Con 93 años de edad, Hedy Katz, sentada una mañana soleada en el balcón de su casa en Caracas, retrocede más de siete décadas para rememorar uno de los momentos más oscuros en la historia de la humanidad. Su sonrisa de repente desaparece y la nostalgia le nubla la vista al recordar que es una de los 7.600 sobrevivientes del campo de concentración y exterminio Auschwitz, liberado por los soldados rusos el 27 de enero de 1945.
Confesó que esta sería su última entrevista, pues revivir una y otra vez lo que sufrió en ese lugar, lo que perdió por el odio de un solo hombre, Adolf Hitler, la ha desgatado demasiado emocionalmente, algo que a su edad ya no puede soportar.
«No pensábamos que podíamos aguantar, pero uno aguanta mucho. Cosas que uno no puede entender. Tanta maldad, odio y bajeza. Los alemanes, una nación culta, dieron muchos músicos, filósofos y escritores. Sin embargo, vino un fanático, un amargado, no sé cómo calificarlo, un populista, que con su nacionalismo le prometió a los alemanes que él iba a arreglar el país después de perder la Primera Guerra Mundial y que iba a levantar un imperio que duraría 1.000 años, pero solo duró 13, aunque toda la maldad se hizo en esos años», expresó. Era evidente que se le hacía difícil encontrar las palabras que pudieran describir la crueldad de Hitler.
Como si no hubiese sucedido nada, Katz se trasladó hasta el 19 de diciembre de 1926, el día que nació en Sighet, ciudad ubicada en la frontera entre Rumania y Hungría, que siempre fue disputada por ambos países. En ese lugar residió entre húngaros, rumanos y judíos.
Con el Ávila a su espalda, abrazó sus más gratos recuerdos de ser hija única y vivir en un hogar donde el amor fue un integrante más. Durante 17 años estuvo rodeada de una familia muy unida, ya que el cariño y el respeto reinó entre sus bisabuelos, abuelos, padres y otros seres queridos.
No solo relataba su historia con palabras, sino que sus manos iban dibujando sus recuerdos. A los 13 o 14 años de edad sintió por primera vez el rechazo por ser judía, pues la ley de los Numerus Clausus o números nulos le impidió continuar estudiando en su ciudad. Se fue a otra para seguir su educación hasta que a los judíos se les excluyó de todo.
Aunque sus palabras salían tan rápido que a veces colisionaban entre una historia y otra, se pausaron cuando dijo que el cuento de hadas se convirtió en pesadilla. En abril de 1944 recibieron la orden de que cada judío debía empacar sus cosas en una pequeña maleta para ser encerrados en un gueto, una parte de la ciudad que los alemanes amurallaron y de donde no tenían derecho de salir. Mirando al horizonte, suspira y resalta que esa fue la última vez que compartió la noche de Pésaj con sus abuelos, bisabuelos y padres; la última vez que sintió el amor de toda su familia unida.
«Fueron momentos muy tristes, en un pequeño apartamento de tres cuartos fuimos más 25 personas durmiendo en el piso. Los alemanes entraban y nos amenazaban. Había personas que murieron; suerte para ellos que al menos no tuvieron que pasar por ese sufrimiento que los demás vivieron».
La sinagoga quedó dentro del gueto, ahí se improvisó un pequeño hospital en el que ayudó a cuidar a los enfermos junto con otras jóvenes voluntarias y su primo Zoltan Guttman, que era médico. Con un tono de inocencia, afirma que una de las razones por las que sobrevivió es porque ese familiar tenía un consultorio y ella pudo tomar todas las vitaminas que él le dio.
El viaje de la muerte
Con sus brazos cruzados en el calor de su hogar, en Caracas, recuerda lo equivocada que estuvo al hallarse llena de esperanza de que los alemanes no les hicieran daño porque habían sido vencidos en Rusia y los aliados se acercaban. El domingo 14 de mayo de 1944 en la mañana, a solo ocho meses de la liberación de Auschwitz, los nazis les ordenaron salir del gueto para trasladarse a la estación de trenes, que embarcarían para ir a trabajar.
