Después de más dos siglos de andadura separada de la Madre Patria seguimos buscando los surcos de la autenticidad. No terminamos de aceptar que la autenticidad se afinca en el reconocimiento de lo que somos y de lo que siempre hemos sido. Muchas veces nos hemos empeñado con ímpetu suicida en pretender desconocer que en la biología histórica solo vale reconocer con humildad la verdad de nuestra propia hechura. Como dijo Teresa de Ávila, la humildad es la verdad. Negar que en nuestro mestizaje lo hispánico es el componente básico, radical y vinculante, resulta un deliberado intento no de reconocer la criollidad, sino pretender inventarla. Y en todo invento subyace el afán de originalidad creativa. No acontece así en la vida de los pueblos. Ellos son lo que son, como consecuencia de lo que han sido. Y resulta absurdo pretender que sean otra cosa, por más que la artificialidad creadora les presente un diseño onírico de hermosa subjetividad a lograrse en las retortas de los magos inventores de utopías. Porque los pueblos no se inventan; y la magia, en la historia y la política, suele producir solo frustraciones, resentimientos y complejos, cuando no tragedias. Con esa carga en el imaginario colectivo difícilmente puede acelerarse el paso para responder a los grandes desafíos que se encuentran en coyunturas de complejidad variable.
Las inautenticidades han sido y son consecuencia del desconocimiento y la incomprensión de nuestra propia historia; porque no puede conocerse y comprenderse nuestra historia desconociendo la historia de España y no entendiendo que en su comprensión está la clave de nuestra autoconciencia y de nuestro proceso como comunidad histórica.
Ejemplo típico de ello resulta considerar la emancipación como conflicto armado de dimensión internacional. La perspectiva del historiador académico por antonomasia en Venezuela, Rafael María Baralt, (con su prosa burilada que refleja la hermosura de la lengua castellana), pareciera ser otra. Quizás porque Baralt nunca fue anti hispánico. Las Crónicas de Sinceridad y Exactitud de Laureano Vallenilla Lanz, señalando que fue una guerra civil, fueron un certero golpe a la historia oficial que mantenía la tesis del conflicto internacional como la conveniente a la afirmación de la nacionalidad. La Independencia, sostuvo Vallenilla, fue bandera de minorías sociales ilustradas, no una aspiración ni un deseo amado originalmente por el pueblo. Después de Vallenilla el conveniente revisionismo histórico ha avanzado en torno a este tema.
Somos de una raíz tan hispánica que no podemos entender el mismo inicio de la patria criolla prescindiendo de España y de su obra trisecular en América. No podemos entendernos a nosotros mismos mirándonos solo a nosotros. Sin España resultamos un enigma para propios y extraños. Fijémonos en la pre-Independencia y en el comienzo de la Emancipación. No puede entenderse la Conspiración de Gual y España ignorando a los Conjurados de S. Blas. Desconociendo el Motín de Aranjuez y las Abdicaciones (y degradaciones de Bayona) resulta imposible comprender el proceso de formación de las Juntas y, en el caso venezolano, el 19 de abril de 1810.
¿Cómo entender, además, la historia venezolana prescindiendo de las propias complejidades de nuestra sociedad pre-independentista? El Movimiento de Juan Francisco de León, fue el movimiento de los habitantes “isleños”, canarios o de origen canario, mayoría numérica por sí y por los Pardos, contra los vascos que, desde la llamada Compañía de Caracas o Compañía Guipuzcoana, ejercían una hegemonía de facto, solo extensiva en sus privilegios a una cúpula social, que, para decirlo en términos orteguianos, vivía de invitarse o no invitarse. La élite de la Capitanía General tardía, vasca de origen, si bien no solamente vasca, consideraba a los isleños, blancos de orilla. Los canarios tomaron Caracas. Luego fueron derrotados. Se recuerda dónde estaba la casa de Juan Francisco de León en una pequeña lápida de un edificio frente a la Plaza de la Candelaria, en Caracas. ¿Fue ese movimiento una insurgencia civil o una confrontación internacional? Evidentemente fue una insurgencia civil. Una disputa entre hispanos. Otra pequeña lápida en la esquina oeste de la antigua Alcaldía de la capital, que da frente a lo que era el Congreso, en la esquina externa del recinto de la antigua Capilla de la Universidad donde se reunió el Primer Congreso que proclamó la Independencia, dice: Aquí nació la patria, que morirá con el último venezolano. Esa patria que dio sus primeros vagidos el 5 de julio de 1811, producto de letrados que mostraban en su praxis la herencia cultural y política de tres siglos, resultó la expresión de nuestras variantes y de nuestros antagonismos, porque fue, con riqueza existencial, la muestra de nuestro afán hispánico de ser sin haber sido. El gran jurista del 19 de abril de 1810 y del 5 de julio de 1811, Juan Germán Roscio, siempre habló de la España Peninsular y de la España Americana. Andrés Bello evocará añorándolo, desde Chile, el ambiente cultural de la Caracas “antes de la Revolución”.
