No hay dudas, la vida es dura y desde que se nace hasta que se muere. El año 2020 como que ha sido, en cierto aspecto, una evidencia de no haber imaginado, ni remotamente, la especie de apocalipsis que ha amarrado al mundo, como al púgil a punto de caer en la lona. Ese pareciera el escenario para Nietzsche en El anticristo, cuando acota que “no deja de ser erróneo que anidemos en un mundo sin contacto con la realidad y en medio de causas simbólicas”.
En un alboroto político inesperado se ha convertido una de las democracias más respetadas, la de Estados Unidos, a raíz de la elección presidencial del pasado noviembre, sorprendiéndonos. Pero de la mano, además, con la covid-19, tipificada como pandemia y con una cifra cercana a los 2 millones de muertos. La galleta electoral y el coronavirus, presuntamente “chinese”, integrados a “la sumatoria enloquecedora” no imaginada pasados 365 días terroríficos.
A la zozobra se agregan, además, de un lado, la devastadora guerra en Siria, ya de casi 10 años, estimulada, aunque parezca mentira, por manifestaciones populares en procura de democracia y libertad en 2011. Hoy, “un conflicto internacional”, incluyendo a Estados Unidos, Arabia Saudita, Qatar, Kuwait, Turquía, Rusia, Irán y el denominado Partido de Dios (Hizb: Partido /Allah: Dios), comúnmente conocido como Hezbolá. Y de la otra parte, “el apropiamiento de Venezuela”, tan absoluto, que no solo abarca al poder político, sino, además, a la gente, civiles y militares y al mismo territorio. El año 2020 se despide, por consiguiente, dejando en este país más de dos décadas de destrucción física, moral y ciudadana. La fe, la esperanza, cada vez más remotas. Y preguntas sin respuestas.
No deja de ser duro admitir que la humanidad deambula enredada con respecto a “Dios, el alma, el espíritu y el demonio”, pero, también, en lo concerniente al “pecado, la salvación, la expiación y el sufrimiento”. Esto es, tanto en las causas, como en las consecuencias. Pero alarmados, asustados y hasta alertados por la convicción de filósofos que culpan a los ideales cristianos.
La angustia pareciera conducir a la resignación, propia de situaciones tan terribles, como las de “este 2020 traicionero”, dudando, incluso, si después de nuestra “pasantía tangible” habrá otro destino, pues del conjetural lugar de nuestro probable aposento, ninguno que haya estado por aquellos linderos ha regresado. Por tanto, nuestra presencia terrenal, más segura que aquella cercana a las estrellas. ¿Imaginarse, consecuencialmente, el futuro? Es más aconsejable vivir el presente. Y ello a pesar de las dificultades, pues se desconoce, para el caso de que realmente exista otro mundo, si vamos a él a disfrutar o a que nos compongan.
La historia, testigo, además, de presunciones contrariando la máxima de que “la mente vivifica el cuerpo, pero la envidia corroe los huesos”. Es el caso de Claudio, calificado por familiares y cercanos como “una caricatura de hombre y un aborto de la naturaleza”, resultando, no obstante, reconocido como “grande”, dada la gestión triunfante como “cuarto emperador romano”. La ambición, esa otra característica humana, a pesar del éxito, lo apartó violentamente del poder. Y lo hizo su propia familia. Pareciera verdad que desde el origen de la especie balbuceamos entre el bien y el mal.
¿Será acaso un error calificar, asimismo, al 2020, como un año que nos victimizó con la melancolía, anidada en la poca o casi ninguna certidumbre de abrazar de manera distinta al 2021. Un estado anímico que conduce a la tristeza y al desinterés, encontrando algunas veces su atenuación en errores placenteros. Se lee que así le sucedió a García Márquez (Gabo), cansado en la pretensión de lograrlo, con el despreciable macetazo en Argentina de que la editorial Losada, que le había rechazado la publicación de La hojarasca. Se comenta y con racionalidad de que fue “la desilusión más grande de su vida”. La tristeza existe, no sabemos dónde se nos esconde, pero nos conduce a escenarios para cultivar “la desesperanza”. Y tal vez, proseguir. Gabo y sus contertulios tenían el lugar para expeler sus desavenencias: “Se emborrachaban, mamaban gallo y, si les daban más de las doce de la noche bebiendo, se dirigían al burdel de la Negra Eufemia, su favorito entre todos los de la ciudad”. Así se sentía el famoso escritor cuando escribía, escribía y escribía, pero no lo leían, ni sus libros se vendían.
Entonces, ¿qué puedo hacer enredado en esta maceta tan complicada, cuando el autor del “anticristo” nos grita “el cristianismo es sinónimo de odio a la inteligencia, al orgullo, al valor, a la libertad, al libertinaje del espíritu, a los sentidos, al deleite en general”. Y ello es oponerse a la capacidad intelectual del hombre. Queda, por ello, claro que “el Dios de los cristianos es el de los débiles”.
¡Paciencia!, por favor, que no todo está perdido, se le escucha a monseñor Robert Sarah. Dios, como es el Creador, está legitimado para establecer normas a la humanidad, por lo que se peca cuando aquellas no se cumplen. He de confesar mi depresión al percatarme de que Dios me había pincelado con tinte oscuro”. Muchos días me mantuve cabizbajo, hasta que escuché a mi madre leyendo que “la esperanza bíblica” es una certeza, no una probabilidad. Expresa confianza y seguridad. Es mirar hacia adelante, con un sentido de expectativa y confianza. Un cristiano siempre se sabe “esperanzando”. El “negro cardenal”, cercano a Juan Pablo II y a Benedicto XVI, pero, en principio, no muy al gusto con Francisco. aparentemente miraba a un Frederick Nietzsche envejecido y arrinconado, resultado del castigo del Señor.
¡Así es el mundo, la vida, la muerte, el año 2020 y otras cosas!
Es en lo que aparentemente concluyeron Robert Sarah, el creyente, y Friedrich Nietzsche, el gnóstico.
@LuisBGuerra