 de octubre en sustitución de Elías Jaua que, en adelante, caería en desgracia.
Lo dijo en tono grave, reiterativo, de preocupación.
Lo dijo en medio de su desgarradora situación: no dejaba dudas de su decisión explicando con mucha precisión el escenario que se avecinaba.
Las amargas palabras se ahogaban en su garganta hasta que logró soltarlas con máximo énfasis para manifestar su voluntad:
-.»Yo quiero decir algo, quiero decir algo aunque suene duro, pero yo debo y quiero decirlo, debo decirlo. Si, como dice la Constitución, ¿cómo es que dice?, si se presentara alguna circunstancia sobrevenida, así dice la Constitución, que a mi me inhabilite, oígaseme bien, para continuar al frente de la República Bolivariana de Venezuela, bien sea para terminar en los pocos días que quedan, ¿cuántos, un mes? ¿Hoy es? … Si, un mes, un mes»
-«Treintaidós días»-respondió la voz quebrada de Diosdado, como si adivinara que no sería el favorecido.
Quien habla es el hombre con cuerpo vencido por el mal que le aqueja, sin fórmulas de aliento.
Evita detalles de su estado que desagradarían a sus seguidores.
Se prepara para la muerte.. pero no para perder el poder que espera prolongar con su heredero, cuidando en apariencia las formas institucionales de la Constitución:
-«Y sobre todo para asumir el periodo para el cual fui electo por ustedes. Por la gran mayoría de ustedes… Si algo ocurriera, repito, que me inhabilitara de alguna manera, Nicolás Maduro no solo en esa situación debe concluir, como manda la Constitución, el periodo, sino que, mi opinión, firme, plena, como la luna llena, irrevocable, absoluta, total, es que en ese escenario, que obligaría a convocar, como manda la Constitución, de nuevo, a elecciones presidenciales, ustedes elijan a Nicolás Maduro como presidente de la República Bolivariana de Venezuela. Yo se los pido desde mi corazón. Es uno de los líderes jóvenes de mayor capacidad para continuar si es que yo no pudiera, Dios sabe lo que hace, si es que yo no pudiera, continuar con su mano firme, con su mirada, con su corazón de hombre del pueblo, eh, con su don don de gente, con su inteligencia, con el reconocimiento internacional que se ha ganado, con su liderazgo al frente de la Presidencia de la República dirigiendo junto al pueblo, siempre, y subordinado a los intereses del pueblo, los destinos de esta patria».
Mandato preciso
A las 9:50 de la noche Hugo Chávez comunicó al país su decisión política.
Con este anuncio, ungia a Nicolás Maduro como su sucesor en la Presidencia de la República.
Al pronunciar el nombre de Nicolás Maduro como su relevo, ha notado las acritudes en los rostros de los presentes.
Con la excepción de Ricardo Menéndez, que no oculta su agrado, en el resto de los ministros sentados alrededor de aquella mesa se descubre el rechazo a lo que consideran un desacertado anuncio.
Pero a él poco le importan. Su palabra no admite discusión directa, mucho menos en aquel momento de consternación entre los suyos.
La petición a su gente fue acompañada de inmediato con un razonamiento del porqué debía ser Maduro quien lo sucediera en el poder.
El Comandante sentía que se despedía por siempre y así fue interpretado por toda la población.
El cáncer diagnosticado en la capital cubana era mortal y lo sabía: un sarcoma retroperitoneal, de variedad leiomio-sarcoma, había requerido una primera operación de emergencia el 10 de junio de 2011 por un acceso pélvico, seguida por dos nuevas intervenciones quirúrgicas de las cuales no hubo información pública oficial.
Esta nueva operación era apenas para extender su tiempo.
Atrás, hacía rato, había quedado la posibilidad del cacareado milagro.
Pero ese no llegó.
De una pieza
Los venezolanos vivían entonces días muy tensos alrededor de los rumores que ya circulaban en torno a la enfermedad del presidente.
Preocupaba, en particular, cuál sería el desenlace político de aquel hecho imponderable.
La gravedad de su estado físico, no le permitiría concluir los treintaidós días que restaban de su tercer gobierno.
