Dormí cuatro horas. Finalmente, en un lugar seguro. En este pueblo de Rumania al que llegué hoy a las cinco de la mañana después de un increíble viaje de 18 horas en auto desde Kyiv, en el que viví escenas de película, en el que me sentí como en plena Segunda Guerra Mundial.
Dormí sin la pesadilla del ulular lúgubre de la sirena que advertía de un enésimo ataque aéreo ruso, sin la posterior explosión que hacía vibrar todo en Kyiv, ciudad de la que salí ayer por la mañana con sentimientos encontrados. Fue una decisión racional que tomamos junto a mis jefes del diario. Una decisión sufrida, que chocó con lo que me decía el corazón, que era quedarme. Seguir viendo en el terreno qué pasaba, seguir contándole al mundo la vergüenza de una guerra en pleno siglo XXI que demuestra que la humanidad no ha aprendido absolutamente nada. Una guerra que, más allá de los esfuerzos diplomáticos de Occidente -los “buenos”- contra Vladimir Putin -el “malo”, el paria, el loco-, va complicándose con el pasar de las horas llevando a las partes a un peligroso punto de no retorno. Porque, finalmente, el gran aporte de quienes respaldan al bueno de esta película, el presidente ucraniano, Volodimir Zelensky, no es una intervención en el terreno, sino, para no tener culpas, enviarle más armas, más nuevas, más sofisticadas. Y respaldar de afuera una legión extranjera en aumento -se postularon más de 16.000 personas, incluso argentinos (evidentemente es el instinto innato a la pelea del hombre… )-, que ya se está sumando a las fuerzas ucranianas, a los civiles armados, a las fuerzas especiales. Todos quieren defender su país, que se ha vuelto un símbolo de una nueva y peligrosa Guerra Fría, de una invasión brutal, que está provocando miles de muertos, más de un millón de refugiados y una destrucción gigantesca, espantosa.
Tomamos la decisión de salir de Kyiv al degenerar, con el pasar de las horas, la situación, cada vez más caótica e impredecible. Y al no darse más las mínimas condiciones de seguridad para trabajar que hizo que otras decenas de corresponsales de guerra decidieran evacuar ya hace días. Al volverse evidente que, más allá de las negociaciones en curso entre las dos partes, ya no hay vuelta atrás. Que las cartas están echadas y que, antes o después Vladimir Putin, arrinconado, aislado del mundo y cada vez más enfurecido por la resistencia de Ucrania a su diktat de que vuelva a ser un país vasallo de la “Gran Madre Rusia”, jugará al todo o nada.
“No estallaron los vidrios. Pero evidentemente cayó muy cerca”, dijo ayer por la mañana Giovanni, muy tranquilo, corresponsal de guerra italiano con quien hace diez años “tomamos Trípoli”, es decir, cubrimos la caída en Libia de Muammar Khadafi. Una de las coberturas más sangrientas y peligrosas de mi carrera, pero totalmente distinta de esta invasión insensata de Vladimir Putin, la primera gran guerra en Europa desde más de 80 años.
La decisión
Con Giovanni estábamos tomando el último desayuno en Kyiv, en el segundo piso del Hotel Kozatskiy, que se levanta frente a la plaza emblemática plaza Maidan. Un lugar que se había vuelto totalmente inseguro, al estar a tan solo 500 metros de la sede de la KGB ucraniana y a otros 500 de los ministerios, el Palacio Presidencial y demás oficinas gubernamentales, “targets” de la implacable ofensiva rusa.
“Sí, hacés bien. Te conviene irte, Elisabetta”, me dijo Giovanni cuando que le conté que durante la madrugada se me había abierto una ventana de salida, acompañada por una ONG suiza (que prefiere que no se sepa su nombre) que tenía lugar en sus dos camionetas. Al advertir la posibilidad de esa “exit-strategy”, en el diario no tuvieron dudas: había que tomar esa oportunidad y evacuar lo antes posible. Los misiles rusos ya habían intentado atacar la torre de la TV de Kyiv, una central térmica y era evidente que iban por más y más pesado. ¿Cómo seguir con la cobertura si las fuerzas rusas cortan electricidad, comunicaciones, agua y me quedo atrapada en un sitio estilo Sarajevo, sin comida, sin teléfono satelital, sin generador? Había que tomar una decisión, rápido. Y había que salir.
