La espera es lo que nos concierne durante los días previos al 25 de diciembre, cuando celebramos el nacimiento de Jesús. Una espera que se hace entre cánticos en los cuatro domingos de adviento, las misas de aguinaldo, la familiaridad o la amistad. Mientras, los centros de los pesebres, donde debería estar el niño, están tapados con alguna sábana o vacíos sencillamente.
Por primera vez este año asistí a las nueve misas de aguinaldo que anteceden al nacimiento de Jesús. En cada una de las homilías el padre nos resaltó distintos valores cristianos, de la caridad a la fe y del servicio a la templanza, pero sobre todo la unión en amistad reflejada, para mí, en tres momentos: el saludo de la paz, los aguinaldos y el breve ágape al finalizar la misa.
En el saludo de la paz, si bien no es lo que se aconseja, es habitual ver a uno o más feligreses corriendo de un lado a otro del templo para saludar algún amigo o familiar. Durante los aguinaldos se puede ver músicos desempolvando talentos con la tambora o cantantes escondidos despertando sus voces. Con el ágape comienzan las conversaciones sobre planes para el año entrante o comentarios acerca de alguna equivocación cuando se celebraba la misa.
Es decir, tal como ilustra el pesebre es un encuentro familiar. La representación creada por San Francisco de Asís en 1223 se hizo con el fin, en aquel momento con personas y animales reales, de escenificar el nacimiento del Niño Jesús, pero también puede entenderse como una oda al amor, la unión y la expectación. Cada pesebre en cada esquina de un hogar o iglesia es un reflejo de esperanza, y hoy, cuando ya el Salvador debe estar en el centro, es ahora una celebración y, quizás, un nuevo comienzo, pues conmemorar su nacimiento es recordar que, para los creyentes, está siempre presente en cualquier circunstancia, en guerra, enfermedad o pobreza.
Ninguno de los evangelios se refiere a la fecha de nacimiento de Jesús, uno de los argumentos usados por quienes consideran que la Navidad no debe celebrarse. El primer testimonio indirecto de que Cristo llegó al mundo el 25 de diciembre es del historiador helenista Sexto Julio Africano, en el año 221 d.C., y la primera referencia directa a su celebración es del calendario litúrgico filocaliano del año 354. Hay quienes indican que los cristianos eligieron ese día porque coincidía con la celebración pagana en Roma del día del nacimiento del Sol Invicto —la victoria de la luz sobre la noche más larga del año—, pero no hay pruebas suficientes para creer que esto fuera así.
Si bien no está clara la fecha, a partir del siglo IV han sido comunes los testimonios de tomar este día para celebrar el nacimiento de Jesús. La falta de claridad cronológica puede ser un argumento para estar contra la Navidad, pero más allá de que se convirtió en un tiempo esencial cada año tanto religiosa como culturalmente, ¿no hay otros personajes históricos con baches entre sus datos y sin embargo son de todos modos apreciados y respetados? No se sabe, por ejemplo, si Homero realmente existió, pero a él se sigue atribuyendo todavía la autoría de la Ilíada y la Odisea, obras literarias fundamentales en la historia de Occidente.
Otro modo quizás para mirar la Navidad puede encontrarse en el poema “Diciembre” de Eugenio Montejo, que ve al pesebre similar a un nido de pájaros, es decir, un pesebre puede ser una familia en casa o unas aves protegiendo sus huevos:
Basta mirar cualquiera a la intemperie:
en su interior José y María,
con diminutos cuerpos
resultan siempre más reales,
y en el silencio se entregan a velar
mientras las ramas mecen compasivas
el huevo que guarda los cantos.
No hay buey ni mula sino estrellas,
ni corderos que pasten en las nubes;
tan solo esa inocente desnudez
que junto con su amor se balancea
al ritmo de los astros.
Nunca sabrán qué es Navidad
ni por qué los hombres dividen el tiempo
si al fin todas las horas son iguales.
En vela noche y día,
aguardan que la fuerza que expande la raíz,
la que muda las hojas y mueve los planetas,
ascienda por el árbol hasta el nido
y rompa la cáscara.