Cuando se cumplen 10 días de la incursión del Ejército de Ucrania en la región rusa de Kursk, una pequeña parte de la niebla de la guerra que, en afortunada expresión de Clausewitz, cubre las operaciones bélicas de hoy y de siempre se ha ido disipando poco a poco. Entre el silencio de Kiev y las mentiras de Moscú, todavía es mucho lo que no sabemos; pero lo que sí está claro es que las fuerzas que protagonizan las operaciones ofensivas van mucho más allá del millar de hombres anunciado por Putin hace una semana.
Aunque Kiev no ha dado cifras concretas, probablemente hayan atravesado las fronteras de Rusia al menos cuatro brigadas mecanizadas, con tropas frescas, adiestradas y bien equipadas. Es fácil entender las razones por las que el dictador ruso trató de empequeñecer las dimensiones del despliegue de un Ejército al que pocos días antes daba por agonizante, pero pan para hoy, hambre para mañana: ¿cómo podemos creerle ahora cuando asegura que ha eliminado más de 2.000 soldados enemigos?
En el dominio de la información
El objetivo mediático de la incursión ya está conseguido. Rusia ha sido invadida —la verdadera Rusia, por mucho que Putin insista en que ahora lo son también Zaporiyia, Jersón y el Donbás— y, por el momento, la respuesta más comentada del Kremlin ha sido la orden de evacuación de decenas de miles de civiles rusos.
Ocultos tras los mecanismos de censura, es difícil valorar los resultados de la incursión en las calles de Rusia. Habrá quien, en su fuero interno, culpe a Putin por su incapacidad para prevenir la humillación y habrá quien, por el contrario, vea despertar su ardor guerrero y sienta que necesita coger un fusil. El Kremlin asegura que, desde que se hizo pública la incursión, ha aumentado el número de voluntarios para alistarse en el Ejército. Un tiro por la culata —hasta ellos parecen admitir que no es lo mismo Kursk que el Donbás— que, además, quizá responda a datos maquillados. Medios de la oposición rusa —tan poco fiables como su gobierno— han publicado las quejas de numerosos familiares de reclutas a los que, contra las promesas del dictador, se ha obligado a firmar contratos para defender la región invadida. «Mejor hacerlo con una paga que como resultado de una condena en los tribunales», aseguran que se les dice. Quizá sean estos «voluntarios» los que han provocado el incremento de que presume Moscú. Quizá, simplemente, de hayan falseado los números. ¿Quién puede creer las cuentas de un Kremlin que acaba de aplaudir la victoria de Maduro en Venezuela?
Si no podemos asegurar lo que ocurre en Rusia, cuando miramos en la dirección opuesta se disipan todas las dudas sobre la operación. En Ucrania se viven momentos de júbilo. Es pronto para que se aprecie hasta qué punto la defensa de Kursk afectará al ritmo de los combates en el Donbás —lo que Rusia moverá son sus reservas, no las fuerzas empeñadas en el frente— pero la guerra será larga, y hay que disfrutar de los buenos momentos. El sufrido pueblo ucraniano no había tenido muchas cosas que celebrar en los últimos meses y esa situación, de prolongarse, podría terminar afectando a su moral, una gasolina sin la que no se puede ganar ninguna guerra.
Con todo, nosotros vivimos en España, y es en nuestros espacios informativos donde podemos valorar mejor las consecuencias de la incursión. De repente, la agresión rusa vuelve a interesar a los principales medios de comunicación occidentales. En este caluroso mes de agosto en el que el mundo cruza los dedos esperando la probable respuesta de Irán al asesinato en Teherán del líder de Hamás —no derramaré yo una lágrima por él, pero ¿tenía que ser en Teherán?— la guerra olvidada en el este de Europa ha vuelto a las primeras planas. A ello ha contribuido la torpeza del dictador, que no ha estado particularmente hábil cuando se preguntó en voz alta cómo podría Rusia negociar con quienes atacan de forma indiscriminada a los no combatientes, destruyen infraestructuras civiles y ponen en riesgo centrales nucleares. Era en verdad difícil no pensar que se estaba refiriendo a sí mismo.
