Tres metros por tres metros, una cama de madera y un televisor viejo, con cola, que se apagaba y prendía por defecto. También había un baño privado con una ducha de agua caliente que siempre quedaba goteando.
Por la ventana, al principio, se veían pasar mujeres semidesnudas, pero con la cuarentena se fueron dispersando. También se acabó el agua caliente a medida que los inquilinos del hotel, que en su mayoría eran extranjeros, dejaron de pagar el hospedaje.
El lugar está enterrado en el barrio Santa Fe, en plena zona de tolerancia del centro de Bogotá, y se convirtió en el hogar de Douglas Alexánder Graterol y su hermano, Luis, dos migrantes venezolanos que llegaron a Bogotá el 11 de febrero de 2020, un mes antes de que los casos de covid-19 comenzaran a multiplicarse en Colombia.
«Allá uno vivía bien, no era el lugar más cómodo, pero había un techo donde meter la cabeza», dice Douglas, un hombre vigoroso de 46 años de edad.
La única regla del sitio era pagar, día a día y a la misma hora, los 20.000 pesos (5,33 dólares) que costaba esa habitación para los 2.
Sabían que acá, lejos de su tierra, poco o nada valían el título de licenciado en Educación Física de Luis y los años de experiencia de Douglas como profesor de boxeo y masajista. Por eso, sin darle mucha vuelta al asunto, compraron un paquete de bolsas de basura y empezaron a venderlas por las vías de la ciudad.
Todos los días tenían la misma ruta: salían de Santa Fe por la calle 22, tomaban la avenida Caracas hacia el norte y en la calle 72 subían hasta la carrera 7.A, por la cual caminaban hasta la calle 140.
Un total de 16 kilómetros de ida y 16 de vuelta, que les parecían cortos después de haber caminado más de 400 entre Arauca y Casanare unos meses antes, cuando empezó su éxodo.
«Estuvimos casi un mes así, vendiendo las bolsitas para poder conseguir lo del cuarto y la comida. Era duro, pero acá en Colombia hay mucha gente buena que nos daba un poquito más del precio, o a veces hasta lo de una noche del hotel. El problema fue cuando comenzó esto del coronavirus», cuenta Douglas.
Llegó la cuarentena, se marchó el dinero
El 20 de marzo, cuando Colombia registraba 158 casos positivos de covid-19, la mayoría en Bogotá, la alcaldesa Claudia López decretó un simulacro de aislamiento obligatorio. La medida empalmó con una cuarentena nacional que duraría 14 días, pero ya lleva más de 70.
Para quienes como Douglas y Luis vivían del diario y dependían de la gente en la calle para conseguir el sustento, el confinamiento fue el palo en la rueda que hoy, más de dos meses después, les dejó como única salida retornar a su país.
Cuatro días antes de que comenzara el aislamiento, Adrián Ruiz llegó a Bogotá y se instaló en el mismo hotel que los hermanos Graterol. Este migrante pasó 18 de sus 40 años de edad trabajando en Corpoelec, la compañía eléctrica de Venezuela, pero en Colombia se dedicaba a vender mercancía puerta a puerta.
«El gobierno de mi país me agarró, y todo lo que agarra lo destruye. Por eso tuve que venirme», dice Adrián, quien comenzó a trabajar para una compañía de productos naturistas, con sede en Popayán, que lo enviaba, armado de un parlante y una maleta repleta de frascos, a vender en barrios populares de diferentes ciudades.
Su último viaje, que tenía como destino la capital colombiana, no solo se alargó, sino que lo dejó sin trabajo.
«No llevaba ni siquiera una semana en Bogotá cuando comenzó la cuarentena. Por las medidas ya no podíamos trabajar bien, y el jefe en Popayán, que tenía seis vendedores, todos venezolanos, nos dijo que teníamos que parar y se desentendió», cuenta Adrián.
Sin trabajo, las posibilidades del pago diario del hotel se fueron acomodando al poco dinero que tenía ahorrado, hasta que ya no le quedó ni un peso.
Sin dinero no hay techo
Tan pronto empezó la cuarentena, la Alcaldía de Bogotá expidió el Decreto 93 de 2020, en el que se dice que los dueños de los pagadiarios «se abstendrán de desalojar al usuario en condición de vulnerabilidad por el no pago del hospedaje».
Sin embargo, desde comienzos de abril empezaron a circular noticias de desalojos de los pagadiarios. En estos lugares, según la Personería de Bogotá, habitaban más de 12.000 personas, sobre todo «vendedores informales, indígenas, ayudantes de construcción, personas en condición de discapacidad, trabajadoras sexuales y migrantes».
De hecho, en la primera semana de ese mes, más de 200 indígenas embera katío fueron sacados de las residencias debido a la imposibilidad de pagar por las habitaciones, y terminaron durmiendo, en plena pandemia, en el parque Tercer Milenio, a pocas cuadras del barrio Santa Fe.
Para Douglas, Luis, Adrián y sus vecinos, esa situación tardó un poco más, pero también llegó. La cuarentena los puso en jaque: o se exponían al virus en las calles para conseguir algo de dinero y pagar el hospedaje, o cumplían el aislamiento a punta de ahorros (si es que los tenían).
Douglas y su hermano tomaron la primera opción. Pese a la pandemia, seguían caminando por la ciudad intentando vender las bolsas. También lo intentaron en TransMilenio, pero, en un lado u otro, la ausencia de gente les dificultaba su misión.
«Se puso difícil. Ya no hacíamos ni siquiera para comer, teníamos que pasar el día con dos o tres panes, o lo que nos regalaba la gente en la calle. Además, como estábamos tan expuestos al virus por estar afuera todo el día, decidimos salirnos del pagadiario», cuenta Douglas.
A Adrián le duraron tres semanas sus ahorros, y logró hacer algunos trabajos de electricidad en el pagadiario por los que le dieron unas noches extra, pero luego le pidieron que abandonara el sitio.
«El señor de la residencia dijo que no nos podía tener ahí, nos mostró los recibos, nos explicó que casi nadie le estaba pagando. Para esos días ya habían quitado el agua caliente y el wifi. Tuve que salir», dice Adrián.
Aunque la Secretaría del Hábitat de Bogotá dispuso de 2.500 millones de pesos para atender a los 12.000 residentes de los pagadiarios durante la emergencia por el nuevo coronavirus, hasta el pasado 4 de junio la entidad solo había entregado ayudas a 98 hogares. Según denunció la Personería, del total de recursos disponibles, el Distrito solo ha ejecutado 73,5 millones, es decir, el 2,94%.
Un retorno incierto
Salir del pagadiario fue salir a la calle. Douglas, Luis y Adrián se sumaron a una lista de migrantes que se cuentan por cientos y esconde el rostro de la impotencia: salieron de un país sumido en una crisis económica y política, para ser el bastón de los familiares que permanecen allá, y ahora, por la pandemia, se quedaron maniatados.
Como ellos, cerca del terminal de transportes del norte de Bogotá, por la vía que lleva a Tunja y de ahí a Cúcuta, hay más de 400 venezolanos, asentados en carpas improvisadas de bolsas plásticas, que esperan poder salir hacia su país.
«Nos vamos pa’ mi Venezuela. Allá no pagamos arriendo. Ese es el miedo aquí ahora, el diario a diario: si haces para pagar la renta, no comes, y si comes, no tienes para pagar la renta», dice Douglas.
Cuando se les pregunta por las opciones después de cruzar la frontera, se quedan callados. Aún no tienen certeza de cómo van a sobrevivir en su país, pero tienen un techo y eso, por lo pronto, les es suficiente.
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