Luis Alberto Véliz se derrumbó sobre el asfalto del puente internacional Simón Bolívar. Por la estructura de hormigón, de 315 metros de largo, pasa una romería incesante de San Antonio (Venezuela) a Villa del Rosario (Colombia). Hay embarazadas, bebés, ancianos y también hombres como él, que se sentía joven, sano y fuerte. A las 3:12 pm de este jueves 8 de febrero, sin embargo, se quebró en llanto.
Véliz tiene 29 años. Está en buena condición física para el trabajo que le pongan, pero a esta hora se muestra inconsolable. Cinco días atrás estaba con su familia en Valencia, estado de Carabobo, al otro extremo del mapa. “Teníamos días sin comer. Les dije: ‘De hambre no nos vamos a morir’. Cogí un par de camisas, dos pantalones y arranqué”, cuenta. Viajó por tierra durante 72 horas. “Alguna gente me recogió, a otros les pagué, y caminé”, cuenta.
En su ciudad natal era mecánico. “De los buenos”, afirma. Su fama era bien ganada, tanto por su habilidad para detectar a primera vista los fallos de los carros como por sus estudios intermedios. Pero eso no fue suficiente cuando vino la crisis.
¿En qué momento se jodió Venezuela? Anthony Montañez, de 39 años, y su esposa, Yany Gallardo, de 24, tienen la fecha exacta: 5 de marzo del 2013. “El día que murió nuestro comandante Hugo Chávez”, dicen al unísono. Esta pareja vive de la caridad; en tres meses, ninguno ha encontrado trabajo. Ambos vivían en Barquisimeto, estado Lara, con sus dos hijos, de 8 y 11 años.
“Con el Comandante había dificultades, pero jamás pasábamos hambre. Maduro es el único culpable”, coincide Deivi de Jesús Aguilera, de 22 años, oriundo de Puerto Cabello, donde está el puerto que registraba el paso del 80% de las mercancías que entraban y salían de la otrora envidiada Venezuela. “Él no está bien de la cabeza”, sentencia.
“Cuando partimos, el salario mínimo en Venezuela estaba en 35 bolívares semanales, que no alcanzaban ni para una libra de harina, que en ese momento valía 120”, recuerda Montañez.
A una hora por tierra del puente Simón Bolívar, en la vereda Santa Cecilia, Cúcuta, el coronel Carlos González, del Ejército, se interna por las trochas en busca de contrabandistas. “Cuando las relaciones con nuestros pares venezolanos eran buenas, codificamos 57 trochas en solo 114 kilómetros para enfrentar a esas bandas. Ahora, la lucha es solo nuestra”, lamenta. El oficial mira las aguas pandas del río Táchira. Al frente hay un centenar de bidones llenos de gasolina. Parecen abandonados. Sus responsables están agazapados entre la maleza, esperando que la tropa se retire para pasarlos y venderlos aquí. “En el 2017, mis hombres y yo les quitamos 180.000 galones de gasolina, pero sabemos que mientras íbamos tras ellos otros abrían más trocha. Tapamos un hueco aquí y se nos abren diez allí”, dice.
La región es el reino de la ilegalidad. Hace unos días, una mujer fue detenida en Arauca por entrar a Colombia con carne pegada al cuerpo. Su intención era venderla y usar las ganancias para adentrarse en Colombia.
Hace calor. La gran masa se muestra exhausta, viaja con poco dinero y mucha ilusión. La energía y la plata le alcanzaron al matrimonio Montañez-Gallardo hasta aquí. Cada noche acomodan cartones y periódicos y duermen a cielo limpio, bajo las estrellas. La incomodidad, los malos olores y la incertidumbre sobre el mañana provocan insomnio.
“¿Qué padre se imagina que de un día para otro terminará durmiendo en la calle? Maduro, escuche a la juventud”, pide el jovencito Aguilera, que tenía 3 años cuando Chávez ascendió al poder. Él también tiene una imagen idílica del líder fallecido. “Mis papás decían que era el defensor de los pobres”, cuenta. Al crecer se desencantó, pero asocia el fracaso del sistema exclusivamente con Maduro. “Recapacite, cónchale, nos está matando de hambre”, grita.
¿Es Chávez bueno y Maduro malo? Véliz cree eso y argumenta que a Maduro lo desbordó la corrupción. “Se me enfermó un hermano y lo llevamos al hospital, pero se murió porque alguien se robó los medicamentos”, rememora. Si hay gente capaz de quedarse con las pastillas que podrían salvar una vida, por qué nos va a asombrar, razona él, que se llevaran hasta el último centavo de la gigantesca Pdvsa.
Y, añade, la incapacidad del mandatario para reconocer los errores ha llevado al sistema a culpar siempre al otro. “Uno siente que todos vigilan para contarle a Maduro y a Diosdado Cabello”, dice en referencia al otro hombre fuerte del régimen.
Así, día a día, el país se fue acercando al precipicio. La economía, por ejemplo, terminó el año pasado con una inflación acumulada de más del 2.000%. Y al acabose financiero se sumó la inmovilidad política. Habrá elecciones, pero todos saben que ganará Maduro.
¿Qué hacer? Huir. Se estima que cuando concluya este año, 1.000.000 de venezolanos se habrá instalado en Colombia. En la oleada, no todos son desharrapados. Yeni Rozo, de 28 años, brilla entre la multitud con su pequeña en brazos. Es una mujer elegante. “Me voy con mi esposo y mi niña. Siento que ya nada me ata a mi país. Entramos a Colombia para una escala breve, porque nuestro destino es Nueva York –revela–. Por favor, escriba que no somos ladrones. Yo comprendo las dificultades de Colombia, porque esto es una tragedia humanitaria, pero la gran mayoría de la gente que huye es decente”.
Igual piensa Véliz, que muestra sus manos y exclama que su único interés es obtener un trabajo. Y empieza su relato, que incluye una revolución fallida, una familia atrapada en el desempleo y el desabastecimiento, su marcha y, por fin, su ingreso a Colombia esta semana. A las 3:12 de la tarde del jueves, por el puente internacional Simón Bolívar. En ese instante se derrumbó. Lloró por su suerte y la de su país. “Lloro por dignidad”, se le escuchaba decir.