Cuando se ha cumplido un año desde la masacre del 7 de octubre, el mundo vuelve a contener el aliento esperando noticias de Oriente Próximo. El centro de nuestra atención ya no es la guerra de Gaza, muy apagada —el pasado día 5, ninguna de las milicias palestinas reivindicó un solo ataque— ni tampoco la nueva guerra del Líbano, que ya es la tercera del mismo nombre. Lo que hoy nos preocupa de verdad es el enfrentamiento entre Israel e Irán.
En la sangrienta partida que le enfrenta a Benjamin Netanyahu, hace una semana que Alí Jamenei ha envidado a la grande con el lanzamiento de casi 200 misiles balísticos en un ataque que, oficialmente, responde al atentado que mató al líder de Hamás, Ismail Haniya, en Teherán, más que a la reciente entrada de las tropas israelíes en el Líbano.
Todo el mundo sabe —menos, quizá, el propio Jamenei, que lleva más años en el poder que Putin en Rusia y eso siempre aísla de la realidad— que Irán es jugador de chica. Su Ejército es el de sus proxies y su arma es el terror. Por eso, nadie espera que Netanyahu dé su brazo a torcer. Pero, ¿qué es exactamente lo que va a hacer? ¿Ver el envite? ¿Doblar la apuesta? ¿Lanzar un órdago? No es posible saberlo, entre otras cosas porque es probable que el propio líder no tome una decisión hasta que llegue el momento de ejecutarla.
Lo que sí sería una auténtica sorpresa es que el primer ministro optase por una desescalada como la del 19 de abril. Recordará el lector que Netanyahu se limitó entonces a destruir un radar y una batería de misiles, en una base aérea próxima a las instalaciones de enriquecimiento de uranio de Natanz. La idea parecía buena, porque mandaba a Teherán la señal de que su programa nuclear era vulnerable, pero permitía que Jamenei salvara la cara negando los daños sufridos en un centro militar al que el público no tenía acceso. Por desgracia, la acción no resultó suficientemente disuasoria para evitar el reciente ataque iraní y me parece difícil que el primer ministro israelí, hoy en la cresta de la ola, vuelva a confiar en una línea de acción que no ha dado resultado la primera vez.
El petróleo
Si la desescalada no ha funcionado, ¿por qué no buscar un cambio de sentido? Netanyahu tiene a su disposición dos opciones de naturaleza claramente escalatoria. Las dos se han discutido estos días por analistas de todo el mundo. La más moderada —si fuera una partida de mus, quizá estaríamos hablando de subir la apuesta un poco más— sería un ataque a las instalaciones petroleras que dan vida al régimen de Teherán.
Sin embargo, una acción así abriría una puerta que nadie desea. Es sabido que lo que Irán atacó hace unos días fueron objetivos militares. Una respuesta sobre blancos civiles —la energía lo es, ya sea en Ucrania, en Rusia o en Irán— no podría ser ocultada del todo por los ayatolás y les invitaría a responder sobre instalaciones israelíes del mismo tipo, quizá en las propias ciudades.
¿Tendría éxito un ataque iraní sobre Tel Aviv o Haifa? Para saberlo, es importante evaluar lo ocurrido el pasado día 1. Las imágenes de satélite revelan que, en esta ocasión, el número de misiles que ha superado la defensa aérea israelí puede estar próximo a los 40, alrededor de 20% de los lanzados. Si los daños han sido muy limitados es porque la precisión de los sistemas de guía iraníes, privados de GPS por los sofisticados medios de guerra electrónica que tiene Israel, está muy lejos de la de los occidentales. Sobre la base aérea de Nevatim se pueden contar más de 20 impactos, ninguno de los cuales se produjo en un lugar crítico. Esa falta de precisión sería mucho menos relevante si el blanco fuera una ciudad, donde importa poco si el edificio destruido está en una manzana o en otra próxima.
Así pues, es probable que un ataque a las instalaciones petroleras iraníes terminara llevando a la región a una guerra de naturaleza tan asimétrica —una democracia tecnológicamente avanzada de menos de diez millones de habitantes apoyada por Estados Unidos y una teocracia de casi cien que tiene detrás a los regímenes dictatoriales de Rusia y China— que ninguno de los contendientes, separados físicamente por Siria e Irak, la podría ganar.
El programa nuclear
Lo mismo ocurriría si Israel decidiera tomar como blanco al programa nuclear iraní. Claro que, en este caso, habrá quien piense que quizás mereciera la pena. No solo a Israel le preocupa que Teherán consiga armas nucleares. Lo malo es que, a estas alturas, parece imposible paralizar definitivamente el desarrollo de la bomba iraní, sobre todo porque los ayatolás ya tienen en Bushehr una central nuclear en funcionamiento que —nadie quiere ser culpable de otro Chernóbil— podría servir de paraguas para proteger las actividades más críticas de su programa.
La tentación de este órdago a la grande, con las cartas ganadoras que tiene Israel en su mano, es comprensible. Sin embargo, un golpe dado a medias, en un terreno particularmente difícil como este, puede hacer más mal que bien. Solo un completo éxito, imposible de garantizar, compensaría los muchos inconvenientes de un ataque que daría al traste con cualquier posibilidad de llegar a un acuerdo con Teherán, reforzaría el régimen de los ayatolás y aportaría argumentos para que algunos países del denominado Sur global vean la proliferación nuclear como la única salida para sentirse a salvo de influencias exteriores.
La Guardia Revolucionaria Islámica
Además de las medidas escalatorias, que suelen ser las que despiertan el interés del público y de los medios —no puedo olvidar la decepción que reflejaba el rostro de un entrevistador cuando le dije que no creía que Putin recurriera al arma nuclear en Ucrania—, en los catálogos de gestión de crisis existen otras medidas que tienen por finalidad la de mantener el statu quo. Si eso es lo que quiere Netanyahu —y cruzo los dedos para que sea así— la opción más lógica desde el punto de vista militar sería atacar a los propios misiles balísticos de los ayatolás, que no están a cargo del Ejército iraní sino de la Guardia Revolucionaria Islámica.
Es cierto que es muy difícil destruir más de una fracción de los misiles balísticos iraníes, muchos de ellos móviles. Aunque los medios de vigilancia son hoy mucho mejores, los lectores de mi generación recordarán lo complicado que fue localizar los Scud iraquíes en la primera guerra del Golfo.
¿Por qué, entonces, apostar por ellos como blanco? Porque es un objetivo proporcional, porque encaja en el Derecho Internacional Humanitario, porque es relativamente discreto –los daños en las unidades militares pueden ocultarse con facilidad si lo que Irán desea es fingir una victoria– y porque, después de todo, es lo que ha venido haciendo Netanyahu en el Líbano hasta que ha visto la posibilidad de abrir el segundo frente: responder a los ataques de Hezbolá destruyendo los emplazamientos de los lanzacohetes.
Con todo, haría bien el lector prudente en no apostar demasiado por ninguna de las opciones aquí esbozadas. Ver los toros desde la barrera es mucho más fácil que torear. Netanyahu fue, en tiempos, un buen soldado y sabe perfectamente lo que supone la guerra. Habrá que confiar en que cinco décadas en la arena política no le hayan nublado la inspiración.