Bazurto es un hervidero de olores y colores. Sus 35 grados promedio también suman a todo lo que allí confluye al mediodía. En este espacio, una plaza de mercado tradicional y emblemática de Cartagena (Colombia), nació, literalmente, Saddy Lucía.
Ahora está registrada bajo otro nombre, por seguridad, pero su vida quedó marcada por lo que le narró su mamá, quien la parió en medio de gritos, mientras le empacaba unos chontaduros a una clienta. Fue una mañana de marzo de 2002, por esos días en que los paramilitares manejaban sus bandas de extorsión y oficinas de cobro desde allí.
Concepción, la mamá de Saddy, justo había llegado dos meses atrás, con su prominente barriga de siete meses de embarazo, huyendo del acoso de los violentos que quemaron su rancho en los Montes de María. A su marido ya se lo habían asesinado una semana después de enterarse que esperaba a su cuarta hija. Todo, lo mucho y lo poco que tenían, quedó en cenizas.
Así que Bazurto, en Cartagena, fue una esperanza mezclada con dolor. Era un puesto alquilado por su prima y ella llegó a ayudarle medio tiempo, desde la madrugada hasta las 11:00 am, cuando cogía camino hacia el Centro Histórico para atender a una doña, a la que le cocinaba y cuidaba en las tardes.
De esa manera llegó la pequeña Saddy Lucía al mundo. Con signos de desnutrición, baja de talla y baja de peso y con dificultades respiratorias. “Mi marina (madrina) me decía que mi mamá lloró mucho en mi embarazo y por eso nací mal de los pulmones y que también se me metió el hielo del cadáver de mi papá –relata pausada Saddy–, porque ella fue la que lo recogió donde lo botaron los ‘paras’, lo bañó, vistió y veló”.
Por eso, sin falta, todos los días 16 de cada mes, le paga una misa a la Virgen del Carmen. En los largos años de sometimiento, alguna de sus amigas, o su propia proxeneta lo hacían por ella.
Su vida, la de sus hermanas, los dos hermanos que llegaron después y la de su madre Concepción estuvo marcada por la tragedia y la pobreza. Así recuerda su primera etapa, en la que tenía que cambiar los pañales de su sobrino, con apenas 5 años. Su hermana, una niña de 13 años, criando a un bebé producto de la violación del novio de su mamá.
“Parece una novela, ¿no? Y no me podía quedar sin la mejor parte”, sentencia la joven, en la antesala de lo más cruel de su relato. A simple vista, y con la transformación física que ha tenido gracias a sus protectores, logra confundirse como una mujer más, de clase media, estudiante de primer semestre de una carrera tecnológica. Su ropa cubre sus huellas. Debajo del suéter de manga larga están las cicatrices de los tres intentos de suicidio. También la marca con navaja que le hizo uno de los clientes. Mejor, uno de sus abusadores.
Escuela y trabajo
Cuando cumplió los 7 años, Saddy le pidió a su madre que la dejara ir a la escuela. Vivían en el barrio San Francisco de Cartagena y a lo máximo que podían aspirar sus hermanos y ella era vender los fritos (arepas de huevo y las carimañolas) que Concepción preparaba antes de las 6:00 am. La escuela no era una opción pero, aun así, la niña hizo todo lo posible para asistir.
Entonces, selló un compromiso con su mamá: iría a las clases pero, en la noche, cargaría el canasto con los fritos hasta el Centro Histórico. Allí permanecían por horas, intentando vender algo. “Fueron 3 años cargando el canasto noche, tras noche. A veces llegábamos a las 2: 00 am a la pieza, yo dormía tres horas y luego iba a las clases, pero había días que no podía porque los zapatos estaban rotos y las chancletas nos las turnábamos con mis hermanos. Los días que ellos tenían el turno, yo estaba descalzada y me quedaba lavando la ropa y haciendo los otros oficios”. Saddy hace su relato como si se tratara de una anécdota.
Ese trueque de trabajo por escuela dio inicio a la pesadilla que padeció por años.
“Cuando cumplí los 10, mamá me regaló una pantaloneta y unos tenis. Logró comprarlos con el préstamo que le hicieron los del gota a gota –prestamistas usureros–, que controlaban el corredor hasta la India Catalina. Ella les vendía fritos y las cervezas que también sacábamos fiadas en el estanco (licorera) con los cigarrillos. Y a los pocos días, no recuerdo cuántos, mamá se desmayó una noche”.
Una tragedia más. Los extorsionistas del cobro gota a gota fueron por lo poco que había; hasta el canasto de los fritos. Saddy y sus hermanos empezaron a vender dulces y a limpiar vidrios de carros en los semáforos, mientras Concepción estaba en la quimioterapia para combatir el cáncer de mama. Pero las deudas y el hambre los ahogaron; así pasó año y medio más hasta que regresó uno de los prestamistas.
No le dio muchas opciones a Concepción. Solo le dijo que le tenía la salida y que la conectaba “con los duros”. Tal vez ella se tomó algunas semanas para pensarlo, hasta que aceptó la cita.
