Nunca ha gobernado en España un presidente sin haber ganado unas elecciones generales, salvo el efímero acceso de Pedro Sánchez a la Presidencia mediante una moción de censura espuria. Esa tradición no escrita obedece a un profundo sentido democrático que no debe ser derribado por la aritmética parlamentaria. Y tampoco puede hacerlo en esta ocasión.
Porque Alberto Núñez Feijóo y el PP han ganado en las urnas, con un salto espectacular de diputados con respeto a 2019, y una diferencia sensible sobre el PSOE, que ha perdido con nitidez y necesita de una infinidad de pactos, a cual más nefando, para mantener a Sánchez en la Moncloa.
Porque a las alianzas con Sumar, ERC y Bildu, ya conocidas y de efectos muy perniciosos, debería añadirle una con Junts que convertiría a un prófugo como Carles Puigdemont, cabecilla de un golpe contra la Constitución y separatistas irredento, como la persona clave para investir a Sánchez.
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Es decir, el PSOE debería someterse a otro personaje tan siniestro como Oriol Junqueras o Arnaldo Otegi para mantenerse en el poder, expuesto a todos los chantajes que sus patrocinadores quisieran. Incluida, sin duda, la fractura de España en un nuevo procés impulsado tristemente desde el propio Gobierno.
Que Sánchez se plantee siquiera esa posibilidad, y sin duda lo hará, da cuenta de su escasa altura política y demuestra, una vez más, que siempre antepone sus objetivos personales a los intereses de la nación, en un caso único en Europa. Porque nadie asumiría las hipotecas que el líder socialista ha asumido en esta legislatura con tal de sobrevivir, y mucho menos las aumentaría para seguir en el cargo.
En ese sentido, ha acertado Feijóo al reivindicar su derecho a gobernar y a pedirle al resto de partidos constitucionales que permitan su investidura, ante la evidencia de que su alternativa es convertir la Presidencia en un órgano intervenido por Bildu, ERC y Junts, además del neocomunismo de Sumar.
Que la victoria del PP no haya sido tan rotunda como presagiaban las encuestas y no le permita alcanzar la mayoría absoluta ni pactando con Vox no significa que haya una alternativa mejor. No lo es otra coalición Frankenstein reforzada por un nuevo socio cuyo líder está pendiente de juicio y reclama el inexistente derecho a la independencia de Cataluña.
Quizá con otro PSOE esa opción podría plantearse, pero no con el de Sánchez, lo que dejaría al país sumido en un bloqueo tendente a la repetición electoral el próximo invierno o en una coalición de enemigos de España con una capacidad insólita de extorsión.
Reflexión aparte merece el resultado en sí mismo, muy por debajo de las expectativas demoscópicas de las últimas semanas y del propio resultado de las elecciones autonómicas y municipales del pasado 28 de mayo. En menos de dos meses, el barrido de aquellos comicios ha dado paso a una victoria pírrica, con el PP lastrado por la movilización del sanchismo y Vox agarrotado.
Aun con ese paisaje, Feijóo ha vencido y Sánchez ha perdido, aunque a efectos prácticos el segundo se sienta más cerca de reeditar en el cargo. Y eso es algo que España no se puede permitir: o gobierna el PP, o debe consultárseles de nuevo en diciembre, aunque mientras haya que prolongar la parálisis sectaria de un presidente que no ha ganado pero tampoco ha sido derogado, como se pretendía.
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