Terminé de empacar mis cosas -aunque en verdad nunca había deshecho mi valija, porque siempre en estos días estaba preparada para salir corriendo-, les pasé a Giovanni y demás colegas con los que estaba moviéndome los víveres que tenían en mi cuarto -latas de atún, grisines, queso parmesano, jamón, salame, manzanas- y llamé a Edward, el taxista de Kyiv del que me hice amiga en un supermercado, que habla inglés, pidiéndole que viniera a buscarme al hotel a las 10:15. La ONG que iba a evacuarme, de hecho, en la madrugada me pasó por WhatsApp la dirección en la que tenía que estar a las 10:30, si es que quería irme con ellos, en un convoy de dos camionetas Volvo.
“No sé qué va a pasar con este fucking loco de Putin”, me decía Edward, cuya mujer e hija ya se encuentra en Alemania. Como tiene 50 años y, debido a la ley marcial, los hombres entre 18 y 60 años deben quedarse y luchar, Edward se quedó. “¿Estás armado? ¿Vas a luchar?”, le pregunté. “Claro, tengo un Kalashnikov en mi casa y cuando lleguen estos hijos de puta también me pondré a disparar”, contestó. Cuando me dejó en la dirección indicada, con Edward, ojos celestes, una de las mejores personas que encontré en Kyiv, nos dimos un abrazo. “Cuídate, seguimos en contacto”.
La salida, entre barricadas y Kalashnikovs
Las últimas imágenes de Kyiv que me llevo son los de una capital vacía, totalmente militarizada, llena de checkpoints, barricadas en los que soldados, civiles con cinta amarilla en el brazo, fuerzas especiales, controlaban a todos. “Pasaporte, acreditación, por favor”.
Una Kyiv nevada no asustada, sino orgullosa, preparada al asalto. Se ven blindados ya apostados, grúas que siguen colocando enormes bloques de cemento, columnas, bolsas de arena, montañas de tierra, lo que se encuentre a mano, para frenar al enemigo.
De hecho, lo que más impresiona en el viaje que, desde Kyiv, emprendo hacia el oeste, hacia la frontera con Rumania, vía Moldavia -un cruce que está menos atascado de desesperados que el de Polonia y que me tomará 18 horas-, es juntamente eso. Como en cada pueblito de la Ucrania rural profunda, en medio de paisajes lindísimos de campos nevados, bosques, lagos y lagunas helados, casitas pintadas y dachas muy pobres, nos encontramos con gente lista a dar batallas. Con decenas y decenas de checkpoints y barricadas en todos lados, siempre. En cada uno hay hombres armados hasta los dientes, la bandera de Ucrania amarilla y celeste flameando y actitud guerrera. Todos están listos para combatir al enemigo. Como son todos agricultores, las barricadas también están hechas con cuadrados de paja, uno arriba del otro, montañas de tierras y troncos de árboles cortados con hachas. Muchos son civiles, campesinos que viven en ese granero de Europa que siempre fue Ucrania, donde se ven muchos silos. Todos llevan Kalashnikovs, escopetas y fusiles de caza al cuello. Controlan ellos también a todos, demorando a las columnas de autos de cientos de miles de refugiados que, también, van escapando hacia la frontera.
“Es que en los primeros días de la invasión se infiltraron muchos rusos y por eso ahora hay tanto control”, explica Pierre, un francés de 25 años de la ONG, que se encuentra al volante de una de dos camionetas. Se ven barricadas en el ingreso de cada pueblo -en una hasta hay un maniquí o espantapájaros con falso fusil vestido de uniforme- y se palpa también la miseria de esta parte interna de esta exrepública soviética, donde se ve mucha gente escapando en sus viejos autos Lada de fabricación soviética. “El contraste entre Kyiv, ciudad capital enorme, moderna, occidental -quién sabe hasta cuándo-, es muy fuerte con el interior, que sigue siendo muy atrasado, muy pobre”, comenta Pierre.