Mucho menos comenzar los seis años del cuarto mandato, para el cual había sido reelecto el 7 de octubre de 2012 en medio de un furor populista sin precedentes.
Más de 58.000 millones de dólares habían sido derrochados ese año para asegurarse el triunfo, creando un ficticio ambiente de prosperidad, que ahora el destino le arrebataba de las manos.
La campaña electoral de Chávez había tenido un costo estimado en 35 millones de dólares, financiada con dineros de la corrupción, según fuera denunciado en Brasil por Mariana Mora, esposa del publicista brasileño Joao Santana quien dirigió la campaña electoral de Chávez a petición de Lula Da Silva, presidente de Brasil, con intermediación de la empresa brasileña Odebrecht.
Moura, Santana y Lula estaban implicados en el escandaloso caso de corrupción Lava Jato: en este se señalaba la entrega de millones de dólares en efectivo a la pareja Santana.
Esto sería ratificado en el testimonio rendido por la Moura ante la justicia de su país, en el cual se mencionaría al propio Nicolás Maduro.
Ahora, la vida había puesto a Chávez en el drama de dar a conocer quién sería su sucesor.
Una combinación de sentimientos encontrados de amor y odio recorrió el cuerpo de la nación aquella noche del 8 de diciembre.
La incertidumbre sobre el verdadero estado de salud de Chávez había quedado completamente despejada y también sobre su heredero, como si el gobierno fuera una monarquía y no un Estado republicano.
La decisión sobre Maduro la había tomado Chávez meses atrás en Cuba, junto con Fidel y Raúl Castro.
Las caras de asombro de Diosdado Cabello, del ministro de la Defensa, Diego Molero Bellavia, Yadira Córdoba, Jorge Giordani, Rafael Ramírez, Ricardo Menéndez, Jorge Arreaza y del propio ungido Nicolás Maduro fueron demasiado reveladoras de que nada sabían de las intenciones de su jefe.
«En mis manos no se perdió la revolución»
¿Acatar en silencio?
Conocida la inapelable decisión, inevitablemente, se desataron las interrogantes, conjeturas y ponderaciones sobre la misma:
¿Por qué Maduro?
¿Cuál sería el destino del país con Maduro en la Presidencia de la República?
El tiempo ha respondido esas preguntas y sellado el rol histórico de ambos personajes.
Nicolás Maduro, el hombre escogido, llevaría al país a la mayor ruina de toda su historia en tiempos de paz, como si la peor plaga bíblica hubiera caído sobre la nación.
Maduro enfrentaría a sangre y fuego las protestas masivas de 2014, 2017 y el reto del interinato a partir de 2019.
Superaría la derrota electoral parlamentaria de 2015 con artimañas legales y, sobre todo, aprovechando los errores de la desesperación opositora.
Atendería los siguientes retos electorales con prácticas autoritarias, ventajismo y violaciones de la ley.
La crisis económica producto del despilfarro y los errores chavistas, llevaría al heredero a deshacer los «avances revolucionarios», enmendando los males con los que han sido considerados como «brutales ajustes neoliberales», de una ortodoxia e inflexibilidad que ha asombrado a los mismos adversarios. La segunda hiperinflación más larga de la historia de la humanidad no le dejó otra alternativa.
Se apoyaría en rusos, chinos, iraníes y cubanos contra el aislamiento internacional, así como las sanciones financieras y petroleras. Pero no pasarían de ser compañeros morales. Apenas pañitos calientes.
Eso sí: en estos diez años, Maduro garantizó su continuidad en el poder a sangre y fuego, demostrando además un liderazgo e instinto de supervivencia política que nadie veía en él en los primeros días de su unción.
Y aunque hoy, salvo los escombros de la crisis aún no superada, queda muy poco del original proyecto político económico de Chávez pues hasta ha abierto el Sambil de La Candelaria, Maduro sigue empleando la vieja retórica comunistoide y actuando con sus métodos autocráticos.
Esta parece ser una singular manera de reconciliarse con el alma en pena del Comandante.
Como él no se cansa de repetir:
«En mis manos no se perdió la revolución».
Al menos por ahora…