«Lo cierto es que empiezan sus vacaciones y quieren salir antes» dice, como llamando a la calma, una de las profesoras del Centro de Educación Indígena número 6 ubicado en la ranchería de Maimajasay, zona rural de Maicao, La Guajira.
Es un día especial. El año escolar ha culminado y los más de 267 niños, entre colombianos y venezolanos que asisten a clases en esta ranchería no dejan de saltar por la emoción. Otros se preguntan qué será de sus días ahora que la escuela permanecerá cerrada hasta el próximo año. Los profesores tampoco saben la respuesta.
“Hagamos silencio, niños”, exclama con ahínco María del Socorro Parra, otra docente de la institución. Su mensaje se perdió en la brisa matutina que acaricia todos los días a esta zona fronteriza de La Guajira. Luego, para apaciguar los gritos, María abre la caja que esconde en su interior el enorme pastel que será repartido a los niños. En un suspiro la calma volvió al recinto.
“Atender a estos niños me motiva todos los días. Siento que todavía puedo darles más de lo que ellos necesitan y eso me alegra”, comenta María del Socorro, quien cumplió 61 años de edad el pasado 25 de noviembre. Luego camina con su gorro navideño por el salón de paredes inexistentes y agrega que aunque no fue fácil su llegada hace dos años a Maimajasay, “ver la motivación en el rostro de cada uno de sus estudiantes es algo demasiado gratificante”.
Para llegar a la ranchería de Maimajay es necesario cruzar un laberinto compuesto por calles empolvadas que dan paso a una trocha de aproximadamente veinte kilómetros de longitud. El camino es a diario transitado por grandes camiones cargados con gasolina de contrabando proveniente de Venezuela. El peligro acecha. La zona es uno de los territorios que se disputan los grupos armados que viven de la extorsión de los vehículos que transitan por este camino irregular.
Ninguno de esos riesgos fueron impedimento para Jaivermil Fernandez cumpliera uno de sus principales sueños. La menor de doce años proveniente de venezuela que se graduó el pasado 8 de diciembre de quinto de básica primaria en la escuela de Maimajasay, recuerda que cuando no había transporte le tocaba caminar una hora y media hasta esa institución en compañía de uno de sus hermanos bajo el sol abrasador de las mañanas.
“Me tocó venirme de Venezuela porque vi que todo empezó a cambiar y supe que allá no iba a poder seguir luchando por mis sueños”, dice Jaivermil mirando tímidamente sus zapatos. Según la menor, a pesar de que sus primeros días en Colombia fueron extraños, el hecho de que sus nuevos compañeros la hubieran recibido con los brazos abiertos la hizo comprender que “podía refugiarse en ellos y que los momentos alegres iban a ser eternos”.
La historia de Jaivermil se repite en los otros 105 menores venezolanos wayúu que son recibidos a diario por los profesores de la escuela de Maimajasay y que en la mayoría de los casos no cuentan con los documentos legales que los validan como estudiantes ante el Ministerio de Educación Nacional.
“Decidimos recibir a estos chicos porque nos preguntamos que iba de su vida si no los aceptábamos. Sabemos que la mayoría de las personas que no han tenido la oportunidad de estudiar son esas esas mismas que ahora se organizan en grupo para robar y cometer delitos en la zona”, afirma Rodrigo López, un nativo de Maimajasay que desde hace dos años trabaja como coordinador de esa institución.
Un breve croquis de la escuela esboza que esta se compone de tres salones, dos de ellos fueron levantados hace poco en cemento gracias al apoyo de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). “Hace un año aquí no encontrábamos pupitres, nos sentábamos en troncos bajo la sombra de esta planta”, dice la profesora María del Socorrro señalando con su mano derecha a un gran árbol de hojas secas que se ubica en la parte izquierda de la institución.
Pero esa infraestructura se les ha quedado pequeña. Según se lee en los informes de la sede de Maimajasay del Centro de Educación Indígena número 6, la escuela inició en el 2016 con 20 estudiantes, un año después la cifra aumentó a 80 y para el 2018 la cifra cerró en 267, es decir que en solo 36 meses hubo un aumento del 92,5 por ciento en la población escolar.
“Sabemos que es un desgaste físico, emocional y salarial, pero que ellos puedan acceder a la educación es algo de suma importancia, de esto depende su proyección hacia el futuro”, advierte Rodrigo López. Su voz se pierde en el enjambre de risas de los más de cien niños que juegan con sus pies descalzos sobre la arena. Luego deja entrever una pequeña sonrisa en su tímido rostro y concluye: “La escuela es la base de todo”.
Por ahora, la institución espera que con el tiempo los niños migrantes que aún no cuentan con el Permiso Especial de Permanencia puedan ser registrados en el sistema nacional y así seguir estudiando en total normalidad. Sin embargo, asegura el coordinador López, aunque han invitado en repetidas ocasiones a la Secretaría de Educación de Maicao para que conozca cuál es la verdadera situación que viven los estudiantes en esa zona de la ciudad, la entidad no ha hecho presencia.
