Hace algún tiempo, a propósito de una crónica sobre el centenario del natalicio de Benny Moré, me tocó transcribir una frase atribuida al corresponsal de guerra y politólogo David Rieff —hijo de la escritora norteamericana Susan Sontag—, quien, en un ensayo sobre las singularidades del culto a la memoria colectiva, Contra la memoria (2011), sostuvo: «En las colinas de Bosnia aprendí a odiar, pero sobre todo a temer la memoria histórica colectiva. En su apropiación de la historia, que ha sido mi pasión más sostenida y mi refugio desde la infancia, la memoria colectiva logra que la historia misma se parezca más que nada a un arsenal lleno de armas necesarias para mantener las guerras o hacer de la paz algo tenue y frío». Cuando escribí sobre los 100 años del Bárbaro del ritmo, me permití agregar a la cita: «Además de avivar odios y resentimientos, es también sustento de épicas de conveniencia y narrativas patrioteras fundadas en errores y horrores pretéritos y prescritos, como las esgrimidas por Chávez y López Obrador en sus tardíos reclamos vindicativos al gobierno español por los atropellos de la conquista y colonización».
Para Rieff, «el exceso de memoria es peligroso, y puede contaminar a las personas cuando, a veces, la mejor solución es olvidar»; sin embargo, opino, a partir de recuerdos magnificados y olvidos voluntarios o silenciados se crean mitos, leyendas y héroes identitarios y, asimismo, se forjan los íconos de la cultura popular ―actores, deportistas, cantantes―, cuya presencia en el imaginario colectivo contribuye a mitigar carencias y dificultades. Lo saben y lo han sabido, desde el remoto imperio de los césares, demagogos y populistas. Panem et circenses, sí señor. Y mientras menos pan, más circo.
No pretende el exordio anterior refutar los planteamientos de David Rieff, o invalidar el aforismo de Santayana, «quienes no pueden recordar su pasado están condenados a repetirlo»; mucho menos, poner en cuestión lo escrito por Marx en las primeras páginas de El 18 brumario de Luis Bonaparte ―«Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, dos veces […] una vez como tragedia y otra, como farsa»―. Procura, sí, una aproximación a la emblemática fecha de hoy, 23 de enero, puntualizando las semejanzas —si las hay— y, sobre todo las diferencias, entre aquel glorioso jueves de enero de 1958 y este nostálgico domingo de 2022, pues mucho ha cambiado en los 64 años transcurridos desde el derrocamiento de Tarugo hasta el atornillamiento de Maduro en el trono miraflorino, gracias a la pandemia, providencial o fortuito aliado de los autoritarismos de cualquier cuño, y no hay lugar para patéticas ilusiones. No, la historia no se repetirá en el sentido endilgado a Hegel por el autor de El capital. Ni siquiera en clave de tango empalagosamente entonado por Felipe Pirela —La historia vuelve a repetirse… el mismo amor, la misma lluvia, el mismo, el mismo loco afán—, porque, el drama nacional en progreso y de impredecible colofón es de otro cariz: cambiaron los actores y las circunstancias. La FANB de 2022 no es ni las sombra de las Fuerzas Armadas de 1958. Tampoco la pluralidad de partidos actuales resiste comparación con los aparatos de agitación y propaganda de AD y el PCV, para citar solo a dos organizaciones representativas de la resistencia contra el gordito de Michelena. Por ahí alguien preguntó: ¿Se imaginan a Rómulo o a Jóvito convocando a un veleidoso y pequeño burgués cacerolazo contra el dictador andino?
