Bueno, pues ya son otra vez las 7:00 de la mañana. La verdad es que hay días que me despierto con la sensación de que vivo en el día de la marmota, como en aquella película de Bill Murray, en la que cada vez que suena el despertador vuelve a ser el mismo día, con la diferencia de que, en lugar de sonar “I got you, babe”, de Sonny y Cher, en mi despertador suenan unos pajaritos enlatados, que cualquier día cojo la escopeta de perdigones y les mando al cielo de los animales virtuales, después de parafrasear al gran Harry el sucio; “Alegradme el día cabrones y volved a piar, si tenéis huevos”.

Pues toca levantarse. A apagar el despertador, para echar una siesta matutina antes de ponerme en marcha, a eso de las 7:30. No sé si ustedes se echan una siesta cuando se levantan, pero es una experiencia que no deberían dejar de probar. En cierto modo, es un acto de rebeldía. ¿Qué son ya las 7:00? Para mí no, que soy de Bilbao. Bueno, en realidad nací en Madrid; es más, llevo toda mi vida viviendo en Madrid, pero los de Bilbao nacemos donde nos da la gana, faltaría más.

Finalmente, la realidad se impone y tengo que levantarme, si o si, para despertar a Björn piel de hierro, a Ubbe y a Hvitserk, mis tres vikingos, aunque en realidad son Javier, Juan y Jorge. Así que, en un acto heroico, pese a los cero grados del exterior, me levanto, me pongo la camiseta y comienzo la escarpada subida a la jornada diaria.

No me puedo quejar mucho, la verdad, así que no quiero que esto parezca una queja. Mi comienzo de día, aparte de pan tostado y café con leche, que me encanta, junto a mi mujer, en la cocina viendo las noticias, que es uno de mis momentos favoritos, incluye a su vez los desayunos de los niños, hacer la cama matrimonial y las de los vikingos, y posteriormente, si no hay que planchar, ponerme la ropa deportiva para irme al gimnasio. Que guay, pensarán algunos. Este hombre vive como un burgués. Pues no crean.

Salir a las 8:00 de la mañana, en un día como el de hoy de crudo invierno madrileño podría convalidar el viaje a la Antártida del explorador Amundsen. Si a eso añadimos que hasta la mitad del camino cargo con el cartón y el vidrio del reciclado y, por tanto, no puedo meter las manos en los bolsillos, con lo cual llegan prácticamente al punto de congelación, cuando llego al gimnasio casi agradezco el calor humano, aunque se encuentre mezclado con los efluvios que tal calor ocasiona. Así que a la taquilla, y a la bicicleta.

Pues nada, una vez en la bici, los cascos, el móvil y las gafas, para irme informando de nuevo de la situación mundial, por si en el trayecto de mi casa al gimnasio ha estallado una guerra y yo sin enterarme. Los pies en los pedales y me pongo a ello.

Mientras pedaleo, repaso los whatsapp, los correos, las redes, y por fin, a los 10 o 15 minutos, abandono el móvil para centrarme un poquito. Normalmente, aquí es cuando me doy cuenta de que voy fuera de tiempo; me explico. Mi objetivo, en los 45 minutos que me paso en la bici es quemar 300 kilocalorías. Esto, para quien no está versado en la bicicleta estática ni en las matemáticas básicas, implica 100 kilocalorías cada 15 minutos.

No se crean, a veces hay que explicar las cosas como si fuéramos tontos, que muchas veces lo somos. El otro día, sin ir más lejos, estábamos cenando en un restaurante y, en un momento dado, mi mujer se fue al baño, lo que aproveché para poner antena en la conversación que mantenían los dos milennials de la mesa de al lado, varones de nacimiento aunque ignoro su adscripción sexual.

Sí, yo suelo poner antena cuando puedo, por deformación profesional  y porque soy un cotilla de los de toda la vida.

La conversación, en ese momento, versaba sobre la cuenta, que les acababan de traer. Tampoco es que estuvieran hablando del Argumento Ontológico de San Anselmo de Canterbury, no se vayan a creer;  aun así, guardaba un momento mágico, de esos que dan para escribir una novela o incluso una trilogía, que están muy de moda, que sucedió cuando uno de estos tipos, que ya no cumplía los treinta, le dijo al otro “¿a cuánto tocamos?”, a lo que el otro respondió “pon la calculadora en el móvil, que no soy muy bueno para las divisiones”.

Por si no se han percatado de lo atípico de la conversación, ¡eran dos! ¿Qué clase de cifra es difícil de dividir entre dos? Y estos tipos igual van en las listas electorales de cualquier partido, no me extrañaría nada. La verdad, me acordé de mi profesor de matemáticas, que ante una respuesta así probablemente me habría tirado a la cabeza el borrador de la pizarra.

Pues volviendo a mi bicicleta, yo voy controlando los tiempos y si en los primeros 15 minutos no he llegado a 100 kilocalorías, cosa que se da en bastantes ocasiones, esto significa que la siguiente media hora me toca apretar, así que aprieto, para llegar a las 300 kilocalorías que me aportan la satisfacción del deber cumplido y me proporcionan la posibilidad de decirle a mi mujer, cuando por la noche me pilla comiendo queso, que “he ido al gimnasio”. El gimnasio es mi patente de corso para el botellín y el queso manchego nocturno, que es un placer al que, después de un lago y trabajoso día, no estoy dispuesto a renunciar.

Bueno, pues tras tres cuartos de hora de pedaleo y sudor, que podrían haberme llevado por lo menos a Las Rozas, me bajo de la bici en el mismo punto en el que me subí, como hace el PP cuando sustituye al PSOE, y me voy al vestuario a ponerme el plumas y salir pitando para casa, que algo habrá que trabajar y después de una merecida ducha, me voy a cumplir con mis obligaciones; mis otras obligaciones.

Y de camino al trabajo, me meto un café con dos porras, que si no, mañana no voy a tener kilocalorías que quemar.

Que sencillo es ser feliz.

@elvillano1970


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