Miles de rusos opuestos a la invasión de Ucrania y que denuncian la deriva autoritaria de Vladímir Putin han huido a Serbia, el país europeo de mayor apoyo popular a Moscú y cuyo gobierno mantiene una ambigua posición de cercanía al Kremlin.
Para llegar a Serbia no se necesita visado y hay vuelos directos cada día entre Moscú y Belgrado.
Todo ello en un país candidato al ingreso en la Unión Europea (UE) pero que no se ha sumado a las sanciones occidentales contra Rusia.
La mayoría de estos rusos, críticos con su gobierno, son de clase media, profesionales, intelectuales y empresarios.
En una primera etapa pueden quedarse como turistas por 90 días, aunque con posibilidades de extender su estancia, siempre con la esperanza de conseguir un empleo estable o fundando una empresa, para recibir así un permiso de residencia.
Muy críticos con Putin
«Putin es un gilipollas, trata de apaciguar sus ambiciones imperiales matando a gente inocente», asegura en declaraciones a Efe Marina, una agente de turismo de 41 años, que abandonó Rusia poco después de comenzar la guerra en Ucrania el pasado 24 febrero.
Es solo una de los estimados 6.000 rusos que han llegado a Serbia desde entonces, en busca de una nueva vida y huyendo además de la pérdida de libertades en su país.
Cientos de miles de rusos han abandonado su país desde el estallido de la guerra en Ucrania.
«Somos gente consciente de lo que pasa en Rusia, gente que piensa», asegura Aleksei, quien trabajaba en su San Petersburgo natal como comercial de equipos de calefacción, y cuya empresa se quedó sin actividad al cortarse las exportaciones a Polonia y Alemania.
Su plan ahora es abrir un café en Belgrado. «No estoy dispuesto a apoyar al régimen fascista de Putin y por eso he decidido abandonar Rusia», explica su salida de Rusia.
«La guerra de Ucrania es una gran tragedia. El ejército ruso mata ahora a un pueblo hermano. Eso es horroroso y no tiene justificación», denuncia Aleksei, de 41 años.
Buena acogida en Belgrado
En Belgrado se siente bien aceptado, aunque le impacta ver que en las calles se vendan camisetas con la imagen de Putin y con la letra «Z», un símbolo del apoyo a la invasión de Ucrania.
«Es asqueroso, es como ver la esvástica en el siglo XXI», compara la Z con el principal símbolo del nazismo.
Marina, por su parte, llevaba ya un tiempo planeando emigrar de Rusia, descontenta por las violaciones de los derechos humanos y las detenciones de opositores. La guerra en Ucrania aceleró su decisión.
Nada más empezar la guerra, vendió todo lo que tenía en Moscú y a comienzos de marzo ya estaba en Serbia.
«He abandonado Rusia porque no veo que mi futuro vaya a ser bueno allí después del 24 de febrero. Por eso he tomado esa difícil decisión», explica Marina.
«Siento mucha ira, rabia, desesperación y miedo», agrega.
El riesgo de quedarse en Rusia
«Esta guerra es un gran error de Putin», asegura por su parte Ilya, quien fue empleado en una refinería la petrolera estatal Gazprom y que ha llegado a Belgrado desde Novi Urengói, una ciudad al norte de Rusia.
Quedarse en Rusia era incluso un riesgo para él. «Me calificaron de extremista», cuenta, y recuerda cómo su activismo en una ONG local y sus mensajes contra la guerra y la corrupción en redes sociales provocaron que le interrogara la policía y que tuviera problemas en el trabajo.
«Me llamó el jefe, me predicó sobre la necesidad de apoyar a Putin, la necesidad de la guerra en Ucrania. Prácticamente, me acusó de terrorista», asegura Ilya.
Larga amistad ruso-serbia
En Serbia existe desde hace siglos un gran afecto por Rusia, en contraste con el resentimiento hacia la OTAN, que en 1999 bombardeó el país balcánico para acabar con la represión del entonces régimen autoritario contra los albaneses en Kosovo.
Rusia apoya a Belgrado en su negativa a reconocer la independencia de esa exprovincia serbia declarada en 2008, y muchos medios de comunicación presentan a Rusia como un hermano mayor y protector.
Pese a ese ambiente prorruso, Ana decidió venirse a Belgrado con su esposo y su hijo porque aquí tienen amigos que les ofrecieron una vivienda. Y porque quedarse en Rusia ya no era una opción para ellos.
«Sería peligroso porque para nosotros sería difícil estar callados y, si no lo estamos, iríamos a la cárcel», explica la filóloga, de 36 años de edad.
«Está claro que no quiero volver a Rusia», sentencia Ana, que durante un tiempo vivió en Ucrania, precisamente a donde espera regresar cuando mejore la situación allí.