Columbine, Parkland, Baltimore. Los nombres de estas ciudades suenan a muerte, a docenas de personas asesinadas en tiroteos. En Estados Unidos, el país más fuertemente armado del mundo, mueren 36.000 personas al año por armas de fuego.
Pero los muertos en tiroteos masivos, crímenes violentos o suicidios no son las únicas víctimas. Son muchos más los heridos. Luego que se disipa el interés de los medios, ellos siguen sufriendo físicamente y luchando durante años contra sus demonios psíquicos.
AFP habló con tres de ellos.
La primera masacre escolar de Estados Unidos
Kacey Ruegsegger escuchó una serie de golpes secos fuera de la ventana de la biblioteca de la secundaria Columbine donde estudiaba. Miró hacia la ventana, pero no prestó atención.
Ninguno de los demás estudiantes le dio importancia tampoco.
Era el año 1999. Su banda favorita, NSYNC, sonaba continuamente en las radios, internet todavía era una conexión telefónica y nadie había oído hablar de tiroteos escolares.
No se suponía que ella estuviera allí ese 20 de abril. Normalmente iba a almorzar con una amiga, pero ese día no la encontró y se fue a la biblioteca. Minutos después, entró una profesora gritando a todos que había unos estudiantes armados.
“El pánico en su voz nos dejó bien claro que esto era real, que teníamos que escondernos”, dijo Kacey en su casa en Raleigh, Carolina del Norte, donde vive ahora con su marido y sus cuatro hijos.
Kacey se metió debajo de un escritorio, puso una silla delante de ella y esperó, creyendo que había encontrado un buen escondite.
Se equivocó.
“Mató al muchacho que estaba escondido detrás de mí, me apuntó y me acuerdo haber escuchado el disparo que me golpeó”, cuenta.
La bala entró por la parte posterior de su hombro derecho y salió del otro lado. En ese momento ella estaba tapándose los oídos, así que también le atravesó la mano.
Una docena de estudiantes y un profesor murieron ese día a manos de dos jóvenes que luego se suicidaron, en lo que fue el primer tiroteo escolar de Estados Unidos. Desde entonces, se ha desatado una oleada de imitadores que continúa.
Para Kacey, fue el principio de una odisea que hasta ahora ha significado una docena de cirugías.
Las primeras semanas en el hospital las vivió en estado de aturdimiento mientras la prensa giraba en torno a su familia. Pero ella recuerda un lado positivo: el mar de tarjetas y mensajes que recibió de todas partes del mundo y una visita de NSYNC. Fue un sueño hecho realidad, aún en tiempos difíciles.
Estuvieron a punto de amputarle el brazo derecho, pero los médicos lograron salvarlo gracias a la donación de un hueso de un cadáver.
Los resultados no son perfectos. Su movilidad es limitada, los hombros son ligeramente asimétricos y las cicatrices son visibles. Kacey todavía siente dolor, aunque su intensidad va y viene. Y en algún momento necesitará otro donante de hueso.
El injerto le permitió seguir una breve pero satisfactoria carrera como enfermera oncológica, aunque tuvo que abandonar su trabajo cuando su médico le dijo que corría el riesgo de perder el brazo por exceso de uso.
Las heridas físicas fueron dolorosas y limitantes, pero el trauma que dejó el ataque ha sido aún más debilitante.
Los meses que siguieron al tiroteo durmió en el piso del cuarto de sus padres. Durante la siguiente década siguió padeciendo intensos episodios de estrés postraumático.
“El sonido de petardo de un coche podía producirme un ataque de pánico; alguien vestido todo de negro podía desatar un ataque de pánico”, dice.
“Si estaba en una tienda y alguien entraba de golpe, por cualquier razón, eso me desataba un ataque de pánico. Tenía que irme, volver a casa, y el día estaba arruinado”, cuenta.
Lentamente, con la ayuda de su marido Patrick, fue capaz de superar el miedo y escribió un libro titulado “Sobre mi hombro”, donde a través de su experiencia ayuda a otros a superar el trauma. También se ha dedicado a dar charlas motivacionales.
En uno de sus eventos, alguien le preguntó si sentía que la donación fue lo que le salvó la vida.
“Mi respuesta inicial fue ‘no, no me salvó la vida’, porque médicamente no lo hizo”, cuenta a la AFP. Pero, al reflexionar más sobre ello, cambió de idea.
“Gracias a la donación no fui amputada a los 17 años, puedo rodear con mis brazos a mis hijos. Eso salvó completamente mi calidad de vida, lo que para mí significa que me salvó la vida”, dice.
El “Iron Man” de Parkland
Irónicamente, los Borges salieron de Venezuela por la incertidumbre política y la criminalidad rampante. En su última migración, llegaron al sur de Florida en 2014, cuando Anthony tenía 12 años.
Cuatro años después, un joven abrió fuego en su escuela en Parkland, al norte de Miami. Dejó 17 muertos y 17 heridos. Anthony recibió cinco disparos, uno en la espalda, otro bajo la axila y tres en una pierna.
“Uno luchando por salir [de Venezuela] para mejorar y viene a pasarle esta desgracia a uno”, dice Anthony, que cumple 17 años en noviembre.
