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Una pala levanta chispazos de arena en un vecindario de tablones de madera. Domingo por la mañana. No hay descanso para César De La Hoz desde que salió de su país. «Hay que luchar, guerrear, como dice uno». Suda. Se seca y sigue trabajando en el nuevo piso donde encontró un hogar.
Otro palazo, otro chorro de sudor. Su esfuerzo salpica los escombros a sus pies; pedazos de cemento, neumáticos, rocas y bloques partidos. Desechos de construcciones de toda la ciudad forman una calle que no acaba de nacer.
En un extremo de la principal capital del norte de Colombia, por donde ya no hay cemento y el monte se desparrama. Donde la ola de progreso urbanizador de Barranquilla se desmorona como una arepa de harina vieja, mordisqueada por alimañas. Detrás de una loma. Más allá de las últimas vías pavimentadas. Al final de un barrio que se sigue llamando La Ceiba, aunque ya casi no le quedan árboles. A donde no llega ninguna ruta de bus ni taxi. Ni ningún policía ni funcionario público ni ONG. Al fondo de un foso donde parecía no haber nada.
Villa Caracas, le llaman a este nuevo barrio que se alza del polvo, de la nada. Levantado por las ilusiones, y las manos de inmigrantes venezolanos, como César.
No hay cifras oficiales de cuántos han llegado a vivir al Caribe colombiano, solo la certeza de que en esta región es donde más se concentran. Y que se cuentan por miles. Día a día crece el número de los que salen huyendo de Venezuela. Censos de organizaciones civiles apuntan a que son alrededor de 3.200 en Barranquilla. En esa estadística entran la madre de César, su hermana, sus tres hijas y sus vecinos.
Unas 100 casas se apilan aquí entre zanjas y montículos de tierra. No hay nubes. El sol cae como un baño de fuego sobre esta bodega humana al aire libre, hecha de hileras de cajones recostados unos sobre otros. Botellas de plástico sirven de lámparas y tarros de pintura de macetas. Cruces de palos secos sostienen cables de energía pelados. Bolsas negras ajustadas con ladrillos cubren los bordes de los techos de latones oxidados. Florecitas violetas y amarillas surgen en un punto de la maleza. Dos niños corren por ahí descalzos, y un perro flaco se sirve un banquete de huesos de conejo.
Cesar cava. Busca el «control» de una tubería que se rompió. Un hilo de agua brota entre la arena de sol triturado, y amenaza con convertir todo en un charco de porquería. «Estamos en la lucha grande de poner las cloacas. Eso contamina a los niños, contamina todo», dice el hombre descamisado, nacido hace 38 años en la Caracas original.
Allá era negociante de pollos. Su familia tenía una distribuidora. «Hasta hace cinco meses yo me mantuve medio estable». Es uno de los recién llegados. Aguantó hasta que pudo. Vivía en una casa de cuatro pisos, «con todos los servicios». El negocio estaba en un local en la primera planta. Cambió eso por una hamaca y cuatro paredes de madera, sacada de los restos de aserraderos y carpinterías. La razón es una sola: comida.
La escasez lo expulsó de su tierra. Deja a un lado la pala, y mientras habla, poco a poco se va formando un grupo de villa-caraqueños a su alrededor. »¿Cómo es posible que tú para poder comprar una harinapán, un arroz, tengas que hacer una cola y si te la logras comprar está carísimo? Que legalmente cueste 30 mil bolívares pero te la venden en 60. Ya son cosas que van originando mil y un problema».
Nadie responde cómo es posible. Por eso vinieron a vivir aquí. A incomodarse aquí.
«Cuando llueve, coño, toca a veces dormir sentado, porque está la gotera que cae y primero son los carajitos».
En su versión colombiana, César se convirtió en albañil. Se acercó a las obras en construcción con una pregunta como única tarjeta de presentación: ¿qué hay para hacer a cambio de un plato de comida? La mayoría de hombres de la villa son como él, obreros. Así han ido trayendo, de distintos puntos, los escombros para los cimientos de sus casas. Otros pintan paredes, venden caramelos en los buses, barren ferreterías. Las mujeres limpian casas ajenas. O son camareras en bares, como su hermana.
Migración Colombia, una agencia del Gobierno, reporta que en el país viven 470.000 venezolanos. 202.000 lo hacen de forma «legal»; 67.000 de ellos con un Permiso Especial de Permanencia. Son alrededor de 268.000 los que están clasificados como «irregulares», según los datos más recientes. En la Villa hay de todo tipo. Varios tienen doble nacionalidad y permiso de trabajo, otros sobreviven como pueden. Otros más son colombianos que vivían en Venezuela y se vieron obligados a retornar.
«Aquí después de que uno trabaje, vive bien. Allá hay un problema de que el sueldo es muy bajo y no se consigue nada. Si un sueldo diario te equivale a 30 mil bolívares, y una harina te cuesta 30 mil bolívares, ¿qué estás haciendo? No ganas nada», se responde César a sí mismo.
Empieza a sacar cuentas sobre la sal de ganarse un salario mínimo mensual en Venezuela. «Ponte que sean 800 mil bolívares». Eso equivale «a nada, como 30 mil pesos o algo así», dice la gente a su alrededor. Son unos 10 dólares al mes. »Eso no alcanza para nada», repite Cesar. Se sacude. Se aparta y se sienta a un lado. Le pide a alguien que le ayuda en la reparación del tubo, que no se descuide, que siga luchando.