Las dificultades son varias. Comenta el coordinador López que semanas atrás funcionarios de la Alcaldía le comunicaron que es muy probable que el servicio de transporte que se presta a los estudiantes y profesores de la comunidad sea suspendido por falta de recursos. A esto se suma que las raciones de alimentos solo llegan para los 164 niños que están registrados en el sistema del Ministerio de Educación, situación que obliga a la institución a reducir las porciones con el objetivo de que la comida alcance para todos.
“No sería humano para nosotros dejar a varios niños sin alimento. Esta situación nos preocupa mucho porque sabemos que la mayoría solo comen en el día lo que reciben aquí en la escuela, de hecho, en varias oportunidades nos ha pasado que se quedan hasta 20 niños sin comer porque no alcanzan las raciones”, dice López llevándose la mano derecha a su rostro, como en señal de impotencia.
Sin embargo, a pesar de las dificultades, en Maimajasay son más las alegrías que las tristezas, o al menos así lo piensa Carlos Mario Rodríguez, un estudiante de quinto grado para el que la llegada de niños venezolanos a su escuela no representado cosas negativas.
“No hay diferencias entre nosotros, todos nos tratamos igual, jugamos muchos juntos. Somos como una familia” dice Carlos Mario mientras se peina el cabello con su mano izquierda. Luego añade: “Yo quiero echar pa’ lante sin mirar pa’ atrás. Ser soldado cuando sea grande”.
El hecho de que todos los estudiantes migrantes pertenezcan a la etnia wayúu también ha facilitado el proceso. De acuerdo con la docente María del Socorro, desde el inicio las diferencias eran casi inexistentes porque “no tenemos estudiantes arijunas (no wayúu) y tanto maestros como estudiantes somos de la misma cultura”.
Lo mismo opina Jaivermil, quien no deja de ocultar la tristeza que le genera graduarse de quinto y despedirse de los compañeros con los que asegura conformó una nueva familia. “quiero que mis compañeros se atrevan a cumplir sus sueños, que sean profesionales, que no terminen sus días en la calle”, dice la menor mientras camina por la trocha que la llevará de vuelta a casa.
La frontera
Un pequeño bloque de cemento cubierto por la maleza anuncia el límite territorial entre Colombia y Venezuela. A lo lejos, detrás de los secos árboles que pueblan la zona, se divisa una gran escuela de paredes pintadas de gris y una bandera tricolor con 12 estrellas. En la parte superior, un letrero corroído por el tiempo versa: “Bienvenidos a la Institución Educativa La Frontera”.
La escuela que se encuentra a menos de un kilómetro de la ranchería de Maimajasay, sobrevive con las uñas. De acuerdo con los profesoras de la institución, desde hace más de 6 meses no cuentan con cuadernos, lápices y ningún otro tipo de material didáctico que les permita desarrollar las clases en total normalidad.
“Venimos todos los días porque nuestro deber es enseñar. No podemos dejar a nuestros estudiantes desprotegidos”, dice la profesora Carmen Hernández. Posteriormente camina hacia uno de los 6 salones de la institución, abre la puerta, señala con uno de sus dedos el óxido en los viejos pupitres de hierro, y agrega: “sea como sea estamos cumpliendo”.
Ese día solo asistieron a clases 70 estudiantes. Las profesoras afirman que a pesar de que en los registros aparecen 170 niños, la mayoría dejó de asistir a la escuela debido a las varias dificultades que afronta la institución desde hace dos años que estalló la crisis socioeconómica en su país.
“No tenemos gas para preparar los alimentos de los niños, tuvimos que improvisar un fogón de leña. La situación está muy difícil, hemos tenido que sobrevivir varios meses sin las provisiones de comida porque simplemente no llegan”, denuncia Daniela González, otra de las docentes de La Frontera.
El comedor de la institución permanece cerrado. También tuvieron que suspender las clases de manualidades porque no cuentan con los materiales y el sistema de acueductos de los baños está que colapsa.
El salario también es un problema. Según varias educadoras, por culpa de la crisis, los 5 mil bolívares soberanos (52.000 pesos) que se ganan mensualmente, ya no les alcanzan para nada. No obstante, aclaran que a pesar de las dificultades seguirán dando clases.
De acuerdo con Rodrigo López, coordinador de la escuela en la ranchería de Maimajasay, a la institución colombiana se habrían trasladado por voluntad propia 30 niños wayúu inscritos en La Frontera. “Y el próximo año probablemente llegarán más. Es que no podemos cerrarle la puerta a ningún estudiante”, asegura López.
Lo más paradógico es que aunque la infraestructura de la escuela La Frontera le gana en tecnología y capacidad a la de Miamajasay, para las profesoras de la escuela venezolana es comprensible que varios estudiantes hayan decidio trasladarse a la institución colombiana.
“No podemos detenerlos. Nos duele que se vayan a otra escuela pero qué más podemos hacer. Al final de cuentas, lo más importante es que no dejen de asistir a la escuela, sea donde sea”, comenta la docente Daniela González. Su rostro encubre cierta desazón hacia lo que un día creyó que era la revolución. Dice que su fé en el Gobierno se marchó cuando se quedaron sin recursos para mantener en pie a la institución.