A finales de mayo, Juan emprendió su regreso a Venezuela en un autobús en el que viajaba sin nadie a su lado por las medidas preventivas que tomó el gobierno colombiano ante el coronavirus. Poco antes, en el terminal de Bogotá, le dieron dos tapabocas, un par de guantes, una bolsa con comida y un envase de alcohol.
Salió desinfectado junto con sus maletas. Le habían realizado la prueba de sangre para descartar contagio de covid-19, que resultó negativa. El viaje hasta la ciudad de Cúcuta le costó 50 dólares, después de que se registró en Migración Colombia para la solicitar la autorización de traslado.
Pero apenas cruzó el puente internacional Simón Bolívar se encontró con la cruda realidad que padecen cientos de connacionales que esperan retornar a su país: en la mitad del paso se acabaron las medidas preventivas.
«La guardia venezolana amontona a todos bajo el sol, mientras hace los chequeos. Los 10 que iban delante mío dieron positivo, los 5 de atrás también. No sé cómo no me contagié. Me tomó 15 horas cruzar el puente», dijo el joven de 25 años de edad a El País.
Cuando Juan ingresó a Venezuela las autoridades del régimen de Nicolás Maduro, que ha criminalizado a los migrantes retornados con covid-19, permitían el acceso de 1.000 personas diarias. En semanas pasadas restringió el paso a 3 días a la semana y un máximo de 300 personas, generando un embudo del lado de Colombia.
Más de 60.000 venezolanos, según los datos del régimen, han retornado a su país, además de la cifra desconocida de las personas que han ingresado a Venezuela a través de trochas ilegales. Quienes ingresan de forma regular son aislados a escuelas, moteles y espacios deportivos habilitados con colchonetas para dormir.
Juan estuvo dos años y medio en Colombia. Trabajó en la construcción y vendió café y pastelitos en las calles de Bogotá. En los últimos meses estuvo contratado como repartidor, pero quedó desempleado cuando llegó el covid-19. Prefirió regresar a su país antes de gastar sus ahorros tratando de sobrevivir durante la pandemia.
Las horas que tardó en cruzar el puente, las 2 noches que durmió en las aceras del terminal de San Antonio del Táchira con 366 personas y los 15 días que pasó en un refugio habilitado en la escuela lo hicieron valorar de nuevo su decisión.
«Si hubiese sabido que iba a pasar por eso, hubiese intentado aguantar en Colombia».
Una vez en territorio venezolano, los migrantes están en manos del régimen, en muchos casos bajo control militar. Hay denuncias de detenciones por denunciar el mal estado de los refugios, con poca comida y fallas de higiene, y también noticias de escapes, como ocurrió en La Fría hace unas semanas.
A Juan, además de sellarle el pasaporte y preguntarle si tenía el carnet de la patria, le pincharon el dedo en el puesto migratorio para hacerle una nueva prueba. Las dos primeras noches, los negativos dormían a la intemperie y los positivos dentro de la terminal. Una vez le dieron comida, un pedazo de cochino y una papa. Se las dieron en la mano porque no había platos.
El aislamiento entre los diagnosticados duró poco. «Cuando llegaron los buses a llevarnos otro refugio todo el mundo se aglomeró«, dijo. Los 15 días de encierro que siguieron en el Liceo Nacional de San Antonio fueron de más precariedad. «Ahí daban las tres comidas, pero un pan o una arepa sin relleno o una sopa que solo era agua caliente«.
Más de 300 personas compartían los baños portátiles. No tenían cómo bañarse ni agua corriente para cumplir las medidas básicas de prevención. «Entre el hambre y el calor, todos los días que estuve ahí hubo peleas. Esos refugios van contra la sanidad, se ven demasiadas cosas feas. Me da tristeza volver para ver que todo empeoró. Cuando me fui todavía había luz», contó.