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4F: la sublevación de Caldera

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Trillados hasta el hartazgo, pareciera y sólo pareciera ocioso retomar los acontecimientos del 4 de febrero de 1992 (4F), sofocados por la interesada versión oficial impuesta en el presente siglo.  Empero, beneficiados por la perspectiva histórica, luce pertinente ponderar brevemente el discurso pronunciado por Rafael Caldera en la sesión plenaria del Congreso de la República, celebrada responsablemente el mismo día.

Tres décadas atrás, otro fue el escenario institucional para un discurso que trascendió por encima de los más encendidos, los prudentes y también los panfletarios que anegaron el hemiciclo, reflejados fielmente en los resultados electorales del año siguiente. Tratamos del otrora órgano del Poder Público, convincentemente plural y deliberante que actuó inmediatamente después de conocidos los hechos, en el contexto de las más amplias libertades públicas: la alineación de las fracciones parlamentarias dependía de la controversia sostenida internamente, en correspondencia con las posiciones discutidas por la dirección nacional del partido, por lo menos, a juzgar por aquellos que fueron realmente complejos; luego, una mínima, libre y sostenida polémica, derivó en el desarrollo de un conflicto agonal respecto a la conducción de las principales organizaciones y al propio gobierno que soportaban, un signo de madurez luego despreciado; y, como ocurriera con el debate de la nacionalización petrolera, la senaduría vitalicia fue una aportante y útil fórmula constitucional, ejemplificada de nuevo por el líder yaracuyano a través de un discurso pronunciado en 1992, independientemente del partido de formal adscripción.

Respecto al orador en cuestión, más allá del decreto de Suspensión de las Garantías, profundizó en la naturaleza política de los sucesos y sus consecuencias, tildó de “deplorable y doloroso [el] incidente de la sublevación militar”, siendo el golpe “censurable y condenable en toda forma”, y siendo “ingenuo pensar que se trata solamente de una aventura de unos cuantos ambiciosos que por su cuenta se lanzaron precipitadamente y sin darse cuenta de aquello en que se estaban metiendo”. En definitiva, estimó, “hay un entorno, hay un mar de fondo, hay una situación grave en el país y si esa situación no se enfrenta, el destino nos reserva muchas y muy graves preocupaciones”, constituyendo el pasaje más célebre de la alocución: “Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y por la democracia, cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer y de impedir el alza exorbitante en los costos de la subsistencia, cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo está consumiendo todos los días la institucionalidad. Esta situación no se puede ocultar”. E importa acotar, por una parte, la ratificación de la postura asumida ante los eventos del 27 y 28 de febrero de 1989 (27F), pidiéndole al presidente de la República que rectifique con relación al paquete de medidas económicas, motivo o pretexto de los que deseaban “destrozar, romper, desarticular el sistema democrático constitucional del que nos sentimos ufanos”; por otra, “la  dirigencia política ha de darle sepultura (SIC)  a los antagonismos y diferencias en aras del interés común y el fortalecimiento de la institucionalidad, la profesionalización de las Fuerzas Armadas, la apertura del empresariado para reconocer el progreso y los derechos de los trabajadores”; y, luego, constatando que “el pueblo no tiene el mismo entusiasmo y fervor para defender la democracia”, apunta al grave problema de la corrupción, el alto costo de la vida, la infuncionalidad de los servicios públicos, la privatización, la inestabilidad del orden público, y la inseguridad personal.

Del escenario social daban también cuenta los más variados estudios de opinión, extendiéndose un sentimiento catastrofista que desembocó en un antipuntofijismo militante, culpando a los partidos de su propia existencia, como pieza magistral de un discurso público, en buena medida artificioso, trastocado en el dispositivo simbólico que adquirió la sociedad civil para tomar consciencia de sí y de su ilusa independencia, en los términos de Claude Lefort. Derrotada la consabida insurrección de los años sesenta, volvieron los movimientos y las individualidades que la auspiciaron, y, madura la política de infiltración de las Fuerzas Armadas, tardó demasiado tiempo en saberse de la verdadera estirpe política e ideológica de la oficialidad golpista del 4F, cuya popularidad se hizo patente con el desafiante disfraz militar de los niños en la siguiente semana de carnaval, ignorando que los inauditos actos de violencia se extenderían hasta 1993 en el intento de sabotaje de la transición liderada por Ramón J. Velásquez, añadido el nivel de abstención electoral de una población que juró vivir la más trágica e insólita etapa de su vida republicana, sin intuir siquiera la que advendría en la presente centuria.

Demasiado poco, o nada se sabía de los alzados el 4F, e, incluso, el entonces senador Caldera llamó la atención en torno al señalamiento de un magnicidio, aun cuando no se sabía que los indiciados hubieren rendido declaraciones para admitirlo, en un guiño de ingenuidad que contrastó con el resto del discurso. La falta de antecedentes públicos de la oficialidad capturada contribuyó a la creencia de un golpe convencional que los partidarios del sistema evidentemente subestimaron, pero al galope de las horas iniciales del día, quizá por la juventud y rango de sus promotores, alcanzaron una popularidad inimaginable al cabo de varias semanas compaginándose con el  sentimiento en boga.

Y es que hubo un intento de golpe y sus desconocidos golpistas para el 4F, correspondiéndole ciertamente a Caldera sublevarse desde el Congreso de la República, sin que éste tuviere relación alguna o noción de la específica existencia de aquellos; si bien las minorías parlamentarias que rápidamente simpatizaron con el evento, trataron de dar y probar con una determinada  interpretación y contenido, las mayorías ensayaron con la tradicional defensa del sistema democrático, como sucedió el 27F, dejando libre el espacio político y simbólico para una severa y radical exigencia de cambio al mismo tiempo que reivindicación de las bondades de un sistema en el que sobraba la institucionalidad partidista, según la prédica. Inteligente y sagaz, el expresidente se hizo de ese espacio pivoteándose con una particular comprensión del momento, porque “hay un mar de fondo”: los hechos,  agravados por la fracasada asonada de finales de 1992, apuntaron a una “noción del lugar del poder como lugar vacío”, afrontando la sociedad la “prueba de una pérdida del fundamento” de acuerdo con Lafort y “La invención democrática” de 1990, sintiéndose libérrima con la disolución de las viejas certezas en procura de las más novedosas, o pretendidamente novedosas; siendo más o menos similares los planteamientos esgrimidos por los congresistas, la auctoritas del yaracuyano le confirió toda la eficacia política para darle expresión a muy amplios sectores sociales sumergidos en una peligrosa incertidumbre.

En la fecha aniversaria de aquellos y muy envejecidos sucesos, bastará con comparar la Venezuela de 1992 y la de 2025, por lo menos, con relación a los problemas aquí enunciados, para llegar a una conclusión correcta.  Y, si no le fuese suficiente al amable lector, contrastar los resultados de la gestión “revolucionaria” a la luz de un título de Kléber Ramírez Rojas, Historia documental del 4 de febrero (2006).

@luisbarraganj

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