En el I Congreso, mayoritariamente civilista, la madurez militar y la experiencia histórica la representó Francisco de Miranda. Canario de origen. Coronel español. Acusado de espía en la guerra de independencia de los Estados Unidos. Al pedir la baja demandó por la acusación injusta y calumniosa. La justicia española sentenció en su favor 12 años después. Solo admitió luchar contra España por la independencia de América. Exótico en sus ideas reflejadas en la Colombeia. Padre del nombre de Colombia y del estandarte tricolor de nuestras patrias (Venezuela, Colombia, Ecuador). Ilustrado, antiguo alumno de la Universidad de Caracas, a la cual legó sus textos de clásicos griegos y latinos al emprender sus infructuosas expediciones. Venía de ser General de la Revolución Francesa, segundo jefe militar de la Gironda. Pero se sabía hispánico. Y nunca pretendió abjurar de lo que era y siguió siendo hasta su muerte. El mantuanaje, en la I República, vista la incapacidad del Marqués del Toro, le hizo Generalísimo de un ejército inexistente. Fueron criollos dirigidos por un canario, Monteverde, con muy pocos peninsulares, quienes acabaron con la I República recién nacida. Mejor dicho, terminaron de acabar con una República aún no consolidada y ya quebrada por las divisiones internas. Fueron criollos, entre ellos Bolívar, los que entregan a Miranda. Y el apóstrofe cansado y triste del Precursor flota desde entonces indicando la saga de nuestros fracasos: ¡Bochinche! ¡Bochinche! Esta gente no es capaz de hacer sino bochinche. ¡La Republique est blesé au coeur!
En los dos bandos de la Guerra de Independencia había criollos. No fue neta la confrontación entre la España Peninsular y la España Americana. Esa, repito, fue la terminología de Roscio. Si Lino de Clemente, antiguo capitán de la Armada Real, futuro almirante republicano, primer ministro de la Defensa de la historia de Venezuela como encargado de Guerra y Marina el 19 de abril de 1810, aparece como signatario del Acta de Independencia el 5 de julio de 1811 como diputado por Caracas; su hermano Fermín, diputado suplente del diputado propietario por Venezuela en las Cortes de Cádiz, José Domingo Rus, protesta en la asamblea gaditana por el incumplimiento de Monteverde del armisticio suscrito por Miranda. Por no recordar que María Antonia, la hermana mayor del Libertador, que fue para él su segunda madre, nunca estuvo con la República y fue siempre monárquica.
La reacción de Bolívar, al inicio de la que se llamaría Campaña Admirable, fue el Decreto de Guerra a Muerte. Injusto en sus términos; terrible en su aplicación. Si la guerra era inhumana, se hizo más inhumana desde entonces. ¿En qué se inspiró Bolívar? En el Decreto de Guerra a Muerte al francés en el marco de la llamada en España Guerra de Independencia, la guerra contra la invasión napoleónica. Pero nunca fue equiparable en el imaginario criollo la lucha de España contra el invasor francés con la lucha entre las dos Españas, ¿O es que olvidamos que el 19 de abril del año 10 fue una reacción contra el francés invasor y una afirmación (auténtica para algunos, fachada para otros) de lealtad al rey Felón? Aquí no hubo, como en la España Peninsular, una épica como la del 2 de mayo y la lucha popular que dio a la retórica universal de la polemología el término guerrilla.
En Venezuela, después de la llamada Campaña Admirable, el intento de reconstrucción de la República contempló los primeros destellos de bonapartismo bolivariano y los horrores de la violencia de un asturiano, José Tomás Boves, que alentó el odio racial y social contra los mantuanos. Pero las hordas de Boves estuvieron mayoritariamente integradas por criollos. La paradoja resultó en que el orden colonial se destruyó en Venezuela al grito de ¡Viva Fernando VII! de las fuerzas de Boves. Los integrantes de ese ejército disímil solo viraron hacia la causa republicana cuando un lanzazo acabó con la vida del asturiano en Urica y apareció un llanero realmente excepcional y popular, sin nada que ver con el mantuanismo caraqueño, llamado José Antonio Páez. Sin Páez, sin su ejército (que era de él, con conducción no compartida) que Morillo llamó Ejército del Casanare, no hubiera habido ni Boyacá ni Carabobo.