En el terreno militar
¿Qué está ocurriendo en Kursk? ¿Por qué Rusia no ha podido todavía controlar la situación en al menos medio millar de kilómetros cuadrados de su propio territorio? Habrá tiempo para análisis más detallados a partir de las evidencias que se nos vayan presentando, pero podemos ya adelantar que, diez días después de la incursión, Rusia ni siquiera ha conseguido definir un frente, algo esencial para su doctrina táctica.
El Ejército ruso, siguiendo su tradición histórica y su no menos histórico desprecio por la pérdida de vidas, plantea las operaciones terrestres siguiendo «doctrinas de fuego», que conducen a espesas batallas de atrición libradas bajo un duro enfrentamiento artillero. Su idea de la táctica no va mucho más allá de matar y morir entre trincheras. Mientras, los militares ucranianos, influidos por sus asesores occidentales, parecen preferir las «doctrinas de maniobra» por las que desde hace muchos años apuesta oficialmente la Alianza Atlántica. En lugar de resignarse a la guerra posicional que, por convicción o por dejadez, propone el Kremlin, las fuerzas ucranianas tratan siempre que pueden —el mejor ejemplo fue el contraataque que liberó Járkov— de explotar la movilidad para atacar los puntos débiles del enemigo, siguiendo principios que han cambiado muy poco desde que los formuló Sun Tzu: la sorpresa, el engaño, la maniobra… en definitiva, ese arte de la guerra que parece olvidado en Moscú.
¿Cuánto tardará Putin en concentrar en Kursk las tropas y, sobre todo, la masa artillera que Rusia necesita para equilibrar la situación e impedir que continúen las correrías de sus enemigos? Por si sirve de elemento de comparación, el dictador tardó tres semanas en retirar de los suburbios de Kiev las fuerzas que necesitaba para tratar de cercar a las fuerzas ucranianas que defendían el Donbás. Llegó tarde entonces y, seguramente, volverá a llegar tarde ahora. Para cuando pueda presentar batalla, es probable que las brigadas de Ucrania hayan terminado su trabajo y, después de obligar a Putin a guarnecer permanente su frontera —objetivo importante, porque hasta ahora solo Ucrania parecía estar obligada a hacerlo— estén de vuelta en su territorio.
Algunas lecciones tácticas
Cualesquiera que sean sus resultados finales, la incursión ha sido una sorpresa para algunos analistas. ¿No se combatía en un frente transparente, bajo la vigilancia de satélites y drones que hacían de la sorpresa un objetivo imposible? ¿No se había firmado el acta de defunción del carro de combate? ¿No había desaparecido la movilidad de la fuerza terrestre por la superioridad del dron y la artillería sobre los medios acorazados? Pues ya vemos que no. No del todo, al menos.
Lo que ocurra en Kursk no cambiará la guerra de Ucrania. Pero sí es probable que devuelva la sensatez a un debate que había surgido en medios profesionales tras la vuelta a las trincheras que los errores del Kremlin —o, quizá, la astucia, en la versión más rusoplanista de los hechos— han provocado en Ucrania.
La tecnología siempre ha tirado del carro de las tácticas militares y hoy lo hace más que nunca. En el siglo XXI, la competición tradicional entre el proyectil y la coraza se ve replicada en multitud de carreras adicionales entre drones y sistemas de guerra electrónica, entre sistemas de defensa o ataque cibernéticos o, de forma más clásica, entre los aviones de combate y los misiles antiaéreos. Resultado de los adelantos de unos y otros, la doctrina táctica avanza a tirones. Lo que ayer era imposible quizá no lo sea hoy y puede que vuelva a serlo mañana. La clave es, sin embargo, la misma desde la noche de los tiempos: sorprender al enemigo y aprovechar las oportunidades. Para lograrlo es esencial recordar que la guerra sigue siendo un arte. Un arte bárbaro, si se quiere, pero arte al fin y al cabo. Afortunadamente para Ucrania —y para el mundo— no quedan muchos en el esclerotizado Ejército ruso que parezcan verlo así.