«Nos engañaron, pero de todas maneras no teníamos opción, ellos tenían las armas, tenían la preparación, tenían a los perros adiestrados para que si alguien se movía, ellos los despedazaban. Fue un domingo espléndido, todavía lo recuerdo, está en mi mente después de 75 años, todo en detalle», narró Katz con la voz quebrada.
Cuenta pensativa que ese día dejó la casa del gueto agarrada de la mano de su madre, que tenía 36 años de edad. Iba erguida, pero adolorida porque ambos lados de la calle estaban llenas de personas, algunas lloraban, mientras otras hacían señas de que iba a ser degollados.
«Los abuelos y bisabuelos paternos no sé qué pasó con ellos, desaparecieron como si nunca hubiesen existido. ¿Con qué derecho disponían de la vida o muerte de otra persona?».
Katz expresó con melancolía que se dirigieron a la estación de trenes con ilusiones de que no les sucedería nada y que sobrevivirán. Pero lo que encontraron fueron vagones de ganado, cuyos boletos eran los empujones y golpes de los alemanes para obligar que 60 personas o más entraran en uno.
«Como yo me encontraba fuerte, estuve al lado de la ventana donde permanecí parada día y noche, sin agua, sin comida, sin donde hacer nuestras necesidades, sin nada. La gente enloqueció», indicó Katz mientras simulaba con sus manos cómo se agarró a los barrotes del tragaluz.
Como un tipo de presagio, poco tiempo antes de llegar a su destino uno de sus abuelos, que había perdido la razón, comenzó a gritar «¡Yo veo fuego, yo veo fuego, nos van a llevar al fuego! ¡Nos llevan para quemarnos!».
Luego de un viaje de tres días y tres noches llegaron a Auschwitz. Cuando los nazis abrieron las puertas del vagón, se desparramaron cuerpos al suelo. Ella no recuerda cuántos perdieron la vida durante el viaje porque se aferró tan fuerte a la mano de su madre, que no miró a su alrededor con la esperanza de sobrevivir.
«Los que todavía podían caminar los pusieron en unos camiones y empezaron las selecciones. Ahí estaba (Josef) Mengele, el dios de la vida y muerte, con un dedo decidía quién iba a derecha y quién iba a la izquierda. Como tenía 17 años de edad y mi mamá también estaba joven, fuimos a la derecha, a vivir. Luego nos agarraron, yo tenía el pelo largo y negro y me lo cortaron».
Con uno de sus dedos de la mano derecha señaló su antebrazo izquierdo, en el que todavía lleva, aunque bastante borroso, el número A-7641 que los alemanes le tatuaron luego de que cortaron todo su cabello y la desinfectaron, como a todos los que llegaban a ese lugar. Katz confiesa que cuando se siente molesta o descontenta con algo, observa esa cifra en su antebrazo izquierdo y todo se le pasa. También asegura que nunca ha podido olvidar el olor a carne quemada que salía de las cámaras de gas de Auschwitz.
Poco tiempo antes de la liberación de ese campo de concentración y extermino se le congelaron los dedos de los pies y la separaron de su amada madre. Con dolor perceptible en sus ojos, aun recuerda que en diciembre de 1944 los alemanes se la llevaron en la conocida marcha de la muerte.
«Alguien le dijo que yo iba en el transporte y ella quiso seguirme. Llegó a un campo de concentración que se llamaba Ravensbrück. Luego una amiga mía que estaba a su lado me dijo que murió allá con mi nombre en su boca, a los 36 años de edad. Mi papá fue un hombre muy correcto y entonces en el campo de concentración (Gross-Rosen) donde estaba se encontraba un vecino con quien me vi después de la guerra. Me contó que mi papá lo cuidaba mucho, pero un día sacaron a un prisionero judío y empezaron a golpearlo con palos y mi papá no aguantaba la injusticia, fue a defenderlo y lo mataron», relató. Para ella sus padres permanecen jóvenes e intactos en su memoria.
«La guerra fue avanzando, eso fue en mayo y el 27 de enero de 1945 los rusos liberaron Auschwitz, pero mientras tanto allá perdieron la vida 1.100.000 personas en el crematorio, en su mayoría judíos«.
