El cementerio de la fronteriza Eagle Pass, con estatuas y arreglos florales, a primera vista luce como cualquier otro. Pero al fondo, unas 40 cruces improvisadas con tuberías de PVC develan la tragedia en el sur de Texas, donde el sueño americano de muchos migrantes termina en tumbas anónimas.
En un mar de lápidas con nombres hispanos, las pequeñas placas rotuladas con «John Doe» -fórmula anglosajona para una persona sin identificación- y una bandera estadounidense clavada en la tierra junto a las rudimentarias cruces, acentúan la paradoja de estos migrantes enterrados sin identificación en el país donde buscaban una segunda oportunidad.
Estados Unidos registró un año récord en su frontera sur con más de 2,2 millones de aprehensiones.
Pero otra marca, desgarradora, redimensiona la tragedia detrás de esta estadística: de octubre de 2021 a agosto, más de 700 migrantes murieron en el intento de llegar a Estados Unidos, 36% más que el año anterior.
«[La travesía] Fue un calvario», dijo Alejandra, una colombiana de 35 años de edad que, sin saber nadar, atravesó el impetuoso río Grande para llegar a Texas. «Pero más miedo daba volver».
Sedienta, y resguardándose del ardiente sol bajo un árbol, Alejandra clamaba por asilo por temor al crimen organizado en Colombia. «Si volvemos, nos matan», dijo mirando a sus tres hijos adolescentes sentados a su lado.
«El enterrador»
Por miedo a ser deportados, muchos siguen a los «coyotes», arrastrando la mortalidad Texas adentro.
A 112 kilómetros de la frontera, el año pasado 119 cadáveres fueron encontrados en el pequeño condado de Brooks, 21% de todas las muertes fronterizas en 2021.
Para evitar a las autoridades en los puestos de control de Falfurrias, principal ciudad del condado, los migrantes se internan en las haciendas y sucumben ante temperaturas de más de 30 ºC, perdidos entre densa vegetación árida y arenas traicioneras.
«Es mortal ahí afuera», dice el sheriff Urbino Martínez. Conocido como «Benny» en Falfurrias, fue apodado de «El enterrador» en Washington.
«Comenzamos a registrar los cadáveres encontrados desde 2009», dijo señalando veinte gruesos volúmenes, donde su departamento archivó las informaciones de 913 casos.
«Yo multiplicaría eso por 5 o 10, para considerar los cuerpos que jamás vamos a encontrar», dijo el sheriff que el año pasado inauguró una morgue móvil.
Las carpetas están rotuladas como «restos humanos», y algunas fotos hacen justicia a la leyenda mostrando apenas torsos, cráneos o unos huesos.
«Con este calor, un cuerpo se descompone completamente en 72 horas. Y los animales destruyen lo que queda. Javalíes, ratas, lo que sea que esté allá afuera los destroza», dice el sheriff, de 66 años, en su oficina. «Hemos encontrado huesos hasta en cuevas de ratas».
La mañana que recibió a AFP, Martínez volvía de recuperar un cadáver, elevando el saldo a 80. «Es menos comparado con [los 119 de] 2021. ¡Pero 80 son 80 de más!».
«Te pasa factura, no solo física pero mentalmente».
Sin identificación
«La causa más común de muerte es insolación o deshidratación», explicó la forense Corinne Stern, a cargo de la principal morgue en el sur de Texas.
«Hasta cinco años atrás, la frontera ocupaba 30% de mi tiempo. Ahora, 75%», dice la médica, de cuyo cuello cuelga un collar con el carácter en hebreo para «vida».
En la recepción de la morgue un cuadro reza «Dejad a los muertos enseñar a los vivos».
Adentro, una pizarra lista de decenas de «John Doe» y «Jane Doe». «Más del 95% de los casos fronterizos que recibimos no tienen identificación», dijo Stern.
El recinto es impecable, pero el olor a descomposición es insoportable, penetrando a través de la máscara.
«El año pasado tuvimos unas 296 muertes relacionadas con la frontera. Este año vamos en 250», prosigue después de analizar un cuerpo, aún con ropa, pero reducido a huesos, casi sin piel ni órganos.
La «paciente» llevaba una pequeña mochila verde oliva. Cuando la doctora la levanta, caen dos chupetas de envoltorios brillantes y coloridos que desentonan escandalosamente con el ocre terroso que impregnó la ropa y los huesos.
Para intentar identificarla, se extraen muestras de ADN, pero por ahora será rotulada como otra «Jane Doe».
«¿Dónde está mi esposa?»
En 2013, un año después de que 129 cadáveres fueran encontrados en Brooks, Eduardo Canales fundó el Centro de Derechos Humanos del Sur de Texas.
El exsindicalista instaló estaciones de agua en las entrañas de varias haciendas para evitar que los migrantes se intoxicaran con los bebederos del ganado.
Canales, de 74 años, abastece los barriles azules de plástico que tienen coordenadas de localización y un número telefónico para pedir ayuda.
Pero cuando comenzó a recibir llamadas de familiares buscando a seres queridos desaparecidos tras cruzar la frontera, decidió ampliar su trabajo.
«Para mí lo más importante es que las familias puedan cerrar el ciclo», dice con frustración.
«Las familias no dejan de buscar, nunca desisten. No dejan de preguntarse ¿dónde está mi esposa? ¿mi hermano? ¿mi hija?».
Muchos fueron enterrados anónimamente en el cementerio de Falfurrias, pero una articulación con la Universidad Estatal de Texas y autoridades permitió exhumar decenas de cadáveres e identificarlos gracias a huellas dactilares o ADN.
El esfuerzo ha reducido las tumbas anónimas en Brooks: de los 119 migrantes encontrados en 2021, 107 fueron identificados.
«Pero muchos más mueren y desaparecen sin que nunca los encontremos», dice Canales señalando al mar de arbustos en vuelta. «Aquí lo único constante es la muerte».