Éxodo bíblico
El éxodo bíblico de miles de personas hacia el oeste continúa -los más desafortunados, con temperaturas bajo cero, están a pie o esperando que alguien los suba a un autobús, o haciendo dedo- y en las estaciones de servicio se ven colas kilométricas de personas intentando cargar nafta, un bien cada vez más escaso. Por suerte mi convoy está más que preparado: tenemos bidones con nafta que, a medio camino, cerca de la localidad de Tetib, ponemos en los tanques a través de una botella de plástico con un pico especial. Algo que me recuerda mi cobertura de la última guerra en Irak (en 2002, tras la invasión de Estados Unidos y demás aliados y la caída de Saddam Hussein, culpable de ocultar armas de destrucción masiva jamás halladas…), cuando ingresamos desde Kuwait a uno de los países con más petróleo del mundo con camionetas cargadas de bidones de nafta, en ese momento inhallable.
Así como era fantasma la Kyiv militarizada de los últimos días, también los pueblos que vamos atravesando lucen impresionantemente vacíos. Sobre todo cuando ya es de noche. No hay luces, no hay alumbrado. ¿Todos se han ido o todos se encuentran ocultos bajo tierra, en sus casas de campo? “La verdad es que hasta en estas zonas hubo ataques… Ya ningún lugar es seguro en Ucrania”, dice otro integrante de la comitiva, aludiendo a los ataques contra objetivos civiles desencadenados por las fuerzas rusas en esta guerra que todos pensaban que iba a ser relámpago y que hoy cumple 9 días.
En algunos pueblos, cada uno con iglesia con campanario estilo cebolla, se ve aún alguna alma en pena intentando sacar plata de un cajero. No hay efectivo porque los bancos han cerrado. ¿Qué hará sin plata toda esta gente que, como nosotros, está escapando a otra parte, que ha dejado sus casas, sus familiares -los ancianos se resisten a ir-, sus vidas de todos los días?
Pánico y tensión
No es fácil ir hacia el oeste. Más allá del congestionamiento debido a la cantidad de gente que huye hacia allá, los camiones militares verdes que van y vienen y los checkpoints, hay muchas rutas y caminos en el medio del campo y es muy fácil perderse. La señal de Internet va y viene en medio de la nada, por lo que también los mapas enloquecen. Trato de ayudar al conductor haciendo de navegador, con poco éxito. En un momento de desorientación total en medio de la campiña, uno de los tantos hombres de la resistencia, armado hasta los dientes, amablemente nos invita a seguirlo para mostrarnos el camino correcto. La amabilidad ucraniana.
También hay un momento de pánico cuando uno de los choferes intenta superar la columna de autos que escapan hacia el oeste. Y, muy nerviosos y agresivos, en un checkpoint de repente unos uniformados con pasamontañas nos apuntan las armas. “Stop, stop, journalist, journalist!” (”¡Pare! ¡Periodista!”). El nerviosismo que reina es tal que los tiros pueden salir en cualquier momento. Mis dos hermanos y mi marido, preocupados, por WhatsApp intentan seguir mi periplo. Cuando hay señal les mando mi posición.
Otro momento de tensión es cuando, de improviso, pasan volando sobre nuestras cabezas tres helicópteros militares, dos verdes y uno blanco, haciendo temer lo peor. “Vuelan muy bajo para no ser detectados por los radares y para evitar las baterías antiáreas”, explica Pierre. Los aparatos lucen bastante modernos. ¿Serán parte de esa ayuda militar que varios países de la OTAN le están dando a Ucrania para combatir a quien consideran aquí el nuevo Hitler, Vladimir Putin?