«Los recuerdos, incluso los buenos, tienen un apetito voraz; si te descuidas, te consumen», sostiene en algún momento el protagonista de un thriller cinematográfico, cruce de romance y distopía —Reminiscence, 2021, Lisa Joy—, y así, consumido por el desconcierto, apenas alcanzo a evocar algunas imágenes de la huelga general del 21 y 22 de enero de 1958 —las calles sembradas de tachuelas (miguelitos) y los carros con ramas y escobas atados a los guardafangos— y la fuga en culillo sostenido de Marcos Pérez Jiménez, en un avión cuatrimotor Douglas C-54 «Skymaster», adquirido durante el gobierno de Rómulo Gallegos y bautizado Vaca Sagrada, nombre inspirado, supongo, en el Sacred Cow de Roosevelt, Truman y Eisenhower. Y la euforia general. Y los saqueos. El asalto a la tenebrosa Seguridad Nacional y la liberación de los presos políticos recluidos en El Obispo y la Modelo. Los excesos, potenciados por el resentimiento, perpetrados contra comerciantes extranjeros, presuntamente cómplices del perezjimenato —«los saqueadores son enemigos del pueblo», fue consigna propagandística de aquellos días—, y la junta militar, presidida por un marino tocador de cuatro, el vicealmirante Wolfgang Larrazábal, depurada con el retiro de los generales Casanova y Romero Villate, y la incorporación de los civiles Blas Lamberti y Eugenio Mendoza. Todos esos acontecimientos los veo ahora como en una película. Pero ellos fueron reales consecuencias de una lucha tenaz, sostenida y unitaria, en la cual cabe destacar el papel de la Iglesia: fiel a su predicamento y doctrina social, el arzobispo de Caracas, monseñor Rafael Arias Blanco, puso los puntos sobre las íes en carta pastoral con motivo del 1° de mayo de 1957.
Respecto a la valiente postura del pastor de los caraqueños, un feliz e indocumentado García Márquez, en canónica pieza anticipatoria del «nuevo periodismo», El clero en la lucha, contó: «Desde Caracas hasta Puerto Páez, en el Apure; desde la solemne nave de la catedral metropolitana hasta la destartalada iglesita de Mauroa, en el territorio federal amazónico, la voz de la Iglesia ―una voz que tiene 20 siglos― sacudió la conciencia nacional y encendió la primera chispa de la subversión». Quizá esta sea la única constante en la fórmula de la resistencia de ahora. Hace 10 días (13 de enero), la CXVII Asamblea Ordinaria del Episcopado Venezolano hizo pública una Exhortación Pastoral, donde, entre otras consideraciones, todas relevantes y de obligada lectura, destaca: «Nos encontramos como país en una grave crisis global y democrática; el ser humano con su dignidad, principalmente la persona pobre, es colocada a un lado por el régimen político, para dar relevancia a un sistema ideológico excluyente, perdiéndose el sentido de la democracia como poder del pueblo». Y hace un llamado a la sociedad civil, para que, desde sus comunidades e instituciones, «asuma el reto protagónico del momento con procesos de movilización, discernimiento y acciones creativas en la búsqueda del bien común construido desde los valores cristianos y humanos». Y enfatiza: «Que nadie se sienta excluido de este llamado por el bien de la familia y el pueblo».
Hoy, dos semanas después del barinazo, quienes se presume deberían haber aprendido la lección derivada de la victoria unitaria, no logran ponerse de acuerdo sobre los pasos a seguir, entre otras cosas, porque muchos temen, yo entre ellos, resbalar con la concha de mango del referéndum revocatorio —¿olvidaron acaso las planillas planas y la infame lista negra del diputado Tascón?—, cuyos promotores ya contabilizan los pollos por nacer y proponen primarias a fin de tener in pectore al sustituto de Maduro. Estamos, como en un oscarizado filme de Milos Forman —One flew over the cuckoo’s nest, 1975—, atrapados y sin salida. Con el cuento del hartazgo y la supervivencia del ciudadano de a pie, no hubo quien apostase siquiera por un rutinario izar de banderas con motivo de la efeméride abominada por Chávez —no hay nada que celebrar ese día, afirmó hace 20 años cuando el mundo se le venía encima—. El comandante galáctico vació de contenido la fecha cumbre de la democracia venezolana y, veintitantos años después, aquí seguimos atrapados entre la confusión y la resignación. La revocación de un ilegítimo puede (y tal vez eso buscan los rojos), paradójicamente, legitimarlo. Por eso, la usurpación no ha tomado partido. Todavía. Cuesta decirlo; empero, del espíritu del 23 de enero de 1958 no queda ni la esperanza de una milagrosa reedición. En estos tiempos de hombres con corazón de cochino, el exceso de memoria es un lastre y hasta un riesgo demasiado grande. ¿Brindamos por el olvido?