Katz describe a Hitler como un genio maléfico, un desastre, un castigo de Dios para la humanidad, porque no solo asesinó a judíos en la guerra, sino que murieron 60 millones de personas, rusos, alemanes, de todo.
Señala que Hitler llegó al poder con su odio hacia los judíos, que todavía no ha podido ser comprendido aunque existe mucha biografía e investigaciones. «No se puede entender como la mente humana puede idear sacar de la faz de la tierra un pueblo que no le hizo daño, gente trabajadora».
«Guste o no guste, es el pueblo de Dios porque desde cuando se recibió la Torá, los 10 mandamientos todavía rigen el mundo civilizado de hoy. A los judíos los han perseguido en todos los siglos, pero a pesar de todo nosotros estamos sobreviviendo. Muchos (grupos que lo perseguían) desaparecieron de la Tierra, pero los judíos tenemos un país floreciente», destacó confiada en que su comunidad continuará prosperando.
«Mas fuerte que el acero»
Mientras se encontraba trabajando en Auschwitz, haciendo caminos y drenando el río Vístula, se enteró de que su primo Zoltan trabajaba en el Sonderkommando, un grupo de casi 200 hombres jóvenes fuertes responsables de llevar a las personas a las cámaras de gas, de retirar después los cuerpos y examinarlos para ver si encontraban dientes de oro o algo de valor dentro de los orificios de los cadáveres.
Nunca ha podido olvidar que un día logró recibir un paquete pequeño con un poco de comida, e incluso vitaminas, enviado por su primo. Además, también había una carta: «El hombre es más fuerte que el acero porque hoy yo saqué los dientes de oro de la boca de mi tío Anton y de mi tía Fanny, que fueron gasificados. Aquí estamos en un infierno. Trate de estar fuerte«.
«Tenía que sobrevivir para contar mi historia»
«Fue la voluntad, yo dije que tenía que sobrevivir a como diera lugar porque alguien tiene que contar al menos una parte de la historia, mi historia, porque cada quien tiene su historia». Así dijo Hedy Katz sobre su determinación a no darse por vencida, a pesar de perder todo lo que amaba.
En el transcurso de su relato, vino a su mente que en una ocasión una joven se dirigió a la cerca electrificada porque no quería vivir. Aunque no logró morir en su intento, los nazis le cortaron las venas y la llevaron por el campo de concentración para que los demás la vieran, con el objetivo de aterrorizarlos.
Como si la soledad la embargara por un momento, Katz expresó que luego de terminar separada de su madre por una cerca electrificada de Auschwitz, se sentía tan desamparada, que una noche abrazó en la oscuridad a una mujer desconocida y que nunca supo quién era.
«Los perros estaban ladrando y dije: ‘Dios mío, ¿cómo es posible que los perros tengan derecho y libertad para ladrar, pero nosotros no? ¿Qué culpa tengo yo? ¿Qué hice de mal en la vida? para que fuéramos solo un número y vejados porque solo somos judíos. Todos los humanos tenemos derecho de vivir, creamos en lo que creamos, todos cabemos'», manifestó Katz, como si todavía tratara de encontrar las respuestas a esas preguntas.
Resaltó que luego de ser liberada de Auschwitz, viajó de vuelta a Sighet en plena guerra e invierno, donde logró llegar en marzo de 1945.
La gran perdedora en medio de la victoria
La tristeza la secuestró por unos instantes al mencionar que el 9 de mayo de 1945 todos festejaban en la calle principal el final de la Segunda Guerra en ese continente ante la rendición de los alemanes. Aunque esa fecha se declaró como el Día de la Victoria, esa entonces joven de 18 años de edad se sentía como la gran perdedora.
En ese momento solo un pensamiento corría por la mente de Katz: «Yo estaba en la calle principal. Pero me dije que no tenía nada que celebrar porque hacía un año tenía a toda mi familia alrededor y ahora no tenía a nadie. Estaba sola en el mundo, ¿qué iba a ser de mí?«.