Después de recibir el tiro en la espalda, Anthony pudo entrar al salón de clase donde se refugiaban 20 compañeros. Con su cuerpo mantuvo la puerta cerrada. El atacante disparó a través de ella y le pegó las otras cuatro veces. Luego renunció y siguió camino.
Porque así salvó a sus compañeros, ahora lo apodan “Iron Man”.
“Yo la verdad no me siento como un héroe, no, sino una persona normal”, dice.
Aparentemente inmune al calor del verano subtropical de Florida, lleva un suéter Nike que se levanta sin protestar para mostrar sus cicatrices.
Cruzan su torso como un crucigrama.
“Por ahora todo va bien, está todo mejorando. Fue bien difícil, dos meses acostado…”, relata.
Después de 13 cirugías y meses de fisioterapia, ya ha recuperado la movilidad en todo el cuerpo excepto en un pie. Aún no puede mover los dedos y tal vez necesite otra operación.
“A veces tengo sueños”, cuenta, hablando de las pesadillas que siguieron al tiroteo. “No tantos como antes, pero sí sueño. Y a veces me dan dolores en las piernas, en la espalda. Cuando camino”.
Dice poco y, cuando lo hace, parece que hablara consigo mismo.
“Todo esto lo ha puesto más callado y reservado”, comenta su padre, Royer Borges, un administrador de propiedades.
Pero Anthony sonríe y sus ojos se animan cuando se le pregunta por la visita que hizo en marzo de este año al Camp Nou de Barcelona, adonde había sido invitado por el Barça cuando aún convalecía. Dice que esa promesa lo ayudó a mejorar.
Anthony siempre quiso ser jugador profesional. Cuando ambos dieron su primera conferencia de prensa tras salir de la clínica, el padre dijo que el pistolero había truncado el sueño de su hijo. Aún no se sabía si perdería la pierna.
Pero todo salió bien. Ahora puede jugar fútbol con sus amigos y pronto volverá a entrenar con su coach brasileño.
Pero a los Borges no se les va el miedo. Anthony y su hermano menor no han vuelto a la escuela y están completando su educación en casa.
“Prefiero quedarnos en la casa y no pasar ese susto tan grande”, indica el padre.
Los Borges están demandando a las autoridades del condado por no haber protegido a los estudiantes de un ex alumno que ya había demostrado inestabilidad mental.
Cuando los litigios terminen, la familia quiere irse a Europa.
Anthony no ha sido parte del movimiento contra las armas que surgió en su escuela tras el tiroteo. Su padre, conservador y cristiano, opina que “por ahí no va la cosa”, sino que pone el foco en la salud mental.
Cuenta que se enteró por Instagram del tiroteo de El Paso. “Sentí algo feo, porque sé la experiencia, sé cómo se siente”, dice.
Una pelea que cambió su vida
Ocurre en todas partes: dos hombres jóvenes inician un altercado en una fiesta, normalmente por un asunto trivial, y terminan confrontándose físicamente.
Pero en la ciudad de Baltimore, una de las más mortíferas de Estados Unidos, estas peleas pueden terminar en un aluvión de balas.
Bastó una para que la vida de Antonio Pinder estuviera en adelante definida por un dolor insoportable.
Era 2007 cuando Antonio, que entonces tenía 19 años, salió con su tío Lamont para recoger a su madre en una fiesta.
Adentro, Antonio comenzó a hablar con otro joven y poco después se desató una discusión.
Lo siguiente que supo es que una bala había abierto un hueco en el lado izquierdo de su torso y que él corría por su vida.
“Corrí por el callejón tratando de escaparme, con un agujero en el cuerpo”, dice. Colapsó en los brazos de un primo que vino a ayudarlo y pensó que moriría.
Ahora de 31 años, Antonio es alto y musculoso. Lleva una gorra de béisbol, camiseta blanca y shorts.
Pero su apariencia saludable esconde una lucha médica que lo mantuvo alejado del mundo laboral durante años y destruyó su autoestima.
Al atravesar su cuerpo, la bala destruyó la mitad de sus intestinos. Aún así, cuando se recuperó de su primera cirugía, inicialmente pudo volver a su trabajo de instalador de mármol y granito.
En 2015 le pusieron una malla en una hernia que cambió su suerte. Actualmente Antonio quiere demandar al médico que la colocó, porque lo culpa de infecciones recurrentes y de haber aumentado su dolor.
Además de eso, ha sufrido tres obstrucciones intestinales que requirieron hospitalización.
“Todo el día, todos los días, siento dolor. Cuando voy a dormir, cuando llueve. Estoy siempre en cama, siempre saliendo y entrando del hospital”, dice.
Esto también lo obliga a comer poco y evitar muchos tipos de comidas como carnes rojas; o de lo contrario puede pasar horas vomitando y sufriendo aún más dolor.
Su actual médico le dijo que su cuerpo no puede soportar una jornada completa de trabajo y ahora debe buscar la forma de proveer un sustento para su novia y sus seis hijos.
“Siento que los estoy abandonando como padre”, comenta.
Su tío y amigo Lamont Medley le da apoyo. Es un ex convicto que también ha sufrido heridas de bala y de cuchillo y que ahora se ha reconvertido en mediador en asuntos de violencia. Ambos están convencidos de que los problemas de la ciudad no terminarán mientras siga habiendo armas en las calles.
Entretanto, el atacante de Antonio ya salió de prisión.