Una noche de julio de este año cenábamos con el fotógrafo y amigo Mauro Rizzi en un lindo restaurante de Cúcuta, en la frontera de Colombia con Venezuela, cuando una reflexión inoportuna casi nos arruina el momento.
-Piensa que con lo que estamos gastando en esta comida los venezolanos de la ruta viven una semana -dijo uno de nosotros, no me acuerdo quién.
Nos referíamos a los migrantes a pie que acabábamos de entrevistar, personas que huían de la miseria de Venezuela y se lanzaban a las rutas llevando apenas lo que les entraba en mochilas escolares y el empuje que genera la necesidad de sobrevivir. Habíamos sido todo lo empáticos y generosos que nos permitía nuestra profesión cargamos comida y agua que repartimos a modo de introducción y a varios los subimos al auto para ahorrarles un par de kilómetros- pero ambos sabíamos que aquello también había funcionado como una excusa para lograr que nos hablasen. Al final, a la hora de la despedida, a algunos les pusimos unos pesos en el bolsillo pero, ¿había sido suficiente?
A menudo, cuando me aburro en mi escritorio, espío una foto de aquellos días. Mauro maneja y yo saco la selfie en la que aparecemos junto a cinco jóvenes venezolanos y un niño que se amontonan en el asiento de atrás. Son el último grupo que entrevistamos antes de volver a Buenos Aires y el premio a tantas horas pasadas en la ruta y en la frontera.
-¿Dónde van? -les había preguntado Mauro, cuando se los encontró justo antes de un peaje.
-A Buenos Aires -le dijeron. -¿Y cómo piensan ir?
-Un ratico caminando y otro ratico a pie -contestó Johnoliver León, uno de ellos.
En la foto ellos sonríen porque son jóvenes, osados y los estábamos ayudando en el primer día de su largo viaje. Nosotros, porque sobre la hora habíamos logrado el título periodístico que viajamos a buscar y que nos había costado tanto.
Pero además de las razones utilitarias, me gusta creer que en ese cubículo despersonalizado de un auto de alquiler se había generado una pequeña burbuja de humanidad entre ellos, los desamparados, y nosotros, los que celebrábamos un titular logrado a costa de su miseria.
Por un rato, mientras trepamos las cuestas escarpadas y frondosas que los alejaban de la crueldad a la que los habían sometido los desmanejos políticos, la extraña comunión de ocho personas con realidades muy disímiles había generado algo parecido a la felicidad. En estos días volví a hablar con algunos de ellos y me contaron su periplo de estos meses. Anduvieron durante semanas rebotando entre ciudades, pueblos y parajes de Colombia. Con una idea precaria de ir al sur, fueron hacia donde pudieron, perdiéndose en el camino y sobreviviendo gracias a la generosidad de la gente que se iban cruzando. «A veces se me pegan las ganas de volverme a mi casa. Pero hay que luchar, hay que guerrear, hay que echarle piernas», me dijo hace poco Johnoliver, un hombre valiente.
Los recuerdo cada vez que un delivery de Glovo me trae la cena con tonada caribeña y hago fuerza para que ojalá algún día lleguen a Buenos Aires, o a cualquier lugar que les permita ser felices y prosperar.
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