Es ya de noche, hay tormenta de nieve. La consigna a quienes evacuaban era evitar autopistas. Y el camino es sinuoso, lleno de baches, con escasa visibilidad, resbaladizo. “Casi da más miedo terminar muriendo en un accidente que bajo las bombas”, pienso. Y, en medio del éxodo, de la nevada, del frío, de la noche, la sensación es la de estar en una película en blanco y negro de la Segunda Guerra Mundial. ¿No aprendimos nada? ¿Es posible que todo esto que estoy viendo sea cierto?
Al atravesar estepas desoladas, tristes, donde también se ven de vez en cuando enormes nidos de cigüeñas, también recuerdo la famosa película Dr. Zhivago, con Omar Shariff y Julie Christie.
Cuando avanzamos a paso de hombre y quedamos detenidos cerca de cuatro horas a pocos kilómetros de la frontera con Moldavia. Se ven familias con niños que salen del auto para caminar un poquito, tomar aire, ir a los árboles que hay al costado para hacer sus necesidades, escondidos de las luces de los autos encolumnados.
Mi idea es bajarme del convoy en la localidad fronteriza ucraniana de Mogilev-Posolski, en la frontera con Moldavia, para seguir la cobertura desde ahí. No quiero irme de Ucrania. Puedo cubrir de ahí la otra cara de la hecatombe. Pero es imposible: todos los hoteles están llenos. Es lógico, se trata de un éxodo bíblico, ya hay más de un millón de ucranianos refugiados y seguramente esta cifra dramática se duplicará en pocos días. Impresiona la gente que se va. ¿Volverán algún día a su país hoy en boca de todos, si Putin sigue con su impiadosa lógica de muerte, locura y destrucción total?
Ya ha pasado la medianoche cuando llegamos a Moldavia. “¡Moldavia! Eso solo existe en Tintin”, comenta una de mis amigas del “TeamUCA”, el chat de WhatsApp de mis queridas amigas de la Facultad de Ciencias Políticas. No es el único chat que quiere saber cómo estoy y dónde estoy. Están mis jefes y colegas del diario, otros amigos, familiares, compañeros de trabajo. Todos quieren saber cuándo saldré de zona de guerra y no ocultan que están aliviados al saber que me estoy yendo de ese infierno.
El termómetro marca un grado en Valcinet, pueblo moldavo pegado a la frontera. Se ven carpas blancas con voluntarios listos para recibir refugiados con agua, té caliente, mantas, bolsas de dormir. Es medianoche pasada pero hay movimiento. Paramos a cargar nafta en una estación de servicio. Hace falta urgente un café. No tenemos dinero moldavo, pero llega Nikola, un joven de unos 25 años que dice que él nos invita, que somos bienvenidos. Cuenta que, junto con su madre, está desde hace cinco días ayudando día y noche como voluntario a los miles de desesperados que están llegando de Ucrania, que no solo son ucranianos sino uzbekos, chinos, japoneses, de diversas nacionalidades. “Los habitantes de Moldavia, Ucrania, Rusia, somos todos hermanos… Esta guerra es por culpa de los locos que están en el poder”, asegura.
También aquí es imposible quedarse, no hay lugar en ningún hotel. Lo mejor es seguir hacia Rumania, adonde llegamos poco antes de las tres de la mañana. También en esa frontera hay voluntarios esperando a refugiados con cajas de comida, bebidas, mantas, un té caliente. Harán falta dos horas de viaje más para llegar a Botasani, localidad que se parece a un pueblo del interior argentino, con callecitas de arquitectura colonial mezcladas por edificios de estilo brutalista soviético, donde sí conseguimos hotel. Hay que recuperar fuerzas y, al mediodía seguirermos viaje hacia Bucarest, otras siete horas de auto; en un país que es miembro de la Unión Europea, donde no caen bombas.
Son las cinco de la mañana cuando me apresto a irme a dormir. Me parece raro que puedo hacerlo en pijama. Las últimas siete noches dormí vestida, lista para salir corriendo con mi mochila, computadora, pasaporte y demás pertenencias indispensables.
Reina el silencio y me parece raro pensar que no será roto por el ruido de la sirena antiaérea y el consecuente bombazo.
Pienso en Kyiv.
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