Organizaron un gigantesco espectáculo de luces y fuegos artificiales. Una batería de cañones lanzó 100 atronadores disparos. Desfilaron los militares –los militares son, en realidad, el cuerpo armado del Partido Comunista de China– en una exhibición de impecable sincronía.
Por todas partes desplegaron las banderas rojas con sus dos elementos en amarillo, la hoz y el martillo. Cientos de miles de globos de colores surcaron el aire. Cerca de 70.000 militantes agitaban pequeñas banderas, mientras un despliegue de helicópteros hacía piruetas en el aire. He leído que en la escenificación en la que se representaba la historia del Partido Comunista Chino participaron 10.000 actores, bailarines y figurantes: el más retrasado nacionalismo, pura deformación histórica, convertido en coreografía y efectos visuales.
De todas partes del mundo viajaron centenares de periodistas, invitados por el régimen, que los condujo, bajo férreos controles y una agenda imposible de evadir, a distintas actividades de celebración. El torrente propagandístico alcanzó cada punto de la geografía china. Me refiero, por supuesto, a la celebración de los 100 años del Partido Comunista de China, que el 1° de julio alcanzó su fecha centenaria.
Cuando el dictador Xi Jinping tomó la palabra en la plaza de Tiananmén (la plaza donde fueron masacrados los estudiantes chinos que pedían libertad en junio de 1989) se produjo un silencio absoluto. No se escuchó ni la respiración de una persona. El miedo, que bien podría ser el sentimiento nacional chino, se posó con su atmósfera aplastante, en la enormidad de la plaza. Una vez más. Como todos los días. A cada minuto.
Habló de los éxitos del Partido Comunista Chino. Y, además, lanzó dos expresas advertencias. Una, evidentemente dirigida a Estados Unidos: «El pueblo chino nunca ha abusado de otros países; ni en el pasado, ni ahora, ni en el futuro. Del mismo modo, el pueblo chino nunca permitirá que fuerzas extranjeras abusen de nosotros. Quien albergue esas ilusiones se golpeará y derramará su sangre contra la Gran Muralla de acero formada por 1.400 millones de chinos». Que China no ha abusado de otros países es absolutamente falso: pregúntenle a tibetanos o a uigures, que han padecido la persecución y el cerco y la represión del poder comunista.
La otra advertencia anunciada por el dictador, quizás la más grave e inminente, fue la de someter a Taiwán: «Resolver la cuestión de Taiwán y completar la reunificación de la patria es una tarea ineludible para el PCCh y la aspiración común de todo el pueblo chino». «Nadie debería minusvalorar nuestra determinación y poder a la hora de defender la soberanía nacional y la integridad territorial».
Puede decirse que el despliegue propagandístico, dentro y fuera de China, funcionó: sorprendentemente, en muchos de los principales medios de comunicación del planeta, en los reportajes que se publicaron sobre este aniversario, no se ha dicho ni una palabra del dato más importante de su biografía: que el Partido Comunista Chino es la más grande y feroz maquinaria de la muerte que haya existido en el mundo moderno, y que, en estos 100 años, sus hombres han asesinado a más de 70 millones de personas. Tengo que repetirlo, para que no haya dudas: han acabado con las vidas de más de 70 millones de personas.
Estos crímenes, la gran mayoría de ellos cometidos en procesos de nombres rimbombantes –El Gran Salto Adelante, la Revolución Cultural– se cuentan entre los más desgarradores, extremos y atroces cometidos jamás. A millones se les mató de hambre, solo para complacer los apetitos de ese insuperable psicópata que fue Mao Tse-tung.
De Mao proviene, y esto es fundamental, la política del régimen comunista chino que, salvo matices, ha continuado vigente tras su muerte: la de aplastar a sus enemigos. La de erradicar toda forma de disidencia. La de convertir al Partido Comunista Chino en una especie de religión, ahora consagrada al culto del emperador Xi Jinping, el hombre que gobierna China desde 2012, y que reivindica, no solo al psicópata de Mao, sino también a su maestro ideológico, el también psicópata Vladimir Ilich Lenin.
Cuando se leen los análisis sobre las inversiones que el Partido Comunista de China está haciendo en el Ejército y en el desarrollo de letal y cada vez más sofisticado armamento; cuando llegan las noticias de las brutales campañas de adoctrinamiento a los que son sometidos los escolares del país; cuando los historiadores denuncian la actividad de blanqueo de la historia por parte del régimen, que pretende borrar el historial criminal de los comunistas chinos; cuando se observan sus movimientos en el ámbito de la política internacional, destinados a lograr el dominio político, económico, financiero y hasta territorial en decenas de países en África y América Latina; cuando vemos cómo se persigue a los disidentes taiwaneses, a sus periodistas o a simples ciudadanos que ejercen su derecho a protestar; cuando la comunidad científica internacional denuncia las extrañas muertes y desapariciones de algunos de sus representantes; cuando, a diario tenemos noticias de la proyección del régimen comunista chino en el plano internacional, lo que incluye el apoyo irrestricto de Xi Jinping a Nicolás Maduro; cuando constatamos todas estas realidades, no queda sino preguntarnos: ¿acaso la pesadilla del Partido Comunista de China durará otros cien años más?