La mirada taciturna de un muchacho sale disparada hacia el lugar donde acaba de producirse una explosión. Solitario, el joven está sentado en un bloque de hormigón de un edificio reducido a escombros en el este de Ucrania.
Un ataque nocturno ha hecho desaparecer el inmueble residencial abandonado situado justo enfrente de la zona boscosa por donde avanzan las tropas rusas.
Yevguen y su madre acaban de llegar, huyendo de su pueblo hecho ruinas, del que todavía se elevan columnas de humo visibles en el horizonte de Kramatorsk, la capital de facto del este de Ucrania controlado por Kyiv.
El joven adolescente de 13 años de edad sopesa ahora volver a salir corriendo de esta ciudad ante el cerco cada vez más estrecho de las tropas rusas.
«Esto era un 22», dice el chico procedente del devastado pueblo de Galyna mientras se oye el estruendo de unos proyectiles que pueden ser del calibre 122.
Yevguen patea algunas piedras y se pasea entre los escombros en los que se ha convertido un patio antes lleno de los niños de los empleados de las fábricas y granjas de los alrededores.
«No tengo miedo», dice con resolución. «Me acostumbré a los bombardeos en Galyna».
La batalla de Galyna
La capacidad de Yevguen de distinguir el calibre de los proyectiles preocupa enormemente a su madre. Liubov Zajarova se ha pasado la mayor parte de la guerra tratando de mantener a su hijo lejos de las calles.
Durante una semana estuvieron escondidos en el sótano de una escuela en Galyna mientras los tanques rusos y las fuerzas ucranianas se atrincheraban en las colinas en los alrededores.
Zajarova entonces se arriesgó a recorrer con Yevguen y sus dos hermanas pequeñas los 20 kilómetros hasta la frágil seguridad de Kramatorsk.
«Me paso toda la noche en vela preocupándome por ellos», dice la madre soltera de 33 años desde el jardín de una casa de campo abandonada que encontraron cerca del bloque ahora destruido.
«Mi niña de dos años ha empezado a perder su pelo del estrés», dice.
Yevguen está de pie detrás de la falda de su madre, con las manos cruzadas y mirando sus zapatos. Pero su cabeza se vuelve repentinamente hacia los lejanos rugidos que llegan del frente.
«Apenas quieres dejar a los niños que salgan y jueguen», dice su madre. «Los niños insisten en pedirme para salir y yo nunca quiero dejarles. Probablemente nos tengamos que mudar otra vez».
Capital de zona de guerra
La batalla de Galyna permitió a los rusos acercarse un poco más a Kramatorsk, el centro administrativo en el Donbás que rivaliza como capital de la zona de guerra con Donetsk, en la zona controlada por Rusia y sus aliados separatistas.
La ciudad, casi totalmente desierta, es conocida en la zona por el tono particularmente sombrío de las sirenas antibombardeo que se activan a horas aparentemente aleatorias tanto de día como de noche.
Sus edificios administrativos y sus fábricas han sido bombardeados o cerrados en su mayoría.
Los habitantes no disponen de gas desde hace casi una semana y empiezan a quedarse sin electricidad.
Esto acentuó la incredulidad de Galina Mujina cuando su hijo recientemente casado, cómodamente asentado en Polonia, decidió volver con su joven familia a Kramatorsk.
«Tengo miedo por sus niños pequeños», dice Galina mientras barre trozos de cristal y yeso que salieron volando hacia su apartamento en el ataque de la noche anterior.
«Le he estado diciendo que no es seguro. A lo mejor escuchan ahora», añade.
«Putin nos hizo esto»
Es una de las grandes contradicciones de la guerra: Yevguen y su madre quieren irse y el hijo de Galina planea regresar a la misma ciudad devastada.
Algunos vuelven porque se han quedado sin ahorros. Otros por nostalgia por el hogar.
El inspector de policía jubilado Oleksandr Ritov no espera el retorno de sus hijos adultos ahora que han encontrado un refugio seguro en Alemania.
«Probablemente estamos siendo testigos del comienzo de una nueva ola de emigración entre la juventud», dice el hombre de 55 años de edad, mientras limpia su apartamento, impactado por un bombardeo en la vecina ciudad de Bajmut.
«Esto es una guerra. Nadie sabe qué va a pasar en los próximos 10 minutos. Es imposible predecir nada».
Curtido a marchas forzadas por la guerra, la joven cabeza de Yevguen parece bien amueblada. El niño de 13 años continúa observando los edificios destruidos, lanzando miradas furtivas a la batalla que se dibuja en el horizonte.
Pasa unos minutos meditando y luego suelta de golpe: «Putin nos hizo esto. Este es el mundo ruso que nos prometió», dice señalando con la cabeza el edificio colapsado.
«Voy a odiar a los rusos para el resto de mi vida», dice con un furioso murmullo. «Al menos, los estadounidenses nos apoyan».