Una tumba cavada en una acera, frente a uno de los pocos edificios que todavía quedan en pie tras la implacable ofensiva rusa contra en la localidad de Siversk, en el este de Ucrania, emana una atmósfera apocalíptica.
En Siversk se respira miedo y muerte. Es una zona en medio de los combates. Las tropas rusas están a las afueras del municipio, mientras la artillería ucraniana dispara sin descanso.
Las calles están plagadas de enormes cráteres, los edificios destruidos o ennegrecidos por el fuego, un perro y un gato juegan alrededor de un proyectil incrustado en el suelo.
A través de las ventanas rotas de los primeros pisos de los inmuebles se ven reminiscencias de las vidas que sus habitantes dejaron atrás a toda prisa: alacenas, fotos familiares y sillones volcados.
El sepulcro de Oleksii, que nació el 19 de febrero de 1976 y murió el 30 de junio de 2022, fue cavada rápidamente, junto a un centro de cultura de Siversk. Un pequeño montículo de tierra cubierto con dos barreras de hormigón como lápida.
Allí alguien dejó un ramo de flores amarillas y una inscripción en un cartón con el mensaje: «Descansa en paz, hermano mío, te amaremos, te recordaremos, te lloraremos».
«¿Qué les puedo decir? Estaba sentado ahí frente a su casa, hubo dos misiles y lo mataron instantáneamente», contó Valeri, un vecino de 56 años de edad. Sobre la víctima, no se sabrá nada. No se puede estar más de 15 minutos en el mismo lugar en Siversk.
Los misiles sobrevuelan Siversk
Los misiles sobrevuelan la ciudad, lanzados desde ambos lados, por los rusos y los ucranianos.
A pesar de todo, algunas personas deambulan por las calles en bicicleta o a pie, con esa expresión indescifrable de si están realmente pasando miedo.
«Querría irme, por supuesto, pero tengo una madre de 90 años de edad que me dijo que morirá aquí, no puedo dejarla», relata Olexandre, un hombre de unos 60 años.
«Aquí tenemos nuestra casa, es la obra de toda una vida y no tenemos dinero para irnos», explica Anjela, una mujer de 50 años.
A la salida de los sótanos donde se refugian los civiles que quedaron en esta ciudad, que antes contaba con unos 10.000 habitantes, se instalan braseros para cocinar.
Algunas personas, sin embargo, se fueron. Esperaron el último momento para hacerlo.
La última familia que huyó se marchó en su vehículo cargado con un frigorífico y una bicicleta.
Una bandera ucraniana desgarrada ondea en lo que queda de un edificio ennegrecido por las llamas, probablemente un albergue para trabajadores.
Frente a una casa casi destruida, aparece la ominosa visión de un ataúd de madera vacío, parcialmente destruido. Nadie tuvo tiempo de meter a la persona a quien iba destinado.
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