Explotación y dolor
“Aún hoy, después de todos estos años, no tengo claro cuánto le pagaron a mi mamá por mí, cuánto ganó el prestamista, cuánto más la proxeneta que me captó y cuánto pagó el gringo que me compró. Lo cierto es que mi virginidad y el resto de mi vida la vendieron, en una transacción comercial, como quien vende fritos. Me vendieron en la Torre del Reloj. Ahí me recogió Charlie. Tampoco supe, nunca, si ese era su nombre…”. Hay un suspiro, pero ninguna lágrima. Saddy dice que ya las sacó todas y que se le secó el alma. La última vez que lloró fue la madrugada en la que la rescataron, seis años después de haber sido vendida en el emblemático lugar turístico de Cartagena.
“Yo no oigo noticias, pero cada vez que me dicen que hubo algún operativo en Cartagena, leo y escucho las entrevistas de las autoridades. Quiero saber qué tanto de verdad y de mentira dicen los medios, porque nuestra vida, a quienes nos explotan sexualmente, parece irreal, no le importa a nadie y queda claro para la sociedad que nosotras nos lo buscamos”.
La joven relata los pormenores de lo que ocurrió ese miércoles, un mes antes de cumplir 12 años, una vez fue entregada a Charlie. Tras días de vejámenes, en un apartamento del Laguito, otro sector turístico de la ciudad, el hombre de unos 45 años, gordo, grande, de ojos azul profundo y manos toscas, llamó a la proxeneta que cerró la transacción y le dijo en un español enredado que debía volver a Chicago, a su trabajo, y que ahí le dejaba a la chiquita.
“Luego de la primera violación crees que falta poco para que todo termine, pero el mundo de la trata de personas, de la explotación, de la esclavitud no tiene fin. Libertad es una palabra prohibida y si llegas a tener la oportunidad, simplemente ya te has rendido, porque la vergüenza y la culpa es lo primero que te siembra en el corazón un victimario”.
Desolación. Una palabra muy corta para todo lo que genera la conclusión de Saddy. Ella sigue hablando pausada, como si quisiera que todo lo vivido se comprenda por quienes lean su relato, con la verdadera inmensidad que tiene.
El camino al infierno
Charlie se despidió de ella, en la misma Torre del Reloj, con un billete de 50 dólares. Fue su propina. Ya sumida en la más profunda agonía de dolor físico y moral, convirtió en su cabeza los dólares a pesos y los visualizó en un mercado para sus hermanos y sobrinos. Pero lo tuvo pocos minutos porque su proxeneta le arrebató el billete, la subió a un taxi y sin darle tiempo de musitar palabra, la llevó al lugar que sería su prisión los siguientes seis años.
Desde ese día inició una explotación sexual continua y desmedida. Saddy atravesó por cuatro abortos, enfermedades de transmisión sexual, desnutrición, drogadicción y el daño que se autoinfligió. Los dos años siguientes no podía siquiera salir del prostíbulo donde la tenían, por su corta edad. Cuando cumplió los 14 empezó a salir con su proxeneta a La Torre del Reloj o a Getsemaní de Cartagena. Volvió a ver a sus hermanos, pero nunca más preguntó por Concepción.
“Sé que superó ese cáncer y todavía vende fritos. Volvió a recaer, pero la verdad no quiero hablar de ella. Es mi mamá”, dice cortando la conversación.
En febrero del 2020, poco antes de que empezara el confinamiento por la pandemia, un operativo de esos ángeles, como les dice a una de las organizaciones que se dedican a rescatar niñas y mujeres de las garras de los traficantes de personas, la sacó del oscuro hoyo del que no pensó salir con vida.
Chica Linda. Así se llamaba el centro de explotación, disfrazado de bar, que logró ser clausurado el pasado 17 de mayo por la secretaria del Interior de Cartagena, Ana María González-Forero, tras dar una batalla legal. Saddy es tan solo una sobreviviente de las centenares que pasaron por allí, con la complicidad de los unos y los otros, entre esos varios miembros de la policía, ya judicializados.
“La trata de personas está a la vista de todos, pero nadie entiende qué es. Por eso me decidí a hablar, ocultando mi identidad porque quienes financian este crimen saben quiénes logramos sobrevivir y cambiar de vida. Yo sé que mi testimonio puede salvar a alguien y eso me basta para seguir”. Saddy Lucía, ya lejos de Cartagena, sabe que sus cicatrices no le permitirán olvidar pero sí celebrar que sobrevivió. Es lo que quiere y por lo que lucha. Y seguro, su testimonio sí va a salvar no una sino muchas vidas.
42 rescatadas
Tras seis meses de investigación y seguimientos, la Dijín de la Policía y Migración Colombia desmantelaron una poderosa red de trata y explotación sexual de personas, el pasado mes de abril, en la ciudad de Cartagena. En total fueron rescatadas y atendidas 42 mujeres víctimas, que estaban en condiciones denigrantes.
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