OPINIÓN

10E: cuidado, Maduro

por Luis Manuel Marcano Luis Manuel Marcano

La historia no será benévola con quienes elijan la indiferencia o el oportunismo

 

El 10 de enero puede convertirse en una fecha decisiva para Venezuela: el día que marque el inicio de la felicidad y la reconstrucción de una nación o el que perpetúe la desdicha de los venezolanos, potenciando una desgracia histórica de consecuencias impredecibles si Nicolás Maduro usurpa nuevamente el poder.

Edmundo González Urrutia, presidente electo por 73% de los venezolanos, se prepara para tomar posesión del cargo para el cual fue elegido. Este no es un acto arbitrario, es una obligación constitucional que asume con valentía. También lo es que todos quienes ostentan funciones públicas legítimas deben acompañar por el peso de su legitimidad. Lo que ocurra en torno a este evento puede desatar cualquier tipo de respuesta, pues el pueblo venezolano se niega a aceptar la esclavitud. La lucha por la democracia y la libertad no admite resignación, y este momento definirá el destino de toda una nación.

Ese mismo 10 de enero, Nicolás Maduro, cuya ilegitimidad ha sido probada con actas electorales que han recorrido el mundo entero, pretende asumir nuevamente la presidencia. Este acto no es solo una farsa política, sino un golpe mortal contra los principios democráticos y la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. No hay duda: Maduro se robó las elecciones y su régimen es la encarnación de la violación sistemática al estado de derecho. A Nicolás Maduro le conviene negociar con la oposición una transición pacífica, en lugar de condenar a sus partidarios a convertir al PSUV en un partido proscrito y forajido. Le conviene abandonar el poder y dejar el país para siempre, permitiendo que opere la justicia contra aquellos que han violado los derechos humanos, sin exponerse a la venganza de un pueblo desarmado que, con asistencia doméstica o internacional, podría convertirse en el verdugo de él o de su familia. En este sentido, debe ver su futuro en el espejo de Bashar al-Asad, quien, a pesar de haber permanecido en el poder mediante la represión brutal, enfrentó las consecuencias de una larga lucha interna, dejando una nación devastada y una familia marcada por la violencia y el odio de su propio pueblo.

La Constitución venezolana, en sus artículos 138, 333 y 350, ofrece un marco normativo claro para enfrentar esta tragedia. El artículo 138 establece que toda autoridad usurpada es ineficaz y que los actos derivados de dicha usurpación carecen de validez. En este caso, no hay margen para la interpretación: Maduro ha violado la Constitución al perpetuarse en el poder a través de elecciones fraudulentas y manipuladas. La nulidad de su mandato es un hecho jurídico que no admite excusas ni subterfugios.

El artículo 333 es contundente: la Constitución no pierde vigencia, incluso si es ignorada o violada mediante actos de fuerza o fraudes descarados. Este precepto obliga a todos los ciudadanos, sin excepción, a defender el orden constitucional. Por su parte, el artículo 350, que recoge el espíritu rebelde del pueblo venezolano, establece que el pueblo tiene el derecho y el deber de desconocer cualquier régimen que contraríe los valores democráticos y los derechos humanos. En este marco, cualquier reconocimiento internacional a Maduro no solo es una afrenta contra Venezuela, sino una complicidad directa en la consolidación de su tiranía.

El régimen de Maduro no es más que un aparato de opresión sostenido por el control militar, los grupos armados irregulares y el uso descarado de la fuerza para callar las voces disidentes. Su permanencia en el poder no responde al respaldo popular, sino al miedo y la represión. Incluso Hugo Chávez, creador de la Constitución de 1999, visualizó al pueblo en las calles como el último bastión de la soberanía popular frente a la usurpación. Hoy, el chavismo ha perdido la calle, la voluntad de la gente y cualquier atisbo de legitimidad. Su único sostén es un sistema de terror y colusión.

La dimensión internacional de esta crisis no puede ser ignorada. Los gobiernos que mantienen relaciones diplomáticas plenas con el régimen de Maduro se convierten en cómplices de una tragedia humanitaria que ha forzado a millones de venezolanos al exilio, sumiendo al país en la miseria. No reconocer la ilegitimidad de Maduro es avalar un régimen que ha destruido a Venezuela y sigue violando los derechos fundamentales de su población. Estas naciones no pueden escudarse en el pragmatismo político para justificar su apoyo tácito a un régimen genocida.

En el siglo XX, el mundo fue testigo de atrocidades cometidas por regímenes tiránicos que prosperaron gracias a la indiferencia de la comunidad internacional. Desde los campos de concentración nazis hasta los genocidios de Camboya y Ruanda, la inacción frente a la tiranía dejó lecciones imborrables. Pero parece que algunos gobiernos han decidido ignorarlas. En pleno siglo XXI, tolerar las acciones de Maduro es un acto de traición contra los valores de dignidad y justicia que la humanidad dice defender.

Todo gobierno que mantenga embajadores o representantes diplomáticos ante el régimen de Maduro debe asumir su parte de responsabilidad. Esto no es una simple decisión política; es una declaración de complicidad con un régimen que perpetra crímenes de lesa humanidad. Cada acto de reconocimiento o colaboración con el régimen es un golpe directo contra los derechos humanos y la dignidad de millones de venezolanos.

La historia no será benévola con quienes elijan la indiferencia o el oportunismo: funcionarios, jueces, fiscales, todo aquel que detentare una función pública sin protestar bajo un régimen tiránico. Así mismo, cada embajada que sigue operando bajo el régimen de Maduro, cada silencio cómplice, lleva en sus manos la sangre y las lágrimas de un pueblo que lucha por su libertad. En este siglo, la humanidad debe decidir si está dispuesta a tolerar las atrocidades de un tirano o si finalmente alzará la voz para defender los principios de justicia y libertad que tanto pregona. El genocidio que hoy se perpetra en Venezuela es un recordatorio sombrío de lo que ocurre cuando la comunidad internacional elige mirar hacia otro lado.