Aunque parece de Cantinflas, la frase: «La teoría y la práctica son iguales en teoría y diferentes en la práctica» no es de la cosecha del genial cómico mexicano; se le endilga a Lawrence Peter «Yogi» Berra, cátcher de los New York Yankees inmortalizado en Cooperstown. La conjeturo apócrifa, pues, el gran jugador y alguna vez manager de los Mulos de Manhattan aseguró en una ocasión: I really didn’t say everything I said, o sea, en chimba traducción: «En realidad no he dicho todo lo que dije». Traigo a colación este caso de dudosas atribuciones porque no estoy muy seguro de si la cita con la cual pretendía comenzar este artículo –«Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo el más sagrado e indispensable de los deberes»– fue pronunciada por Maximilien Robespierre, o se trata de una equivocación. En todo caso, su valor axiomático y los motivos de su reminiscencia –la fecha de hoy– minimizan la confusión originada por jugarretas nemotécnicas. Hay al menos una razón para invocar la sentencia endosada al furibundo y temible líder jacobino: los venezolanos no estamos cumpliendo activamente con esa sacrosanta obligación de insurgir contra el gobierno espuriamente presidido por el impostor de Miraflores, y acordamos, tácita y pasivamente, delegar en un providencial deus ex machina la solución del drama nacional; o, peor aún, imploramos por un milagroso desenlace guisado a espaldas nuestras, en la máquina del tiempo del diálogo oportunista. Y conste: no rechazamos de plano la negociación. A la larga, ella es objeto principalísimo de la política. Cuestionamos, sí, su manipulación propagandística en favor de la fingida disposición a conversar con el adversario de parte del usurpador. Mas ello es harina de otro costal.
Hoy es 14 de julio y en data similar, hace 230 años (1789), pero martes, no domingo, se produce la Toma de la Bastilla, principio del fin del ancien régime y punto de partida de la Revolución francesa, un proceso de trascendentales transformaciones de todo orden, con el cual se toma consciencia de los derechos del hombre y el ciudadano, y comienza la posmodernidad, llamada comúnmente Edad Contemporánea en los manuales de historia universal. Hoy Francia canta La Marsellesa –Allons enfants de la patrie/ Le jour de gloire est arrivé–, y Venezuela recuerda, casi por no dejar y sin el ceremonial debido a su dimensión histórica, al primer gran americano con audiencia y predicamento en Europa, Francisco de Miranda. También un 14 de julio, 22, años después del asalto a la infame prisión gala, símbolo del despotismo monárquico, tal lo son de la tiranía roja Ramo Verde, la Tumba y El Helicoide, enarbola el generalísimo, con carácter de pabellón oficial de la embrionaria República de Venezuela, el tricolor por él diseñado. Quizá fue su manera de rendir homenaje a la revolución gala –participó en ella, identificado con la Gironda y combatió en Valmy a lado de Dumouriez; hay en el campo de batalla una estatua en su honor–. No fue don Francisco profeta en su tierra. Era un exotismo en su propio país, y con un arete de pirata colgándole de la oreja izquierda, el soldado soñador, cosmopolita, legendario coleccionista de vellos púbicos y poco amigo de la indisciplina, ¡bochinche!, debe haberles parecido un bicho raro a los señoritos de la Junta Patriótica, tan raro como un torero con bigotes o un enano basquetbolista. No sintonizó con su terruño nuestro ilustre weltbürger y salió con las tablas en la cabeza para morir encarcelado en Cádiz, a la para entonces provecta edad de 66 de años, fallecimiento acaecido, ¡vaya coincidencia!, el 14 de julio de 1816. En El romanticismo y el hecho americano, José Lezama Lima considera erróneo tenerle por weltbürger –ciudadano del mundo–, a la manera de Humboldt y Goethe, porque Miranda, arguye, «estaba demasiado atenaceado por la preocupación liberatriz de su pueblo».
Si me he extendido un pelo en el Precursor de la emancipación hispanoamericana, es porque él ha sido privilegiado por la toponimia vernácula. Hay un estado, un puerto y unos cuantos municipios, plazas, calles y avenidas con su nombre. Chávez, en su empeño de encorsetar el pasado con la camisa de fuerza de su anacrónica ideología, desbautizó un parque para denominarlo Miranda, no por admiración o respeto al girondino –lo hubiese preferido jacobino–, sino por abominar del civil y demócrata Rómulo Betancourt. No es el caso del incorruptible ciudadano. París se niega a designar lugares públicos con el nombre de Robespierre, y no le perdona el haber liderado el «Reino del terror» y su guillotinomanía. Fanático o paranoico, Maximilien no tuvo paz con la miseria y mucho menos con sus correligionarios. Entre 1793 y 1794, pasó de encabezar la revolución a descabezarla. Literalmente. Al respecto podemos leer en una virtual e irónica Inciclopedia (sic): «Robespierre y el Comité de Salvación Pública terminaron guillotinando a los girondinos por exigir el cese de las decapitaciones, a los hebertistas (extremistas seguidores del periodista Jacques-René Hébert) por pedir su continuación, y a los dantonistas (partidarios de Georges-Jacques Danton) por plantear se degollara solo a girondinos y hebertistas. La situación se hizo insostenible y todas las facciones y partidos de la Convención se pusieron de acuerdo en algo: detener a Robespierre y cercenarle la sesera». La revolución, como Saturno, termina devorando a sus hijos, habría mascullado en reflexivas y testamentarias bastardillas en su postrera marcha al cadalso; empero, de creerles a los cronistas de la época, no podría haber articulado palabra alguna, porque fue severamente herido en la mandíbula durante su detención. Su ejecución anticipó el entierro de la revolución, mas no de sus aspiraciones de libertad, igualdad y fraternidad (Liberté, égalité, fraternité); ellas sobrevivieron al golpe de Estado perpetrado por Napoleón Bonaparte el 18 de brumario del año VIII (9 de noviembre de 1799) y constituyen orgulloso lema de la République française.
La Revolución francesa fue hija legítima de la Ilustración –«obra de la filosofía que saltó desde el cogito ergo sum hasta el primer grito de ¡A la Bastille! resonando en el Palais Royale», según aforismo de Georg Christoph Lichtenberg–; la chavista castro-bolivariana es bastardo engendro de un frustrado putsch sin luces ni genio; no obstante, ambas avalan un proverbial aserto: el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones; y certifican lo escrito por Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos: «De todos los ideales políticos, quizá el más peligroso sea el deseo de construir el cielo en la tierra […] el intento de construir el cielo en la tierra, conduce siempre al infierno».
Tal vez lo aquí hasta ahora pergeñado parezca fuera de lugar, porque mientras los enrangés de salón, apersogados a sus tablets y smartphones, invaden el ciberespacio con barbaridades sobre Barbados, uno se enfrasca en el recuerdo de hechos ocurridos hace más de dos siglos. Pero, cuando no hay esperanza de futuro, porque quienes tienen la sartén en el mango se empeñan en ver la realidad a través del espejo retrovisor, debemos estar moscas para evitar se repitan las tragedias y el tango como parodias y guaracha. Es, 14 de julio, efeméride libertaria y propicia para reiterar que, cuando la opresión es un hecho, la rebelión es un derecho. Ejerzámoslo.
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