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Nigeria, el barrio de Guayaquil que le corretea a la pandemia y el hambre

Por AFP
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Con el toque de queda comienza el correteo entre policías y pobladores. En las horas previas, nadie en Nigeria, un asentamiento de herencia afro de Guayaquil, corazón de la pandemia en Ecuador, siguió las recomendaciones contra el coronavirus.

El contagio asoma como un mal menor. El confinamiento, aseguran sus habitantes, los priva de comida. Conocen el hambre y le temen más que al covid-19.

«Las autoridades dicen a las familias: quédense dentro de la casa, pero no ven más allá. La necesidad la teníamos antes de esto y ahorita es peor», explica a la AFP Washington Angulo, de 48 años de edad y líder comunitario, cuya familia es una de las fundadoras de este asentamiento en los años ochenta.

Las tensiones estallan a diario hacia las 2:00 pm, cuando inicia el toque de queda de 15 horas impuesto por el gobierno para enfrentar la pandemia.

Entonces, también arranca el juego del gato y el ratón.

«Llegaron los policías con látigo a corretear a la gente, a golpear y ‘métanse a la casa’, pero cómo le dicen a un pobre ‘quédate en casa’ si no tiene para comer«, reclama Carlos Valencia, un profesor de 35 años de edad.

Las denuncias de abusos se multiplicaron en redes sociales. La fuerza pública modificó el trato hacia los pobladores. Pero Valencia reconoce que apenas se van los funcionarios, los vecinos vuelven a salir a la calle. Y cuando regresa la policía, corren de nuevo hacia sus casas.

Sin protección

Nigeria, donde habitan 8.000 familias, se levanta al pie del estero Mogollón, uno de los brazos del mar de Guayaquil, eje económico de Ecuador y una de las ciudades latinoamericanas más castigadas por la pandemia.

En Ecuador van algo más de 7.500 casos detectados -solo menos que Brasil en la región- desde el 29 de febrero, con 355 muertos, y la provincia de Guayas y su capital, Guayaquil, concentra 72% de contagios, indican autoridades. En el mundo son casi 120.000 fallecidos en medio del colapso de la economía.

Sin ningún contagio confirmado, en Nigeria apenas se dan por enterados de la tragedia que desgarra a muchos guayaquileños que han tenido que esperar días con sus muertos en las casas, ante el colapso de los sistemas sanitario y funerario por la pandemia.

Los hombres beben en las esquinas o convierten las estrechas calles en canchas de fútbol. Las mujeres se reúnen en el pequeño malecón y los niños juegan a las canicas justo a lado de un charco de agua empozada.

Pocos portan mascarillas, los guantes no se ven. El distanciamiento social no existe: los saludos aún siguen siendo con apretón de mano.

En las viviendas, de poco espacio entre techo de zinc y piso, se apiña más de una familia. El calor sube a los 32 grados. No hay aire acondicionado ni ventiladores; apenas un televisor para el entretenimiento de todos.

Neveras vacías

Pero la pandemia golpea de otra manera a Nigeria, donde se asienta la pobreza y la alegría de los negros que llegaron de la provincia de Esmeraldas, norte, fronteriza con Colombia, engañados por los traficantes de tierra.

La depresión económica causada por la crisis sanitaria dejó sin trabajo a la mayoría de sus habitantes, vendedores informales, recicladores, cocineros o cuidadores de autos.

Las autoridades, con donaciones de empresas privadas, tratan de paliar la emergencia con bolsas de víveres.

«Solo viene un atún, una fundita de fideos, no es para el diario, no hay un pedazo de carne o queso. Víveres crudos no han llegado al sector. Estamos viviendo una vida difícil«, reconoce Angulo.

Otros no han recibido nada. Marcial Vernaza, de 61 años de edad, se asoma molesto al portal de su casa. «Abra la nevera y lo que ve es puro hielo. No tengo nada. Mi hijo me pide comida», reclama. Su situación ya era complicada porque como jornalero no tiene empleo desde hace un año.

Hasta el arroz con huevo frito, el plato más común en Nigeria, escasea. «La cubeta de huevos valía 2,50 dólares y ahora hasta 6 dólares», lamenta.

En medio de la parálisis económica, el gobierno entrega 60 dólares de subsidio a las familias más pobres.

Fulton Ordóñez, de 52 años de edad y a quien la poliomielitis lo dejó cojo desde niño, espera que le llegue alguna ayuda si bien reconoce que está violando la ley.

Hace dos meses que levantó una covacha en el parque que está al filo del estero. La crisis no había estallado aún y este hombre debió arreglárselas para meterse dentro de unas tablas que le donaron, luego de ser desalojado por una sobrina. Su hogar interrumpe el paso por el malecón.

«Tengo miedo de que me saquen«, dice. El virus no hace parte de sus temores.

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