La reina ha muerto, viva el rey. Los 10 días desde la muerte de Isabel II, impregnados de pompa pero también de la emoción sincera de un pueblo, marcan el fin de una era en el Reino Unido y el advenimiento de otra más incierta.
Isabel II era simplemente «la reina», en el trono durante tanto tiempo, 70 años, que había podido parecer eterna.
Pero a principios de septiembre, su salud llevaba ya meses empeorando. Pese a todo, la monarca de 96 años seguía trabajando el martes 6, cuando recibió al primer ministro dimisionario Boris Johnson y a su sucesora, Liz Truss, en su castillo escocés de Balmoral. Sonriente, pero más frágil que nunca.
Cuando el Palacio de Buckingham anunció en la tarde del miércoles 7 que aplazaba una reunión por videoconferencia, el tono seguía siendo tranquilizador: la reina aceptó descansar, dijeron.
Pero en las horas siguientes, su salud se deterioró tan rápidamente que su heredero, Carlos, fue llamado a Balmoral el jueves por la mañana. Truss, a la que se le deslizó una nota en plena sesión parlamentaria, se escapó de un debate crucial sobre la crisis por el coste de la vida.
Al mediodía, Buckingham decidió hacer públicas las preocupaciones de los médicos reales.
Es probable que Carlos, que se unió en Barlmoral a su hermana Ana, llegase a tiempo. Pero cuando los otros dos hijos de la reina, Andrés y Eduardo, y el príncipe Guillermo, segundo en la línea sucesoria, cruzaron las puertas del castillo, ya era demasiado tarde.
A las 6:30 pm, hora local, el palacio anunciaba al mundo la muerte de la reina.
Mientras se sucedían los homenajes, reflejo de su popularidad en todo el mundo, miles de personas se congregaron frente a Buckingham. Para muchos era la única monarca que habían conocido y la lloraban tanto como a una «abuela» que como a un símbolo del último siglo, marca de estabilidad y unidad en medio de las tormentas.
A los 73 años de edad, tras toda una vida de espera, su hijo mayor y heredero se convirtió por fin en Carlos III. Camila, el amor de su vida, pasó a ser reina consorte.
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Menos querido que Isabel II
El primer «¡dios salve al rey!» suena en todos los rincones del país. Y los primeros pasos de un soberano menos querido que su madre son escrutados con lupa.
El viernes 9 de septiembre fue ovacionado frente a Buckingham, y esa misma noche, en su primer discurso, se comprometió a servir al pueblo británico durante el resto de su vida, como su «amada mamá» hizo antes que él.
Carlos, que fue proclamado rey el sábado 10 al son de trompetas y cañones, inició una larga serie de encuentros con rituales tan antiguos como minuciosos.
Estaba de luto, pero le correspondía encarnar la permanencia de la Corona: de cortejos fúnebres a sesiones de condolencias, de reuniones políticas a servicios religiosos, visitó durante la semana Escocia, Irlanda del Norte y Gales, las tres naciones que junto con Inglaterra forman el Reino Unido.
En todas partes fue recibido por multitudes. Frente a Buckingham, una mujer incluso le plantó un beso en la mejilla. Un sondeo confirma una rápida mejora de su decaída popularidad.
¿Es una simpatía efímera o un apoyo más duradero? Su tarea es delicada en un momento de crisis: aumento del coste de la vida, tensiones comunitarias en Irlanda del Norte y anhelo independentista en Escocia. También queda por convencer a los jóvenes, menos apegados a la tradición.
En medio de los homenajes, los opositores a la monarquía luchan por hacerse oír.
Algunos tuitean bajo el hashtag #notmyking, «no mi rey», mientras una minoría se manifiesta a favor de una República. Un puñado fueron detenidos y la policía londinense tuvo que recordar a sus agentes que estaba permitido manifestarse.
El sábado 10 de septiembre, Williams y Kate, los nuevos príncipes de Gales, aparecieron a las puertas del castillo de Windsor junto al príncipe Harry y Meghan, por primera vez en dos años de discordia principesca.
Los antaño «cuatro fantásticos» le robaron el protagonismo al rey esa noche, ya fuera por una operación de comunicación o un verdadero inicio de reconciliación.
«Un momento de historia»
Mientras Carlos III se asienta en el trono, los restos de Isabel II, acompañados por la abnegada princesa Ana, inician un lento y emotivo viaje a Londres.
Durante seis horas, el domingo 11, el coche fúnebre atravesó Escocia frente a los ojos enrojecidos de miles de personas que se agolpaban en la carretera. El féretro real sale de las Highlands (la Tierras Altas escocesas) y permanece dos días en Edimburgo.
También en este caso, la afluencia es masiva. Para las 33.000 personas que desfilaron ante el ataúd cerrado en la catedral St Giles de Edimburgo era «un momento de historia», el «fin de una era». Poder decir que lo habían vivido.
El 13 de septiembre, los restos de Isabel II salen de Escocia hacia Londres, para pasar la noche en el Palacio de Buckingham, rodeada por los suyos.
Al día siguiente, una familia real sacudida por años de crisis se mantuvo unida tras el féretro, que fue llevado a Westminster Hall sobre un carro militar.
Los días siguientes fueron para el público, que hizo una kilométrica cola a lo largo del Támesis para presentar sus respetos. La cola, formada por cientos de miles de personas durante cinco días, se convierte en un acontecimiento en sí mismo: es la máxima expresión de un arte muy británico, el de esperar cortésmente su turno. El viernes por la tarde alcanzaba las 22 horas de espera.
Tras un lento avance, la emoción se apodera de muchos al entrar en la capilla ardiente. Algunos intentan hacer una reverencia, otros lanzan un beso.
La corona imperial, con 2.868 diamantes, permanece colocada sobre el féretro atrayendo todas las miradas.
El lunes 19 se celebrará el «funeral del siglo» en la Abadía de Westminster.