Mano derecha de Néstor Kirchner y posterior enemigo de su esposa, Cristina Fernández, una inesperada jugada llevó a Alberto Fernández a aceptar reconciliarse con ella y pujar por ser el próximo presidente de Argentina con una promesa: sacar al país de la crisis, como ya se vanagloria de haberlo hecho en 2003.
Nacido en Buenos Aires hace 60 años, este peronista, amante de la guitarra y de pasear a su perro Dylan, fue el domingo en la noche el candidato más votado en las primarias presidenciales: superó por 15 puntos al jefe del Estado, Mauricio Macri, a quien buscará dar el órdago final en las elecciones generales del 27 de octubre.
«Hoy soy candidato a presidente y junto a Cristina voy a ordenar el caos que nos están dejando», dice Fernández en un video de la campaña electoral, que ha estado marcada, al menos en los discursos de los principales postulantes, por la maltrecha situación económica del país, en recesión desde 2018.
Atraído por la política desde los 14 años de edad, Fernández se introdujo en el ámbito partidista a principios de los ochenta, con la última dictadura agonizando y mientras estudiaba Derecho en la Universidad de Buenos Aires, carrera que terminó con éxito.
Luego de liderar la juventud del Partido Nacionalista Constitucional, ya en 1985, con Raúl Alfonsín como primer presidente de la actual democracia, fue designado subdirector general de Asuntos Jurídicos del Ministerio de Economía y, cuatro años después, el gobierno del peronista Carlos Menem lo nombró superintendente de Seguros de la Nación, puesto que ocupó hasta 1995.
También fue presidente de la Asociación de Superintendentes de Seguros de América Latina.
Ya distanciado de Menem, y luego de ocupar otros cargos públicos, Fernández comenzó el siglo XXI como diputado en Buenos Aires y fue uno de los primeros dirigentes capitalinos que se acercó a Kirchner, quien desde 1991 era gobernador de la sureña provincia de Santa Cruz.
Fernández formó parte del Grupo de Calafate, llamado como esa ciudad santacruceña, que tuvo como fin apoyar primero la candidatura presidencial del también peronista Eduardo Duhalde y más tarde la del propio Kirchner.
Pero la renuncia en 2001 del radical Fernando de la Rúa por la peor crisis económica y social que ha vivido Argentina, aceleró los acontecimientos y llevó a Duhalde a ocupar la jefatura de Estado de forma provisional. Hasta que llamó a elecciones en 2003 y el gobernador de Santa Cruz, que había confiado en Fernández el liderazgo de su campaña, acabó ocupando la Casa Rosada.
Desde entonces y hasta 2008, el matrimonio Kirchner y su acólito, al que Néstor nombró jefe del Gabinete de Ministros, fueron carne y uña, al tiempo que el país empezaba a crecer y dejar atrás la dura hecatombe del «corralito».
En esa primera etapa kirchnerista, Fernández acumuló altas cuotas de poder. Clave fue su participación en las negociaciones para cancelar en 2005 la deuda de casi 10.000 millones de dólares que el país arrastraba con el Fondo Monetario Internacional.
Pero el principio del fin para la idílica relación llegó a finales de 2007, con la victoria de Cristina Fernández. Todo se desplomó cuando el 16 de julio de 2008, el Senado, con el decisivo voto del entonces vicepresidente argentino, Julio Cobos, vetó un incremento de impuestos agrarios propuesto por el Ejecutivo.
Solo una semana después Alberto Fernández renunció al cargo.
Los varios meses de huelgas y manifestaciones de productores agropecuarios contra esos impuestos habían desgastado profundamente su figura y pusieron en evidencia sus discrepancias con los Kirchner, que fueron por mucho tiempo irreconciliables.
Fernández dijo que el gobierno erró al haber propiciado una doble pelea con «el campo» y los medios de comunicación, y poco a poco su discurso se tornó más agresivo hacia la gestión de su vieja amiga, más aún tras la muerte de Kirchner, en octubre de 2010.
«Yo no me fui del gobierno, a mí me echaron», «no me voy a callar su mal manejo de la economía» y «el peronismo fue progresista con Kirchner y patético con Cristina», fueron algunas de las lindezas que lanzó en la prensa.
También la acusó de encabezar un «mal gobierno» y calificó de deplorable su «intromisión en la justicia».
Pero tras años de distanciamiento, hace unos meses los Fernández volvieron a caminar a la par y el pasado 18 de mayo llegó el bombazo: la ex presidente anunciaba que había propuesto a Fernández ser candidato a la Presidencia, con ella como segunda, un modus operandi inédito en el país.
«Todos los que en algún momento tuvimos críticas para con ella entendimos que era un error seguir la confrontación entre nosotros, cuando el problema que tenía Argentina se llamaba Macri», indicó Alberto Fernández.
Aún hoy, muchos se preguntan por la razón real de la jugada -«Ella pensó que yo podía ser más útil en la construcción de consensos», dijo él- y si el abogado y profesor universitario, que se define como «un tipo común», será un títere de la ex mandataria o buscará indultarla en las causas de corrupción que la afectan.
«Cristina piensa que soy muy conciliador, y es cierto. Pero cuando es necesario, sé poner las cosas en su lugar», asevera el candidato que reconoce que su mentora dejó «tres problemas»: déficit fiscal, inflación y las duras restricciones para la compra de dólares.
Sin embargo, insiste en que encabezar el Frente de Todos es el camino para cambiar la realidad que deja Macri -alto endeudamiento e inflación, caída del consumo y aumento del desempleo y la pobreza- y devolver el peronismo a la Casa Rosada, tras la derrota de 2015.
«Inesperadamente, la política me impuso el desafío de ser presidente. Claramente no lo había pensado», expresó este hincha de Argentinos Juniors y fan de Bob Dylan, a quien algunos ven arisco con la prensa. «No me interesa ser políticamente correcto», agregó.
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