juliane Diller avión

Con tan solo 17 años de edad, Juliane Diller, conocida también como Juliane Koepcke, terminó en medio de la selva. El avión en el que viajaba de Lima a Pucallpa, Perú, se partió en dos a causa de un rayo y ella cayó desde más de 3.000 metros de altura.

Un total de 92 pasajeros, incluida su mamá, y 6 miembros de la tripulación perdieron la vida el 24 de diciembre de 1972.

Juliane fue la única que sobrevivió, pero tuvo que afrontar la soledad de la selva en busca de ayuda.

La noche de Navidad en medio de una tragedia

El vuelo 508 de la aerolínea Lansa partió antes de la víspera de Navidad de 1972.

Juliane, según contó en su libro Cuando caí del cielo, iba a Panagua, un centro de investigación que presidían sus padres biólogos, María Koepcke y Hans-Wilhelm Koepcke.

Ella y su mamá, quien le tenía miedo a volar, ocuparon la penúltima fila de la aeronave.

El recorrido tendría duración de una hora, pero al cabo de treinta minutos el cielo se oscureció y se adentraron en la tempestad climática.

“El piloto no se desvió de la tormenta, sino que voló de frente y se internó en aquella caldera infernal. En pleno día se hizo de noche a nuestro alrededor. Procedentes de todas direcciones, los rayos cruzaron el espacio sin cesar”, escribió la sobreviviente en sus memorias.

Al interior del avión reinó el caos. La potente turbulencia hizo que todo se moviera continuamente. Las maletas rodaban y los pasajeros gritaban.

“Esperemos que esto tenga buen final”, le dijo María a su hija. Sin embargo, segundos después un rayó impactó la aeronave y una luz blanca los cegó.

“Ahora se acaba todo”, expresó María.

La joven Juliane todavía tiene los recuerdos de haber caído y escuchar los quejidos de los demás en medio de la oscuridad.

No obstante, una vez en tierra, quedó inconsciente durante horas.

El camino para sobrevivir

Despertó en su silla, con el cinturón de seguridad abrochado, en medio de la vegetación del Amazonas peruano. No había nadie a su alrededor; su mamá ya no estaba.

“Jamás olvidaré el cuadro que tengo al abrir los ojos: las copas de los gigantescos árboles de la selva y una luz dorada que hacía brillar todo lo verde en tonalidades diferentes”, aseguró.

Con la dificultad para ver, pues sus gafas también desaparecieron y tenía un ojo hinchado, notó que ya era la mañana del 25 de diciembre. La Navidad la había tomado con dolores, fracturas, raspones, confusión y desespero por saber qué había sucedido.

De acuerdo con su relato, se preguntó si se trató de un milagro el estar viva tras caer de una altura de 3.000 metros.

Aun así, le faltaba sobrevivir a la selva. Pero gracias a los conocimientos y experiencias que le inculcaron sus padres, caminó para encontrar comida y pozos de agua.

“En mi caminata solitaria de 11 días de regreso a la civilización, me hice una promesa. Juré que, si seguía viva, le dedicaría mi vida a una causa significativa que sirviera a la naturaleza y la humanidad”, puntualizó la mujer, tiempo después, en charla con el diario The New York Times.

Incluso trató de encontrar los restos del avión o sobrevivientes. Por tanto, gritó con insistencia: «¡Hola!, ¿hay alguien aquí?». Nadie respondió a sus llamados.

El agua para encontrar vida

Su padre, que estaba en Panagua, le había dicho alguna vez q si se perdía en la selva solo debía encontrar una corriente de agua y seguirla para encontrar personas.

Ella la buscó también y trató de oír señales de grandes arroyos. No obtuvo resultados.

Al cuarto día de caminata, el reloj que llevaba y la había ubicado temporalmente detuvo sus manijas. No se acomplejó y continuó el camino hasta que unos pájaros la alertaron de la presencia de dos cadáveres. Creyó que uno de ellos era el de su mamá.

“Tomé un palo pequeño y con él giré un poco un pie, de modo que se pudieran reconocer las uñas. Estaban pintadas, doy un suspiro de alivio: mi madre jamás se pintó las uñas”, afirmó en su libro de memorias.

Juliane, mientras recorrió las entrañas de la selva peruana, oyó aviones de rescate y eso la llevó a darse prisa. Entretanto, su padre a cientos de kilómetros de allí estaba desesperado y les escribía cartas a sus familiares.

“Ha transcurrido ya una semana y aún no encuentran el avión”, se lee en una de las misivas que redactó  Hans-Wilhelm Koepcke.

Su hija, afortunadamente, encontró un arroyo y sin pensarlo nadó en él. Salía para caminar al borde del caudal cuando veía caimanes u otras especies que podrían atacarla.

Así transcurrió hasta el día número diez, cuando llegó a un pilón de arena y piedras.

«Soy una chica que se ha caído con el Lansa»

Vio pisadas en el pasto; las siguió con emoción hasta que divisó una cabaña donde reposaban algunas herramientas que daban rastro de taladores de árboles. Allí pasó la noche.

Solo hasta el día siguiente unos hombres llegaron y la miraron con asombro.

“Soy una chica que se ha caído con el avión de Lansa. Mi nombre es Juliana”, les dijo en español para que la comprendieran.

Beltrán Paredes, Carlos Vásquez y Néstor Amasifuén la socorrieron, le limpiaron las heridas y la llevaron a un puesto de salud. Se encontró con su padre y la preocupación mermó.

Los medios de comunicación del momento calificaron su historia como asombrosa y trataron de encontrar el porqué no había muerto como los demás pasajeros.

Las hipótesis ahora incluyen que su puesto en el avión, la forma como cayó y los árboles frondosos que contuvieron el golpe le salvaron la vida.

“La selva forma parte de mí tanto como el amor que siento por mi esposo, la música de la gente que vive a lo largo del Amazonas y sus afluentes, y las cicatrices que conservo del accidente aéreo”, comentó a The New York Times.

Juliane Koepcke se dedicó a velar con su padre por el Amazonas de Perú. De hecho, según el medio, logró que las autoridades del país delimitaran zonas para la guarda de la vegetación y reforestación.

Ahora tiene 67 años. Vive en Múnich, Suiza, y se jubiló recientemente de la Colección Estatal de Zoología.

Los únicos padecimientos que le quedaron fueron dolores de cabeza frecuentes a causa de una dislocación de las vértebras cervicales.

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