«Guerreros», repiten las madres, hijos guerreros que han aguantado largas caminatas, hambre, sed, calor, picaduras de insectos, superar ríos y cerros, para sobrevivir a la selva del Darién en su ruta hacia Estados Unidos.
Recién salidos de esta selva que hace de frontera natural entre Colombia y Panamá, los migrantes llegan hasta la conocida como Quebrada del León, donde les esperan piraguas de indígenas que los descenderán por el casi seco río Tuquesa hasta Bajo Chiquito, una pequeña población emberá donde podrán descansar.
«Mis dos hijos, unos guerreros totalmente, han aguantado lluvia, frío, sol, han dormido en piedras, a la intemperie, en la selva… hemos pasado todos los riesgos del mundo», afirma a EFE la venezolana Daiana Ruiz mientras hace cola para subir a una canoa.
A su lado está su esposo, que ha ido cargando con la hija. «Tantas escalas, tantos precipicios, ríos por qué pasar, y él fue el que me trajo a la niña», explica Ruiz, que salió de Venezuela, dice, para poder dar un futuro a sus hijos, una buena educación.
La madre está cansada, e indignada. En la selva, como al resto del grupo, les robaron unos uniformados encapuchados. «Apuntaron a los niños con pistolas y nos quitaron todo el dinero que teníamos. No querían papeles, bolsos, ellos no querían nada, lo que querían era dinero nada más. Donde revisaran y alguno tuviera dinero que no hubiera entregado, lo dejaban ahí con ellos».
También robaron al grupo de la venezolana Jessenia Pérez, de 30 años, que viaja con diez niños, entre hijos y sobrinos.
La joven piensa en otros migrantes que intentarán como ellos atravesar la selva, y les lanza una recomendación que repiten otros recién llegados: «Si ustedes vienen, en grupos grandes, no se queden atrás, porque los que van atrás sufren lo peor, robo y de todo».
Pero si se viaja con niños uno va más lento, y los peligros se multiplican. «Lo más difícil fue una de las lomas que subimos, que estuvimos a punto de perder la vida». Allí tenían que ir pasando poco a poco a cada uno de los pequeños, con cuidado, despacio.
«Entonces te quedas solo y es más riesgo quedarte un grupo mínimo. Escuchamos gritos, escuchamos de todo en las noches cuando acampábamos. Es bastante fea la experiencia, de verdad que no le recomiendo a nadie venirse por la selva», dice la madre.
Éxodo desde Suramérica
Pero el éxodo no cesa, con familias migrantes con niños que siguen atravesando la selva del Darién, cada vez más.
Según datos de las autoridades panameñas recopilados por Unicef, de las 45.727 personas que atravesaron el Darién entre enero y febrero de 2023, 9.656 eran niños, lo que supone un número siete veces mayor al registrado en el mismo periodo del año anterior.
«El flujo ha aumentado significativamente, con el año pasado terminando en 248.000 migrantes en total, de estos 40.000 fueron niños, niñas y adolescentes. Este año lo que estamos viendo es un incremento mucho mayor al del año pasado», afirmó a EFE Margarita Sánchez, oficial de protección infantil en emergencias de Unicef.
La cooperante colombiana se encuentra en San Vicente, uno de los centros de recepción migratoria que las autoridades panameñas instalaron en el sur del país para atender a los migrantes antes de enviarlos en autobuses hacia el norte, a la frontera con Costa Rica.
Allí Unicef provee de atención sanitaria, tanto a niños como a madres, y cuenta con un espacio amigable donde intentan por medio de juegos o bailes que los pequeños «vuelvan a ser niños».
«Los niños y las niñas tienen que cruzar una selva donde ven cosas que a su temprana edad no deberían ver, están expuestos a muchísimos riesgos (…) Lo que identificamos son niños con muchas afectaciones emocionales, también psicológicas. Tienen miedo, hay un tema de no querer alejarse de sus papás, hay un tema de tristeza también», explica Sánchez, además de identificar, añade, cuadros respiratorios, diarrea, vómitos, o infecciones en la piel.
Que no se enfermen
Tras abandonar la selva, a la espera de una canoa en la que por fortuna los niños menores de 10 años no pagan los obligados 20 dólares por pasajero, la venezolana Jennaly Pérez suministra medicina en gotas a su hijo, que se resiste. Tiene fiebre, pero no le baja, no le cede, asegura la madre con el pequeño en brazos.
«Los niños se enferman por los zancudos, hay muchos zancudos, les pican los zancudos, y se enferman. Aparte si toman agua del río también se enferman porque tiene muchos muertos», explica a EFE.
La venezolana Ana Rodríguez también está con su bebé en brazos, que duerme. Durante la selva lo cargó «un ratico» ella, otro su esposo, un amigo. «Hay gente que te ayuda, como hay gente que no tiene fuerza para ayudarte».
«Aquí hay mujeres embarazadas, niños, pero no es fácil, lo que se vive adentro no es fácil. Nada más cuando cae la noche, la expectativa de que tus hijos no se enfermen, porque se mojan. Que uno no se enferme, lo que uno ve allá adentro, carpas cerradas con gente adentro muerta. Se ven muchas cosas: travesía, hueco, río hondo, gente ahogándose. Es una experiencia para toda la vida, por una mejoría, porque es la única manera», afirma a EFE Rodríguez.
Guerreros
Después de tres días atravesando la selva, la ecuatoriana Luisa Rodríguez, de 28 años, no puede más. Avanza a pequeños pasos mientras cruza el río, con su bebé en brazos. Suspira. Al lado caminan en silencio su esposo y otros dos hijos.
«Esta selva es terrible, terrible (…) Es lo más feo, a nadie se le recomienda venir aquí, y mucho menos con niños, muy feo, muy feo, muy feo, que hasta incluso nos robaron en un trayecto del camino, nos quitaron el dinero, todo. Ya ni agua, y tomando agua del río con los niños, bien terrible, mi Señor», rememora a EFE la madre, angustiada.
Pero ahí están, lo lograron, y ahora solo esperan poder embarcar en una de las canoas para continuar su camino hacia el norte.
«Guerreros, mis niños guerreros, gracias a Dios nos cubrimos con el manto de Dios, no nos pasó nada».
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