Pedro Sánchez ha vuelto a perder unas elecciones, con un resultado que se agrava por la caída de todos sus socios de gobierno o investidura y se remata por el hundimiento de la izquierda en toda Europa, superada amplísimamente por opciones que van desde el centro hasta la derecha más conservadora, tildada de «fascista» con poco aprecio por la realidad social que la impulsa, digna de un análisis más elevado.
La victoria del PP es clara, en España aunque por menos diferencia de la esperada, y la del bloque de opciones liberales y conservadoras muy rotunda: los socialistas ganaron los últimos comicios europeos por trece puntos y ahora los han perdido por casi cuatro, en el mano a mano con los populares, y por cerca de ocho, si se acepta la dinámica de bloques enfrentados que el PSOE utiliza cuando le conviene.
Lo cierto, en todo caso, es que Feijóo ha vuelto a derrotar a Sánchez, cuyo resultado podía haber sido peor de no haber concentrado, probablemente, el voto prestado de una parte de la izquierda radical, movilizada por ese llamamiento plebiscitario a defender al «Gobierno de progreso», y de paso a Begoña Gómez, de la presión democrática de la oposición, de la crítica razonada de una parte de la prensa y, por supuesto, de la imprescindible respuesta judicial al cúmulo de escándalos protagonizados por los socialistas.
Subir nueve escaños y cuatro puntos, mientras el PSOE pierde un escaño pese a que había siete más para España, es un gran resultado que potencia al jefe de la oposición y debilita al actual presidente del Gobierno, un perdedor sistemático que sustenta su éxito en la propaganda, el apaño y la mentira.
El ligero amargor que deja una victoria nítida pero no abrumadora, como merecía un proyecto sustentado en el nepotismo, la corrupción y la amnistía; no debe restar valor al resultado ni orillar las consecuencias que tiene para un Gobierno que ya estaba intervenido y fragmentado y ahora es, definitivamente, un barco a la deriva.
Porque la caída de Sumar y el resurgimiento de Podemos garantiza una batalla de radicalismos y presiones para Sánchez. Y la irrelevancia del separatismo catalán o vasco les obliga a acelerar sus extorsiones al líder socialista, que tendrá que atender las exigencias de todos sus socios o aliados, por impúdicas que sean, para mantenerse a duras penas en el poder.
Puede y debe reflexionarse sobre cómo es posible que Sánchez logre un apoyo del 30 % con su mujer imputada, su hermano investigado, su partido implicado en una trama de corrupción inmensa y su propio futuro vinculado al de los enemigos declarados de la España constitucional. Y es muy probable que la respuesta esté en el régimen clientelar que el PSOE ha ido imponiendo, intercambiando dádivas por votos en segmentos poblaciones dispuestos al cambalache o convencidos, con una mezcla lamentable de sectarismo e ignorancia, de que han de ayudar al líder mesiánico en su cruzada absurda contra la ficticia «Internacional ultraderechista».
Pero nada de ello borra la evidencia del fracaso electoral del sanchismo, del retroceso global de la izquierda y de la existencia de una verdadera «mayoría social» alejada del puzzle artificial generado por el PSOE para alcanzar y mantener un poder que las urnas no le conceden.
Quien ha apostado por la dinámica del choque de bloques es Sánchez, para romper todo atisbo de entendimiento con el PP y, a la vez, justificar su suicida política de alianzas y estigmatizar la de su gran rival. Pero si no queda más remedio ya que aceptar ese terreno de juego, que al menos sea para explorarlo hasta el final.
Porque si el PP y Vox representan mejor, sin duda, la opinión más hegemónica entre los españoles, hay que esperar que aprendan a traducirla en mayorías parlamentarias sólidas, respetuosas con los votos reales y contundentes en su tarea conjunta de frenar los despropósitos de Sánchez y de los compinches que negocian y se reparten el Estado de Derecho en un vulgar cambalache ajenos a los intereses, expectativas y necesidades de España.
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