Simón constituye una respuesta a la mitología bolivariana del oficialismo en el cine, lastrada por una serie de bancarrotas financieras y estéticas.
Por el contrario, la película de Diego Vicentini es un rotundo éxito de crítica y taquilla, camino de ser el más resonante para la industria criolla en el año.
En tal sentido, es todo lo opuesto al género de próceres libertarios a caballo, de los últimos tiempos de dictadura.
Sería el reverso de la fallida El hombre de las dificultades, por poner un ejemplo gestado por los entes culturales del régimen.
Por ende, tampoco se puede considerar un filme de la normalización del estado de cosas, por haberse permitido su estreno.
Al contrario, su lanzamiento es un logro de la generación de relevo, un hito en el país, debido a la cantidad de presiones y amenazas de censura que recibe para precisamente impedir su proyección en salas.
Pesan sobre ella dos antecedentes: su cedulación con el condicionamiento de poder aplicársele la Ley del Odio y el reciente caso de un abogado que la quiso prohibir.
Pero incluso, en el aspecto formal y de contenido, supone una deconstrucción de la historia ventilada en los libros de texto de la propaganda endógena, donde se niega cualquier participación y cita de la oposición, que no esté ligada a una teoría tóxica de la conspiración, tal como ocurre en los canales de señal abierta.
Simón no solo dignifica la imagen de los caídos y las víctimas de la resistencia, sino que viene a elaborar sus duelos, sus conflictos, sus traumas y legados, a través de una narrativa que desmonta el relato de los caudillos y los centauros de la Venezuela heroica.
Si hay un fenómeno al que le he dedicado décadas de estudio es al del apogeo y el declive del cine épico en el siglo XXI, por medio de análisis, ensayos, una novela digital y un libro escrito en pandemia.
Por tanto, veo en Simón un cuestionamiento de los tropos que se instalaron desde el poder, para afianzar cada una de sus campañas políticas en el contexto de una elección.
El asunto funcionaba como un relojito, cada vez que se anunciaba un sufragio, pues el espectador tenía que padecer un mamotreto audiovisual que lo acompañaba, como Zamora y Miranda regresa.
Así fue que la tendencia acabó por saturar a la audiencia, generar un rechazo en el público y finalmente provocó el hastío hacia la marca del cine nacional, asociado con semejantes proyectos de encargo, mandados a realizar desde cadenas de televisión.
En las antípodas del filón agotado de la Villa del Cine, Simón recupera lo político para el cine venezolano, como una apuesta emocionante que cautiva, deslumbra por sus destrezas técnicas y abriga una luz de esperanza, para la causa de la democracia y la libertad.
Cuenta con dos actuaciones inolvidables: la del impresionante Christian McGaffney en un papel de alto compromiso físico e intelectual, y la de un Franklin Virgüez realmente espeluznante en las botas de un torturador.
No recordaba una escena tan intimidante en el cine venezolano, tan dura y convincente, tan bien fotografiada e interpretada, como la de nuestro “Eudomar” incorporando al fauno, al chivo, al demonio que nos quita el sueño, especie de It criollo que se tragó a una generación que luchó y murió en el asfalto.
La sorpresa la corporiza el influencer Roberto Jaramillo, creador de contenidos y comediante, que ha brindado el debut del año en el cine venezolano. Bienvenido él y el talento que impulsa a Diego Vicentini, en conjunto con la producción de Marcel Rasquin y otros veteranos del patio.
Tengo algunas objeciones en cuanto a guion, subtramas y ciertos deslices. Pero me los reservo para después.
Quiero quedarme con el entusiasmo que despierta Simón y su capacidad de replantear los esquemas del mesianismo y el culto a la personalidad, que nos asedian.
Aparte, trabaja los temas de la diáspora, los traumas y las heridas que no cierran en nuestra búsqueda de emancipación, según una paleta de claroscuros.
El título de Simón no es casual y debe leerse como una revisión crítica del arquetipo de Bolívar en el cine vernáculo. Al mito siempre se le encuadró en el pasado, en una zona de confort, entre la seguridad inofensiva de la pintura decimonónica y un obsoleto cine de época, filtrado por el anacronismo teatral de unos ambientes decadentes e inverosímiles de telenovela cultural, pasada de moda.
El Simón de Vicentini se parece más a un cuento trágico posible, a la realidad de lo que fue Bolívar en el exilio y en su laberinto garciamarquiano, al contundente testimonio de un sueño que devino en pesadilla, como la propia historia de nuestra independencia, que terminó en guerra civil ante el ascenso de innumerables e impresentables tiranos.
Simón pasa de la épica del belicismo, a una toma de conciencia sin épica, que es empezar por reconstruirse a sí mismo, reconocer los errores, perdonar y reconciliarse, pero manteniendo el foco en el objetivo de conseguir reparación, justicia y una oportunidad de seguir adelante.
Por ello, es la película venezolana del año. Y la primera que estrena la oposición en medio de una campaña política, para realzar su gesta, para subir su autoestima golpeada, para rearmarse moralmente.
No es poco mérito.
El cine sana y cumple una función primordial, cuando se hace con entrega.
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