En el otro extremo de la cuadra, otro moreno robusto de bigote tupido y frente de ladrillo pica la arena. Javier Morales también tiene 38 años. Pero es colombiano, de Manatí, un pueblo del Atlántico. Los últimos 12 había trabajado en Venezuela. Hasta que lo deportaron. Pasó siete días en la cárcel. Entonces llegó a vivir aquí. «No he visto ayuda ni pa’ los colombianos ni pa’ los venezolanos. Estamos jodíos».
Villa Caracas empezó a formarse hace cerca de un año. El correo de los rumores fue atrayendo a más y más refugiados. Eran tierras que permanecían desocupadas en la pendiente de una loma, en plena zona de riesgo.
A los últimos en llegar les alquilan los ranchos, a $150.000 por mes, unos 50 dólares.
Es una »invasión», como les dicen en Colombia a estos asentamientos informales. Es común verlos en el cordón de miseria que se acumula en los bordes de las ciudades, como costras que recuerdan que la herida de la desigualdad social no ha sanado.
Los suelen conformar campesinos, indígenas y pescadores, desplazados de pueblos y zonas rurales por los enfrentamientos entre guerrilleros, paramilitares y el Estado.
Víctimas de la violencia, que han perdido todo, ocupan terrenos y viven en ellos hasta que aparece un dueño, una empresa o alguien con un testamento firmado en una notaría. Entonces estalla una nueva versión del drama. Vienen los desalojos, la repetición del desarraigo. Los villacaraqueños lo saben y lo temen. «Invadí aquí, porque pa’ estar pagando arriendo por ahí no alcanza», dice uno, a espaldas de César.
Esta es la primera villa conformada por desplazados del régimen de Nicolás Maduro.
Una de las primeras en llegar fue Karina Romero, hace un año. Aunque nació en Venezuela hace 40, cuenta con doble nacionalidad. Sus padres son una pareja de barranquilleros que se fue a Caracas en los 70, a buscar un mejor porvenir para sus hijos. Ella tuvo que regresar por el mismo motivo. Su esposo, Arley, trabajaba como contratista de una alcaldía caraqueña. Supervisaba un grupo de trabajadores en labores de mantenimiento urbano. Hasta que dejaron de pagarle.
«Prácticamente por reclamar sus derechos lo amenazaron de muerte». Karina también contribuía a la economía familiar. Hacía panes y dulces para la venta. Pero ya no tenían dinero en efectivo ni para el trigo, ni para el azúcar, ni para «comprar lo más mínimo de la cesta básica. Y yo, con los niños».
Sus hijos no pudieron terminar el bachillerato. Muchos profesores de colegios y liceos «dejaban de dar las clases por estar metidos allá en las cosas políticas». Y no había suplentes. «Ya no podía ni cocinar. Me tocó buscar la manera de emigrar para acá».
En Colombia, Karina plancha ropa ajena. En las tablas de su nueva casa, en la Villa, cuelgan portarretratos con fotos de fiestas de primera comunión. En otra imagen sus hijos abrazan a un tiburón inflable, mascota del equipo de fútbol local. «Dios bendiga este hogar», se lee escrito con letra roja temblorosa en la fachada, pintada de blanco.
Aquí en la Villa encontraron agua potable, ataduras al acueducto con tubos reciclados. Conexiones a los postes de luz, mediante cintas y trabajos manuales, e incluso antenas de televisión satelital en algunas casas. Pero no hay sistema de alcantarillado. Tuvieron que recurrir a la construcción de letrinas y pozas sépticas.
40 años después, los hijos de Karina manejan sus desechos como lo hacían sus abuelos en el siglo pasado. Y eso «va comiendo por debajo». Fue lo que socavó el tubo que César intenta cerrar.
«Es como por cadena. El agua negra hace daño arriba y nos hace daño abajo, porque empieza a mover los terrenos». Karina es morena, delgada, con el cabello lacio y las uñas largas. Dice que los niños se la pasan sufriendo enfermedades y alergias. La piel de la oreja izquierda se le descama. La marcan cortes, coágulos negros. «Por favor, necesitamos una solución de servicios básicos que nos ayude a mejorar la vida aquí».
Desde 2014, han ingresado más de un millón de inmigrantes por los 2.219 kilómetros de frontera terrestre que comparten Colombia y Venezuela. Poco más se sabe de ellos. Uno de los únicos datos con que cuentan las autoridades locales es que, en 2017, unos 10.000 venezolanos se acercaron a la Alcaldía a pedir ayuda. En 2016 fueron 7.000 los que tocaron esa puerta con ilusión.
En los parqueaderos de la Terminal de Transportes duermen unos 300 inmigrantes más. Familias enteras, con bebés recién nacidos. Pasan los días en colchonetas en el piso, bajo el sol. Son los nuevos, los que acaban de llegar. Venden bolsas de agua, comparten ollas humeantes de sopa. Pagan $3.000 por usar el baño. Ya han escuchado de un gueto posmoderno que los puede recibir, a pocos kilómetros de ahí.
Karina pide. «Que se arrimen y nos den una manito aquí».
César la mira y calla. El calendario marca 31 de diciembre. Da lo mismo. No hay la menor señal de adornos navideños, ni fiestas, ni alcohol ni peticiones de año nuevo. Como él, aquí la mayoría sepultó desde hace rato el optimismo y las expectativas de que llegaran a ayudarlos. Concentran sus energías en el almuerzo del día, en ganarle la batalla diaria al hambre. Y, también, en enviarles algo a los familiares que los esperan al otro lado de la frontera. Si les queda, si les alcanza. Poco a poco.
César dice una última cosa, con la mirada estancada en el barrio de refugiados que crece en el patio trasero de Barranquilla. «La tierra se corre, pero aquí estamos, luchando». Se levanta, se voltea y vuelve a enterrar su pala.
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