Los policías metropolitanos Erasmo Bolívar, Héctor Rovaín y Luis Molina, condenados por los sucesos del 11 de abril de 2002, que condujeron a la salida del poder de Hugo Chávez por 48 horas y dejaron sobre el pavimento de calles del centro de la ciudad 19 cuerpos sin vida, siguen tras la rejas. La “justicia revolucionaria” es implacable, a imagen y semejanza de las penas impuestas en la Cuba castrista a sus adversarios políticos.
A los tres aún les falta nueve años para salir en libertad. Los tres son, en rigor de la ley, beneficiarios de medidas contenidas en el Código Procesal Penal, que les permitiría salir a trabajar y pernoctar en la prisión después de cumplir la mitad de la pena, lo que han superado holgadamente. Incluso ya sobrepasaron más de dos tercios de su condena, y tal condición les otorgaría la posibilidad de dormir en un centro comunitario de lunes a jueves y los fines de semana en su vivienda. También tienen derecho a descontar un día de prisión por cada dos días de estudio o trabajo. Pero la justicia oficial es implacable y se ensaña aún más con aquellos que tienen rostro, piel y nombre de gente de pueblo, como Héctor, Erasmo y Luis. No han podido disfrutar de ningún beneficio
En un artículo, publicado en el diario TalCual, María Bolívar, tía de Erasmo, recuerda el calvario del juicio contra el grupo de policías metropolitanos que el 11 de abril intentaron proteger a la multitud que marchó en protesta por la avenida Urdaneta en dirección al Palacio de Miraflores y recibió la descarga de los célebres, por desalmados, “pistoleros de Puente Llaguno”. El proceso judicial se prolongó durante siete años. Nada probó la culpabilidad de los metropolitanos. Bolívar afirma que su sobrino es inocente, que es un preso político y que fue condenado por orden directa de Hugo Chávez.
Ante tantas circunstancias dolorosas que han ocurrido en estos 25 años de hegemonía política, que desde muy pronto se convirtió en una amenaza para la institucionalidad democrática hasta borrar toda noción del respeto a la Constitución y la ley, el caso de los policías metropolitanos —en principio 9 funcionarios, varios ya liberados al cumplir sus penas en prisión o en arresto domiciliario— corre el riesgo del olvido.
El 11 de abril de 2002, Erasmo Bolívar llegó a la sede de la PM en Cotiza. Casi todos los funcionarios se encontraban en el centro de la ciudad protegiendo la marcha multitudinaria que se dirigía a la sede del gobierno. No tenía cómo desplazarse para unirse a sus compañeros. Pero pudo subirse a una ambulancia que había llegado para reponer insumos y volver a la zona donde ocurrían los acontecimientos. Ayudó a recoger heridos y a llevarlos a centros hospitalarios. Tenía las manos, y partes del cuerpo manchadas de sangre. En un momento llegaron a Puente Llaguno, donde la ambulancia fue recibida con disparos. Bajaron de la unidad y Erasmo lo hizo con armamento que había tomado del suelo de la ambulancia y se colocó sobre la espalda. Una foto congeló el momento en el que está recostado contra una pared con el fusil en las manos. Eso bastó para condenarlo. Nunca se probó que el arma fue disparada.
“Los ojos de mi sobrino están llenos de tristeza, frustración y desesperanza”, dice María Bolívar.
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