Un camastro en una celda aislada de las demás se convirtió en el hogar de Antonia Brenner durante más de 35 años. Lo acompañaban un escritorio con cajones y un crucifijo colgado en la pared. No podía compararse con los lujos a los que esta mujer había estado acostumbrada durante la que se había convertido en una vida pasada en Beverly Hills.
Antonia Brenner había nacido en realidad como Mary Clarke, hija de inmigrantes irlandeses católicos. Creció en una mansión en el conocido barrio de Los Ángeles, se casó en dos ocasiones, pero en 1970, ya viuda, decidió dar un giro radical a su vida y dejarlo todo para irse a vivir a la prisión de La Mesa, en Tijuana.
Clarke, a la que después llamarían la Mama o el ángel de la prisión, se había casado a una edad muy temprana y tras enviudar, había vuelto a contraer matrimonio. Crio a siete hijos, ya se habían ido de casa, cuando tras 25 años de relación, decidieron divorciarse. En 1977, Mary Clarke vendió su mansión y sus posesiones, cosió su propio hábito y con permiso del obispo local tomó los votos privados.
Más de diez años antes había visitado por primera vez la prisión estatal de La Mesa, en Tijuana, a donde había viajado para llevar medicinas. Allí pasaría el resto de sus días instalada en una pequeña celda apartada de las de los presos, a quienes llamaba hijos. A ellos y a los guardas de la cárcel les brindaba asistencia espiritual, pero también daba apoyo material, sobre todo para comodidades básicas para los reclusos, como mantas, medicamentos o productos de higiene personal.
Cuentan quienes la conocieron que cada día se levantaba a las cinco de la mañana, que normalmente caminaba libremente por la prisión, abrazando y bendiciendo a quien se encontraba por los pasillos. No tardo en llegar el rumor de su labor a oídos del obispo de Tijuana, Juan Jesús Posada, y del obispo Leo Maher del vecino San Diego, cuyo apoyo sería definitivo.
Hubo por entonces otras personas que quisieron seguir sus pasos y dar su vida para vivirla desde la cárcel; otras mujeres en la misma situación que Mary Clarke antes de tomar el hábito y ser Antonia Brenner. Em 1997, Antonia decidió fundar la congregación diocesana de los Siervos Eudistas de la Undécima Hora, que no sería oficialmente reconocida hasta 2003 por el obispo de Tijuana, Rafael Romo Munoz.
Su trabajo junto a los condenados, pero también junto a la policía, la convirtió en una mujer muy querida en Tijuana, donde le pusieron su nombre a la calle en 2007. Debido a su salud, que se deterioró en los últimos momentos de su vida, tuvo que abandonar su celda en La Mesa y mudarse a la casa de la congregación en la ciudad, donde finalmente moriría a los 83 años en 2013. Durante sus años en México nunca dejó de visitar a su familia en California, a quienes entretenía con historias sobre su vida entre rejas, como cuando amainó las trifulcas en el patio de prisioneros.