¿Cuándo comenzó, además de la irracionalidad de la Guerra a Muerte, la obsesión estratégico-táctica del antihispanismo convertido en veneno ideológico, cuyas miasmas aún aparecen en la visión cultural de nuestro proceso de pueblo? Me parece que en el Bolívar de 1815; el que necesitó negar lo que él era y lo que éramos, buscando desesperadamente el apoyo de Inglaterra contra su adversaria histórica, España. Solo habían sido aliadas Inglaterra y España, por necesidad, contra Napoleón; hicieron entonces a Wellington, Grande de España; pero, después de Waterloo, España siguió siendo para Inglaterra, en sus posesiones americanas, el adversario a derrotar y despojar.
La Carta de Jamaica representó un quiebre histórico. Podíamos buscar legítimamente la independencia, porque, sobre todo con Carlos IV y Fernando VII, era la monarquía de la España Peninsular la que atentaba contra la dignidad histórica de España. Pero no podíamos buscarla negando lo que habíamos sido, lo que éramos y lo que por motivos de biología histórica seguiríamos siendo. El antihispanismo de Bolívar buscó congraciarse con Inglaterra en la búsqueda interesada de apoyo. Pero ese interés le llevó a la inautenticidad. Ella quedó plasmada tanto en el momento cenital de su pensamiento, en Angostura; como en los fijismos neo-monárquicos de Bolivia. Desde Angostura contará el Libertador con los mercenarios de la Legión Británica, muchos de ellos veteranos de las guerras napoleónicas. En esa Legión había ingleses, irlandeses y hannoverianos (entonces súbditos británicos). Por eso, algunos hablan, en plural, de legiones británicas. Los británicos acompañaron el esfuerzo militar de Bolívar en Boyacá, en Carabobo y en las Campañas del Sur.
Todo nuestro proceso de Emancipación para su adecuada comprensión requiere ser visto al compás de las fluctuaciones de la política de la España Peninsular. El rechazo por parte de Fernando VII en 1814 a la Constitución de Cádiz (1812) que había jurado avivó, sin duda, la lucha de los independentistas. La presencia militar de Morillo condujo, inicialmente a un fortalecimiento de las fuerzas realistas. Sin embargo, a raíz del comienzo del llamado Trienio Liberal español (1820-1823), Morillo informó a Bolívar del cese al fuego unilateral del ejército español e invitó al Libertador a la negociación de un Tratado de Regularización de la Guerra. Éste se firmó en noviembre de 1820 en Trujillo, atendiendo Morillo a la política vigente en España. Fue el fin de la Guerra a Muerte. Fue el reconocimiento del estado de beligerancia que permitió a los patriotas hablar de guerra internacional, utilizando una cierta fictio iuris.
Cuando el Trienio Liberal español llegó a su fin, con otra voltereta de Fernando VII y aquél terrible “Vivan las cadenas” de los mozos madrileños partidarios del absolutismo, la división y el desconcierto de los hechos de la Península en las fuerzas realistas en América resultó el marco de referencia de la victoria definitiva de Bolívar y Sucre (Junín, Ayacucho), en Perú y en el Alto Perú. Las Bases de Punchauca (San Martín – La Serna), en el Perú; y el Tratado de Córdoba (Iturbide- O’Donojú) en México, ambos de 1821, son también resultado de la política hispana del Trienio Liberal y del empeño tanto del Ejército Expedicionario de los Andes, de José San Martín, como del Ejército Trigarante de Agustín de Iturbide, en busca de una Emancipación no traumática, ni negadora de la savia y del pasado hispánico de nuestros pueblos. Bolívar ya estaba, entonces, dominado por el exotismo que le condujo a intentar plasmar constitucionalmente el caudillismo militarista y el bonapartismo. Su aparente éxito en el Sur fue flor de un día. Tanto en el Perú como en la recién creada Bolivia. Su empeño en fortalecer sus rigideces teóricas con una modificación de la Constitución oligárquica de Cúcuta (1821); así como la reacción antivenezolana en Bogotá y la reacción antineogranadina en Caracas, formaron aquella larga agonía de la Colombia que Luis Castro Leiva calificó de “ilusión ilustrada”.
Nuestro doloroso, bélico y fratricida proceso de Emancipación pudo ser de otra manera. Pero fue lo que fue. Una guerra civil con todas las trágicas dimensiones sociales y políticas que ese tipo de contiendas conllevan. La tangente que siempre ha supuesto desconocer el carácter de nuestros procesos nos ha llevado siempre a las inautenticidades, resultado de la ignorancia, deseada y buscada, de nuestra propia ontología histórica. Hemos sido, somos y seguiremos siendo, dentro de nuestro mestizaje, profundamente hispánicos, nos guste o no tal hecho. Por eso, podemos decir también de los criollos lo que el viejo (y poco edificante) Marqués de Bradomín de Valle Inclán decía de los españoles de la España de siempre: somos y seguiremos siendo feos, católicos y sentimentales.
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