Las plantas de coca cubren gran parte de la pequeña cruz que guía hacia la fosa. Cuando arreciaron los asesinatos en medio de la guerra por los narcocultivos en la frontera de Colombia y Venezuela, fincas cocaleras se convirtieron en tumbas de desaparecidos.
«Polilla» quedó en uno de esos nichos rodeados de matas verdes y frondosas que relumbran bajo el sol. Así conocían los vecinos al raspachín o recolector de hoja que mataron los paramilitares en 2003 en la región limítrofe de Catatumbo. Tenía menos de 30 años.
En todo este tiempo, su familia no se ha atrevido a pisar la zona por miedo, pero en 2017, ante la falta de respuesta oficial, acudió al Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) para ubicar su paradero.
«No queremos sustituir al Estado, pero donde no tiene acceso al territorio, actuamos nosotros para hacer la búsqueda de personas desaparecidas o muertas», explicó a la agencia de noticias AFP Derek Congram, coordinador forense del CICR.
Según cuentan los pobladores, hace 15 años enterraron un cuerpo agujereado por balas que estuvo varios días a la intemperie, a modo de escarmiento, por orden de los verdugos. Creen que se trata del de «Polilla».
Entre 1999 y 2004, centenares de raspachines, el eslabón más débil de la cadena del narcotráfico, fueron masacrados por paramilitares o guerrilleros que los acusaban de recolectar «la mata» para el enemigo. Un número indeterminado de cuerpos quedó sin identificar en estos campos cocaleros.
De 1.888 solicitudes de búsqueda humanitaria que maneja el CICR, cien son en Catatumbo. Una muestra del expediente macabro de 80.000 desaparecidos que dejan seis décadas de un conflicto armado que no termina.
«La sangre que corrió en esta región fue muchísima. Uno lleva muchos muertos encima, sean obreros, patrones», comenta un líder campesino que pidió ser llamado Rogelio.
Aquí nadie quiere ser identificado. El tiempo ha pasado pero no la amenaza, y el cultivo y producción de droga están en su mayor auge.
Sin restos
Si bien ya no operan los asesinos de «Polilla» ni los guerrilleros de las FARC, ambos bandos se desmovilizaron tras sendos acuerdos, todavía hay una fuerte presencia militar, pero sobre todo un mar verde de coca: Catatumbo concentra 16% de los plantíos en Colombia, que cerró 2017 con una expansión récord de 171.000 hectáreas, según la Organización de las Naciones Unidas.
Y donde crece la materia prima de la cocaína que se consume en Estados Unidos y Europa, se robustecen las organizaciones rebeldes o narcotraficantes que pretenden sustituir a las de antaño mientras el gobierno prevé retomar las resistidas fumigaciones aéreas de narcocultivos.
Antes de emprender la travesía por campos cocaleros y vías destapadas de Catatumbo, el CICR habló con los grupos armados que se mueven en la zona, dejando su amenazante rastro en pintadas sobre casas de madera, para obtener garantías de seguridad. De paso, confirmó que no hubiera explosivos cerca de fosas.
Y por fin, luego de 15 años, el CICR está en el sitio donde «Polilla» encontró primero el sustento y luego la muerte.
A golpe de pica y pala, el equipo que dirige Congram excava durante horas, pero no encuentra ningún rastro óseo, sino unas botas recortadas de caucho, además de un jirón de camisa a cuadros y una hamaca embarradas. El calor parece derretirlo todo.
«No es un desenlace ideal pero tampoco es algo fallido», explicó Congram. «En algunos casos los restos se han descompuesto, pero quedan objetos personales que identifican a una persona. Y supongo que para la familia es algo; una respuesta incompleta, parcial, pero es mejor que nada», agregó.
Hasta agosto último, el CICR había recuperado 151 cuerpos en los últimos 21 años.
Matar y morir
Ya sean huesos o prendas, el CICR lleva lo que encuentra a Medicina Legal para su identificación. Pero no siempre la búsqueda arroja resultados, como en el caso de Aurelio.
En 2001, este habitante de Catatumbo perdió a su hermano raspachín a manos de paramilitares. Tenía 19 años. En la época, cuenta Aurelio a la AFP, «los cadáveres eran arrojados a un río o enterrados, y a muchos los hacían cavar sus tumbas».
Varias versiones indicaron que el cuerpo de su familiar está en un campo cocalero junto con los de otras tres víctimas. Sin embargo, al parecer un derrumbe movió los nichos y el CICR pospuso la misión hasta tener nuevas coordenadas.
«Esta zona está propensa a que vuelva revivir esa historia», dijo Aurelio mientras ve salir al CICR con los vestigios de «Polilla».
Con la disparada de los narcocultivos y de la migración venezolana que huye de la crisis, más el enfrentamiento entre rebeldes armados del Ejército de Liberación Nacional, el Ejército Popular de Liberación y disidencias de FARC, Catatumbo es una bomba en cuenta regresiva.
Antes de salir de la región, el CICR hizo una parada en un cementerio para exhumar los restos que serían de un agricultor asesinado por la guerrilla en 1993, cuya familia debió huir sin darle sepultura.
Aunque su muerte se produjo diez años antes que la de «Polilla», esta vez los forenses hallaron ropa y huesos.
Un golpe de suerte cuando se trata de desaparecidos de larga data, y más en Catatumbo porque, como sostiene Rogelio, muchos crímenes parece que no hubieran ocurrido. «Los mataban y el que mataba también era muerto, entonces hay muchas personas que nadie nunca sabrá dónde quedaron».
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