Los campos de refugiados están entre los más difíciles desafíos para los defensores de la protección del desarrollo temprano. Lo sabe la psiquiatra infantil Lynne Jones, quien tiene experiencia de más de 25 años en la conducción de programas de salud mental en áreas de conflicto o de desastres naturales, en sitios como Haití y Sierra Leona. Las cifras hablan por sí solas de la magnitud del reto que afrontan quienes como ella trabajan en la asistencia a víctimas de conflictos o catástrofes naturales. “En el mundo hay más de 25 millones de refugiados y más de la mitad de ellos son niños”, recordó.
En el libro Más allá del asilo, una memoria de la guerra, el desastre y la psiquiatría humanitaria, Jones recogió parte de su experiencia, que compartió con los periodistas asistentes al seminario sobre trauma infantil organizado por el Centro Dart de la Universidad de Columbia. “Para poner en contexto lo que sufren los refugiados podemos recordar lo que una vez dijo la filósofa Hanna Arendt, que fue uno de ellos: ‘Los refugiados no son bienvenidos ni asimilados en ninguna parte. Una vez que dejaron su tierra natal se quedaron sin hogar. Una vez que dejaron su patria quedaron apátridas. Una vez que han sido privados de sus derechos humanos, permanecen sin derechos, la escoria de la tierra”. A pesar de esas palabras, que resuenan duramente para quienes, como los venezolanos, han comenzado a alimentar los contingentes de expulsados de su propio territorio, Jones ha logrado encontrar esperanza y belleza en su trabajo con niños sometidos a esas duras condiciones. Al reflexionar sobre ellos, tocó un punto clave: la resiliencia, que ella definió como la capacidad de “rebotar”, salir a flote luego de tocar el fondo.
Una de las experiencias que ha guiado en los campamentos de refugiados consiste en darles una cámara fotográfica para que los más pequeños narren sus propias experiencias. Las imágenes que toman resultan conmovedoras: su juguete favorito, la cama donde descansa mamá, el árbol que da sombra a todos por igual. “Darle voz a los niños implica validar sus experiencia, expandir su imaginación, permitirles conectarse con otros niños globalmente, dejar que se defiendan por sí mismos, alentar su creatividad y la cooperación”. Algunas de las historias reunidas por Jones pueden leerse en el sitio web migrantchildstorytelling.org.
Theresa Betancourt, de la Escuela de Trabajo Social del Boston College, también reflexionó acerca de las consecuencias de los conflictos en la infancia. “La naturaleza de las guerras está cambiando y hay un incremento de los conflictos ultranacionales, en los que intervienen actores distintos de los gubernamentales, que incluyen a los niños. Como consecuencia, hay un impacto intergeneracional de la guerra”, sostuvo.
Cassie Landers, profesora de Salud Familiar y Población del Centro Médico de la Universidad de Columbia, considera que no se debe dejar de prestar atención al desarrollo infantil incluso en situaciones de desastre. “En 2015 nacieron más de 16 millones de niños en áreas de conflicto”, puntualiza. Una de las estrategias de intervención que propone, y que ya ha sido ensayada en zonas de guerra, es crear centros seguros para el juego y aprendizaje de los más pequeños, núcleos donde soñar con la normalidad es posible. Experiencias como esas han sido ensayadas en la crisis de los campos de refugiados Rohingya, en Bangladesh.
Las ciudades vistas desde 95 centímetros de altura
Muchas veces se dice que vivir en una ciudad es difícil, pero lo es mucho más cuando se experimenta desde una altura de 95 centímetros. Desde esa perspectiva, Tara Eisenberg, del Instituto Gehl, una organización no gubernamental que quiere incidir en las políticas de planeamiento urbano, reflexiona acerca de la invisibilidad que padecen los más pequeños, que no son tomados en cuenta por quienes deciden cómo deben funcionar las ciudades. “No se suelen incluir las necesidades de los niños en áreas como transporte, salud o parques. Si lográramos ver las cosas desde su perspectiva, podríamos tener mucho más claro lo que se debería transformar”, señala.
Para aportar ideas, proponen partir de instrumentos de observación y de medición que puedan dar pistas acerca de cómo los ciudadanos, y en especial las familias, utilizan los espacios urbanos. Eisenberg cita como experiencias exitosas los casos de Tucumán, en Argentina, donde lotes vacíos han sido transformados en sitios de encuentro y juego para las familias; o de Estambul, donde se ha construido un mapa del acceso a los servicios para los niños menores de cuatro años de edad.
250 millones de niños y niñas menores de cinco años, en países de ingresos bajos y medios, no logran alcanzar su potencial de desarrollo cognitivo y socioecomocional debido a factores asociados con la pobreza
36 millones de niños y adolescentes menores de 19 años viven actualmente fuera de sus países de origen, a consecuencia de las crisis causadas por desastres naturales, cambio climático y el aumento de la pobreza
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