Hay bolsas de arena apiladas en el ingreso del subsuelo de la inmensa y moderna Iglesia greco-católica de la Natividad de la periferia de esta ciudad asustada, donde muchos dicen estar dispuestos a morir en la lucha contra el invasor ruso. Y, al mismo tiempo, lamentan que el mundo no se juega por ellos.
“No sé cuándo terminará esta guerra, no conozco la situación, pero creo en Dios y espero que Rusia entienda que nosotros estamos en nuestra tierra, no tenemos dónde ir y no nos queremos ir de aquí. Espero que entiendan que nosotros estamos dispuestos a morir aquí. Y nos vamos a quedar aquí, en nuestra tierra, hasta el final”, dice Cristina, docente de jurisprudencia en la Academia de Policía local, de 31 años de edad, que refleja cierto sentimiento de abandono.
Como casi todo el mundo, esta ucraniana siente la necesidad de ayudar en la causa y trabaja como voluntaria en el refugio que se armó en el subsuelo del templo, el más grande de Lviv. Una iglesia moderna, de cúpulas doradas, que todo el mundo recuerda porque en su visita de 2001 a Ucrania, san Juan Pablo II tuvo en la explanada adyacente un multitudinario y emotivo encuentro con jóvenes. Se trata de una zona industrial, donde también saltan a la vista chimeneas de algunas fábricas, en una postal que poco tiene que ver con el coqueto centro histórico de antigua arquitectura austro-húngara y callecitas empedradas de Lviv. Aquí, en efecto, hay grises edificios modernos tipo mono-blocks del período soviético.
La noche pasada, cuando por cuarta noche consecutiva sonaron las tétricas alarmas antiaéreas a las 2:30 am, en una alerta que fue hasta ahora la más larga de todas, ya que se prolongó hasta las 7:30 am, en el refugio durmieron más de cien familias del sector.
“Las mujeres y niños estuvieron en el área que en tiempos normales se utiliza para catequesis, teatro, fiestas, que tiene loza radiante, mientras que los hombres estuvieron en el garaje”, cuenta Cristina, que lleva larga trenza, uñas pintadas y chaleco fosforescente. Como tiene una hija de cuatro años, vive cerca y quiso sumarse a esta ola de voluntariado que estalló desde que se desencadenó la guerra, optó por pasar algunas horas coordinando la labor del refugio: limpieza, comida, asistencia a la gente. “Ir hasta la estación de tren, donde también tendría trabajo, me tomaría dos horas de viaje desde mi casa, así que opté, para hacer algo, para aportar, venir aquí, al refugio”, explica.
Aunque el mundo se encuentra en vilo ante lo que podría convertirse en una tercera conflagración mundial, ha reaccionado con solidaridad ante la peor ola de refugiados de los últimos tiempos -incluso superior a la que hubo en la Segunda Guerra Mundial, como destacó hoy la ONU-, Cristina, reflejando un sentimiento que se palpa un poco en todos lados, no oculta su decepción. Piensa que el mundo, que tiene una idea errada de lo que es Ucrania, no ha hecho lo suficiente.
“Duele saber que en el exterior piensan que Ucrania es como una periferia, ya que hay muchos ucranianos desparramados por el mundo que se fueron para trabajar y ganar plata. Pero acá hay mucha gente que en los últimos 30 años puso todas sus energías para progresar. Muchos hemos construido nuestras casas, tenemos nuestros autos, salimos al teatro, de vacaciones, a divertirnos, nos gusta viajar”, afirma. “Somos europeos como los demás y tenemos mucho que perder en esta guerra; por eso nos defendemos y estamos dispuestos a combatir hasta el final”.
El lamento de Cristina, casada con un empresario de transporte que no ha sido llamado a combatir porque no tiene experiencia militar -y antes enrolan a quienes sí la tienen y a los voluntarios-, va más allá.
“Me parece que el mundo nos mira como si se tratara de una película de terror. Pero al final está lejos y no le importa nada. Pero esta es una guerra que nosotros no quisimos, que no es solo nuestra, es de todos. Y necesitamos ayuda, ahora”, reclama.
Pese a las asfixiantes sanciones económicas impuestas a Rusia, Cristina considera que desde la comunidad internacional solo “hay palabras, nada más”.
“En el mundo no toman posición en contra de la dictadura que hay en Rusia. No vale más decir que están preocupados, esto no vale más en este momento de destrucción y muerte”, añade. Asegura que si bien hace una semana junto a su familia se fue a un poblado cercano a Lviv porque su beba, que se llama Vitoslava, lloraba de miedo con el ulular de las sirenas, ya volvieron. Pese a que los misiles rusos también comenzaron a caer en esta zona de occidente, al momento se quedan. “En todo caso, decidiremos más adelante”, afirma. Reorganizando sus ideas y sin ocultar que aquí se sienten solos, abandonados, en este decimonoveno día de guerra, Cristina suma otro concepto.
“Nosotros no queremos compasión, ‘oh pobrecitos’, no. Nosotros no somos pobrecitos, tenemos nuestra propia dignidad. Pero queremos que Europa y el mundo entienda que somos como ellos, hombres y mujeres que combatimos no solo por la tierra sino por los valores europeos de libertad, de democracia. Por eso nos duele esta actitud de enviarnos dinero, armas… No es eso lo que necesitamos. Nos gustaría cercanía también de espíritu, que nos apoyen por los valores por los que combatimos”.
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