Y la audiencia apenas, sin una voz al menos, un eco, un rechinar de dientes. Que importa si oigo reír al payaso mientras caigo del trapecio. Pagaré el precio complaciente”. (“Sobre cañones y moscas”. La cabra mecánica).

Desde que me dedico al noble arte de escribir, me han pasado muchas cosas, la mayoría de ellas, enormemente positivas. Debido a que la escritura, en su largo camino hacia la virtud, pasa por múltiples cruces y desvíos, y sin yo haberlo planificado en absoluto, un día me encontré con una vereda que conducía hacia la radio. Entonces, como en una fábula de Esopo, apareció en mi hombro un duende, ni bueno ni malo, sino todo lo contrario, transfigurado en el grandísimo Javier Algarra, que me propuso, como quien habla del tiempo, presentar y dirigir mi propio programa.

En ese mismo momento, y sin pararme a pensarlo, le dije que sí, por dos motivos principalmente; el primero, y más importante, porque yo casi siempre suelo decir que sí, aunque luego pueda arrepentirme. Como Manolo García, prefiero el trapecio, para verlas venir en movimiento. Es verdad que en más de una ocasión, como en esta que refiero, a los pocos segundos me siento como Thelma y Louise, en el descapotable, avanzando sin remisión hacia el  abismo, pero, que quieren que les diga, hasta eso suele merecer la pena.

La segunda razón es más personal. Soy un firme detractor de pensar mucho. Si no haces caso a tu primera impresión y analizas pormenorizadamente los pro y los contra de cualquier decisión, casi seguro cambiarás de opinión y la cagarás, indefectiblemente.

La realidad de todo esto es que yo sabía que la radio me iba a atrapar, pero no que iba a reclamar mi alma, alma que, por otra parte, le entrego sin pena ni pudor. Mi alma es ahora de las ondas, de los micros, de los teclados y las publicaciones. Como me decía el otro día mi estimado Jesús Álvarez, el periodista no es periodista de 8:00 am a 8:00 pm, sino que lo es veinticuatro horas al día. Y es meridianamente cierto. Así pues, como siempre me ha podido la pasión, yo no he vendido mi alma al diablo, como Enoch Soames en el fabuloso relato de Max Beerbohm, o Dorian Gray, personaje del magnífico Oscar Wilde; yo he ido más allá y la he regalado, porque no necesito, como Enoch, saber si trascenderé a mi época, aunque pueda desearlo. A mí me basta con ser leído por la pequeña legión que ya lo hace y aportar, si es posible, algo de reflexión, distracción y siendo muy ambicioso, felicidad, a aquellos que la componen. Ni tampoco persigo la vida eterna ni la eterna juventud, como Dorian, pues la juventud ya se quedó en el camino y es muy confortable esta madurez sobrevenida.

Como le dije el otro día a Chaim Martín y Javier Losán que me hicieron el honor de venir a mi programa, yo dejo mi alma en cada texto, en cada editorial, en cada artículo, para que, una vez yo ya no esté, quien se acerque a ellos pueda no solo conocer mi opinión, sino conocerme a mí, que ya solo seré cenizas entre la arena de una playa. Sin pena ni miedo alguno.

Pero también es verdad que, como en todo camino, te encuentras con obstáculos, con imprevistos, con avatares. Y en este mundo de la comunicación, del periodismo, el mayor obstáculo se llama envidia y el peor de los avatares es cruzarte en el camino de un envidioso, o mejor  dicho, que él se cruce en tu camino, porque por lo general el envidioso es un voyeur y un onanista, que se autosatisface criticando y atacando, eso sí, por detrás, parapetado en falsas identidades, ya que la envidia, en muchos individuos, va aparejada a la cobardía.

El problema de este tipo de personas, normalmente aquejadas de alguna frustración o complejo, es que son tóxicas, pues su objetivo no es, lo cual sería lícito, buscar que a ellos les vaya bien, sino que, muy al contrario, su fin último es que a ti te vaya mal. Puedo asegurar que me he encontrado con individuos de este tipo; incluso, uno de ellos consiguió que se cerrase una radio que era un hogar, y a la que siempre estaré agradecido. No obstante, como Judas, este tipo de individuos no suelen llegar a disfrutar de sus treinta monedas, pues su envidia les corroe hasta el punto de no poder nunca ser felices, pues si te reflejas en la vida del otro, nunca estarás satisfecho con la tuya.

De cualquier modo, su insulto, su vano intento de vejación, de injuria, es una medalla en el pecho. Así que mi posición es dejarles ladrar. Nunca podrá morderte un perro que esconde su cara, su identidad, detrás de avatares y cuentas falsas. Así que, como dijo una argentina brillante, Eva Perón:No hay que tenerles miedo. La envidia de los sapos nunca pudo tapar el canto de los ruiseñores”.

“¡Cuán gritan esos malditos. Pero mal rayo me parta si en concluyendo esta carta no pagan caros sus gritos!”. (Don Juan Tenorio. José Zorrilla).

Dedicado a Gustavo Rachid, otro argentino, pero menos brillante.

@elvillano1970


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