Se casó ese año y tuvo sus dos hijos en Rumania. En ese país vivió hasta que su primogénito cumplió 15 años de edad, pues el comunismo le negó por más de una década el permiso para dejar la nación porque no había nadie capacitado para hacer el trabajo de su esposo.
Su amor por Venezuela
Luego de lograr salir de Rumania, Katz vivió con su esposo e hijos en Viena, Austria; después en Montreal, Canadá.
No obstante, aseguró que hace 56 años un familiar de su esposo fue a buscarlos a Canadá para traerlos a Venezuela, en agradecimiento por lo que había hecho la suegra de Katz por él cuando era joven.
«Desde entonces estoy aquí y me quedo aquí. Puede venir cualquier cosa, este es mi país, lo quiero mucho y quiero morir aquí. No tengo prisa, pero así será. Mis hijos van y vienen. Este sol no lo hay en ningún lado, esa montaña (El Ávila) no la hay en ningún lado. Este país me dio muchas cosas buenas. Estoy eternamente agradecida. Me mandó a estudiar a mis muchachos a Estados Unidos con la beca Gran Mariscal de Ayacucho; se casaron aquí con dos venezolanas, tuvieron hijos y ahora están en el norte», reveló mientras tenía su mano colocada en su pecho.
Aseguró que los primeros cinco años en Venezuela fueron muy duros, pero gracias a la ayuda de su familiar y que trabajaban entre 16 y 18 horas diarias pudieron levantar una pequeña fábrica.
«Yo espero y deseo todo lo mejor para Venezuela, que todo el mundo viva en paz, que todo el mundo esté contento, que haya comida bastante, que no haya exclusión, enemistad. Todos somos seres humanos. Yo quiero todavía ver y vivir, que vengan los nietos sin miedo a visitarme porque yo ya no puedo viajar«, dijo esperanzada sobre el futuro del país que le abrió las puertas hace más de cinco décadas.
Con gozo y satisfacción afirmó que no ha conocido gente tan noble como el venezolano, a pesar de que ha podido viajar a diferentes países y conocido diversas culturas.
«Cuando salgo a la calle un joven me dice: ‘Señora, necesita ayuda?’. Mire, esa cosa no hay en ningún lado del mundo. El venezolano es noble, es bueno. Le gusta cantar, le gusta bailar, le gusta la alegría, le gusta disfrutar. Yo disfruto mucho eso aquí. Que Venezuela salga adelante, hay mucha gente preparada y estoy muy orgullosa de Venezuela, son gente magnífica, preparada, culta«, remarcó.
Durante la entrevista dedicó un momento para mostrar su obra biográfica llamada Mucho más que un número, que presentó el pasado año en la librería El Buscón. Al ver las imágenes de algunos familiares fallecidos en la Segunda Guerra Mundial que están en el libro, lo definió como la herencia para que sus futuras generaciones conozcan sus orígenes.
«El libro lo hice para que los bisnietos, que son chiquitos y no saben nada de lo que pasó en el mundo, sepan de dónde vinieron ellos, qué pasó y cómo llegamos aquí a Venezuela porque fue un milagro que yo sobreviví. A veces me preguntaba ¿por qué yo sobreviví y mis amistades ninguna sobrevivió? Entonces, llego a la conclusión de que fue Dios que quiso que sobreviviera y yo también quise sobrevivir para contar toda la historia, mi historia, porque cada persona tiene su historia”, subrayó.
Hedy Katz, de 93 años de edad, confesó durante la entrevista que no era muy diestra con los equipos tecnológicos. No obstante, aclaró que no podía vivir sin su tablet porque ahí tiene una amplia galería de fotografías de sus hijos, nietos y bisnietos que viven en Estados Unidos. Además, ese es su enlace para sentirse cerca de los suyos, pues a través de ese equipo se comunica con ellos. “Tengo mi tablet y eso me salva la vida”.
Asegura que el antisemitismo se tiene que derrotar y que la única forma de hacerlo es con enseñanza y preparación. Por ello, resaltó que es necesario que la gente sepa y recuerde el Holocausto, conocido por el pueblo judío como la Shóa, cuya traducción del hebreo al castellano significa la catástrofe.
@esgabysaavedra
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