valle de tangi

En el valle de Tangi, en medio de las montañas afganas, Ismail Ashuqullah, de 25 años, lamenta no haber tenido tiempo de cometer un atentado suicida para «vengar el Corán» cuando la guerra estaba en su apogeo en esta región orgullosa de sus mártires.

«Cuando mis superiores me informaron que tenía que unirme al batallón (de candidatos a atentados suicidas), me puse feliz de que Dios me hubiese elegido. Sentí mucha alegría», dice con una voz suave Ismail, que tiene los ojos delineados con kohl.

En la gran habitación destinada a los invitados, cubierta de alfombras y almohadones, el joven esposo que recibe a un equipo de la AFP en presencia de su padre -un granjero- y agentes de inteligencia talibanes explica que combatió durante ocho años con los insurgentes para expulsar de Afganistán a los estadounidenses y sus aliados de la OTAN.

Dos años antes de la retirada de las tropas extranjeras y el regreso de los talibanes al poder en agosto de 2021, tras dos décadas de guerra, se sumó a las filas de candidatos a mártir, pero no fue elegido por los responsables del batallón para entrar en acción.

«Hacía la yihad, pero no me satisfacía. Pensé entonces que tenía que llevar a cabo una operación contra ellos que pudiese satisfacer los corazones de los musulmanes del mundo entero y el mío también», cuenta Ismail desde el Valle de Tangi, que se niega a dar más precisiones sobre las condiciones de su reclutamiento.

En el islam, aquellos que hacen la yihad -que va de la defensa de su fe a la devoción- son recompensados con un lugar especial en el paraíso y honran a su familia. Los comandantes talibanes explicaron a sus kamikazes que los atentados suicidas constituyen el punto culminante de la yihad, un concepto muy cuestionado por la inmensa mayoría del mundo musulmán.

El valle de Tangi, donde viven unas 22.000 personas, permaneció en gran parte bajo control de los talibanes a lo largo de toda la guerra, a raíz de su posición estratégica a unos 70 kilómetros de la capital Kabul.

«Locos de amor por Alá»

En esta franja verde rodeada de altas cumbres áridas, los soldados estadounidenses establecieron un campamento entre 2009 y 2011. Instalados no lejos de rudimentarias casas de adobe, fueron blanco de los rebeldes talibanes de manera continua. En agosto de 2011, un helicóptero estadounidense fue derribado por un disparo de cohete y sus 38 ocupantes murieron.

Al mismo tiempo, las fuerzas extranjeras efectuaban regularmente ataques aéreos nocturnos. Los operativos de los soldados en las casas donde dormían las mujeres, en desprecio de las normas culturales locales, alimentaba el rencor de los habitantes.

«No teníamos armas para rivalizar, entonces juzgamos que era bueno equiparnos de explosivos y entrar en los lugares que albergaban infieles para romperles la mandíbula y reducir a cenizas sus huesos», dice otro candidato a suicida en la región del valle de Tangi, Abdul Wahab Siraj, de 25 años, interrogado por la AFP.

«Estábamos tan locos de amor por Alá que la vida no tenía ninguna importancia para nosotros», continúa Abdul, que afirma seguir estando dispuesto a cometer un atentado suicida si sus jefes se lo pidiesen, y que actualmente trabaja como policía.

El sacrificio final obedece a una estrategia desarrollada por los talibanes y que consiste en hacer creer a los hombres jóvenes que son «especiales y superiores al resto de la sociedad, incluyendo los otros talibanes», analiza Michael Semple, profesor en la Queen’s University de Belfast.

El hijo del actual jefe supremo de los talibanes, Hibatullah Akhundzada, cometió un atentado suicida, por citar un ejemplo.

«Durante la fase de adoctrinamiento (…), son alentados a creer que este mundo en el que vivimos hoy en día no tiene importancia y que la gloria está en el martirio», agrega este especialista en cuestiones afganas.

Civiles afganos, principales víctimas

Elemento clave de la campaña de los talibanes, inspirada de Al Qaeda, el atentado suicida goza de una fuerte repercusión mediática. Los blancos eran principalmente combatientes extranjeros y tropas afganas, así como también políticos.

Sin embargo, «hay que recordar que las principales víctimas son los civiles afganos», subraya Michael Semple.

Según un informe de la misión de la ONU en Afganistán, el año 2019 registró el récord de civiles afectados por atentados suicidas cometidos por los talibanes, con 1.499 víctimas, de las cuales 165 murieron. Esto sin tener en cuenta el impacto psicológico que provocan al sembrar el terror en la población, dice la organización.

«Cuando un kamikaze concretaba su objetivo, no solo yo sino también todos mis amigos nos decíamos que nos hubiese gustado haberlo hecho y que no era suficiente, que se podía hacer mejor», comenta Ismail, sin ningún remordimiento por los civiles muertos. «Era su destino», dice de ellos.

Ismail lamenta no haber sido «elegido por Dios» para morir en un carro bomba como era su deseo.

Se consuela con el triunfo de los talibanes y la satisfacción del restablecimiento de un Ministerio de Prevención del Vicio y Promoción de la Virtud y de la prohibición de la música.

«Es evidente que el papel de los ‘Isteshhadi Mujahideen’ (autores de atentados suicidas) fue preponderante para defender el país y sus valores», asegura Bilal Karimi, portavoz adjunto del gobierno, consultado por la AFP. «Los afganos no querían la guerra», agrega.

Deseo de venganza

En un pueblo vecino en el Valle de Tangi, Mir Aslam Amiri, de 60 años y que combatió en la invasión rusa (1979-1989), también dice estar orgulloso de que su hijo de 20 años Najeebullah se haya ofrecido a Dios para combatir a los infieles, cometiendo un atentado en Kabul en 2014 que dejó una decena de víctimas.

Cuando su hijo, que frecuentaba una madrasa (escuela coránica) obtuvo su primer diploma, dice haberlo incitado al martirio. «Nunca lo vi tan feliz» como el día que partió de casa para efectuar su misión, asegura este padre.

Su madre también recuerda la detención de Najeebullah por parte de los estadounidenses cuando era adolescente en la granja familiar. «Lo golpearon y torturaron. Entonces juró que no los perdonaría y que iría hasta el sacrificio por Alá, incluso 20 años más tarde», cuenta.

Preocupado por efectuar bien el operativo, el joven preparó él mismo su chaleco con explosivos para garantizarse que funcionaría el día D, precisa el padre.

Un poco más tarde, Mir Aslam Amiri supo de la muerte de su hijo e informó a su mujer.

«Le dije: ‘Felicitaciones, tu hijo murió como mártir. Dios le acordó el éxito», recuerda Aslam, que alentó a su otro hijo a seguir el mismo camino, aunque este no pasó a la acción.

Ocultando su rostro bajo un largo velo blanco, Amina, que permanece a distancia, lucha por contener sus lágrimas: «Estoy muy orgullosa de lo que hizo a una edad tan temprana. Partió con mi acuerdo, pero su recuerdo me afecta mucho. Hemos vivido momentos muy difíciles».


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