Era cuestión de tiempo. El coronavirus penetró los barrios marginales de América Latina y sus millones de habitantes deben hacerle frente desde realidades adversas: la carencia de servicios básicos y la imposibilidad de cumplir el confinamiento por procurarse el sustento.
Las autoridades sanitarias mundiales y expertos han alertado del peligro de que la pandemia se ensañe con ellos.
«Estamos cada vez más preocupados por los pobres y otros grupos vulnerables con mayor riesgo de enfermedad y muerte por el virus», dijo días atrás la directora de la Organización Panamericana de la Salud, Carissa Etienne.
Villas miseria en Argentina, barriadas en Perú, favelas en Brasil, cerros en Venezuela, población callampa en Chile… Comoquiera que se conozcan, aunque con niveles variables de precariedad y características propias, tienen rasgos comunes que hacen de las recomendaciones sanitarias una utopía.
Con la curva de contagios aún acelerándose en países como Brasil, Perú y Chile, y un posible subregistro de casos, la catástrofe empeorará.
Un episodio el lunes puso en alerta a las autoridades argentinas, al confirmarse 84 casos de covid-19 en la villa Azul, un asentamiento informal en la periferia sur de la capital, donde un centenar más de casos sospechosos está en estudio.
El gobierno de la provincia de Buenos Aires optó por aislar a los 3.000 habitantes de la villa cerrando sus accesos. Si el virus alcanza a la vecina Itatí, al otro lado de la autopista y con unos 16.000 vecinos, el panorama se complicará.
Morir de hambre o de coronavirus
De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo, en el mundo hay 1.700 millones de personas que trabajan en el sector informal.
Para ellas, «hay una contradicción entre morir de hambre o morir del virus», dice a la AFP la economista brasileña Dalia Maimon, coordinadora del Laboratorio de Responsabilidade Social de la Universidad Federal de Rio de Janeiro.
La lógica imperante es que «si morir de hambre, por no trabajar, es una certeza, entonces voy a arriesgarme tratando de no contaminarme por el virus y voy a trabajar», ilustra.
Aunque en la villa Azul de Buenos Aires las autoridades planean ahora distribuir alimentos, medicamentos y productos de desinfección e higiene personal, allí como en otros barrios marginales la desconfianza y el sentimiento de abandono campan.
«Hasta la semana pasada trabajé, pero ahora no somos dueños de salir, me da una sensación de que estamos presos», dice José Sequeira, un vecino del barrio de 63 años, chapista de autos. «Tengo un poco de plata ahorrada pero si no puedo salir a comprar no sé qué voy a comer».
La villa Azul es uno de los 1.800 barrios vulnerables que albergan a más de 3 millones de personas en la periferia de Buenos Aires.
Se les suman otras 350.000 que viven en villas en la propia ciudad. En una de ellas, la conocida Villa 31, se multiplicaron alarmantemente los contagios hace dos semanas en medio de un prolongado corte de agua. El evento obligó a frenar la flexibilización de la cuarentena general.
«¿Cómo compramos comida?»
En los asentamientos la distancia social resulta compleja: los vecinos suelen hacer vida en sus estrechas calles como modo de desahogar el hacinamiento que sufren en sus precarias viviendas, donde viven a menudo varias generaciones de la familia.
Ni hablar de teletrabajo, un privilegio escaso aquí donde la gente sobrevivía día a día en el sector de servicios o gracias a la economía informal antes de la llegada del virus.
La pausa en la productividad por las medidas de contención dejó sin trabajo a una importante proporción de latinoamericanos, que han tenido que reinventar en mucho casos su medio de subsistencia.
«En estas cuadras somos trabajadores de la construcción, vendedores en tiendas comerciales, gente que salimos todos los días a la calle, y con la cuarentena cerró todo y la mayoría nos quedamos sin trabajo», cuenta a la AFP Oscar González, un soldador chileno de 43 años que trabajaba en un taller que cerró hace un mes.
Vive en Brisas del Sol, un barrio de la comuna de Puente Alto, en Santiago, una de las más pobladas del área metropolitana, donde en los últimos días se multiplican las barricadas de vecinos reclamando atención del Estado.
«Aquí no llega ni una ayuda del gobierno, pareciera que creen que uno puede vivir sin plata. ¿Cómo compramos comida?», se pregunta.
Vacío de Estado
En otras latitudes la ausencia institucional, que en algunos casos es crónica, ha sido aprovechada por las organizaciones criminales para fortalecer el dominio territorial prestando asistencia ante la pandemia.
La capacidad de esos grupos de llenar el vacío de Estado es la «tendencia más alarmante», reemplazándolo como «un actor legítimo y proveedor de servicios», señaló Douglas Farah, experto en seguridad, en un foro reciente en Washington convocado por la Organización de Estados Americanos.
En México, los carteles distribuyen comida y medicinas; en Honduras, las pandillas organizan campañas de desinfección de vehículos para proteger de la covid-19 en los territorios que controlan, ejemplificó.
La Iglesia y organizaciones sociales también han resultado actores vitales, impulsando campañas informativas y de desinfección barrio adentro, así como las llamadas ollas populares.
«Debemos tener nuestras propias políticas públicas y crear alternativas debido a la ausencia del gobierno», dijo a la AFP Gilson Rodrigues, un líder vecinal de Paraisópolis, la segunda mayor favela de Sao Paulo, que se prepara «para el peor escenario».
En esta megalópolis, el nuevo coronavirus ya dejó más de 6.400 muertos y 86.017 contagios entre sus 12,2 millones de habitantes.
Tras dos meses de confinamiento obligatorio y con el sistema de salud cerca de su límite, las zonas deprimidas paulistas se proyectan como el blanco perfecto para engrosar esas cifras. Un panorama similar acecha a las abigarradas favelas de Rio.
Brasil es, después de Estados Unidos, el país más golpeado por la pandemia –en cifras absolutas, no relativas a la población total– con casi 20.000 muertos y 390.000 contagiados en una población de 210 millones. A la tragedia sanitaria se suma una peligrosa crisis política por la discordia entre el presidente ultraderechista Jair Bolsonaro y los gobiernos regionales sobre la gestión del combate del virus.
Sin agua
3.000 millones de personas en el mundo, según la ONU, carecen de acceso a redes de distribución de agua y no pueden lavarse las manos adecuadamente en sus hogares, una regla básica recomendada para evitar el contagio del SARS-CoV-2. Buena parte de ellos vive en asentamientos urbanos de América Latina.
En Perú, también azotado por la pandemia pese al rigor de las restricciones decretadas, cerca de un tercio de los 10 millones de habitantes de Lima tiene que lidiar con graves deficiencias en el suministro de agua.
Las más afectadas son las barriadas populares que han ido creciendo en los contornos de esta ciudad erigida en la desértica costa del Pacífico.
«La crisis del agua en Lima es una amenaza silenciosa. Y en la pandemia de coronavirus las poblaciones más vulnerables son las que tienen mayor riesgo de exposición», asegura a la AFP Mariella Sánchez, directora de la ONG Aquafondo.
La escasez de agua se une en Venezuela a otras fragilidades apabullantes de servicios como la energía eléctrica y la gasolina, producto de la peor crisis social y económica de la historia moderna del país.
En San Cristóbal, ciudad fronteriza con Colombia, la familia de Reinaldo Vega recolecta agua con baldes en una toma callejera a unos 300 metros de su vivienda, donde el servicio es intermitente.
Este empleado de seguridad de 41 años desempolvó técnicas de boy scout que aprendió en su juventud. «Gracias a eso estamos sobreviviendo«, dice a la AFP tras salir con mascarilla a recoger leña para cocinar.