Hace dos años que las aulas de educación secundaria cerraron las puertas a las mujeres, dejando en el limbo a una generación de afganas que, tras la vuelta al poder de los talibanes, ha ido creciendo con cada vez menos derechos, deteriorando su calidad de vida y salud mental.
«Los dos últimos años han sido los más difíciles, llenos de tristeza y angustia», lamentó a Efe Sudaba Nazhand, profesora que en un día como hoy hace dos años se preparaba para volver a la escuela pero a última hora los talibanes le negaron la entrada.
Aunque en un principio anunciaron que tanto niñas como niños retomarían su formación académica tras semanas de pausa por la vuelta a poder de los fundamentalistas, el día de la reapertura recularon su decisión y solo permitieron el acceso a los hombres, alegando que se trataría de una medida temporal para adaptar los contenidos a la ley islámica o sharia.
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Pero los días pasaron hasta que en diciembre anunciaron que la educación superior y universitaria también quedaba excluida para las mujeres bajo el mismo pretexto, reduciendo así las esperanzas de millones de afganas por volver a las aulas.
Desde entonces,Afganistán se ha convertido en el único país en el mundo sin educación femenina.
De las más de 4 millones de afganas que estudiaban en Afganistán antes de la conquista de Kabul, 1,2 millones eran alumnas de educación secundaria y superior, según datos del Ministerio de Educación durante el curso 2020-2021.
Secuelas mentales
Con el veto a la educación comenzó un deterioro en la calidad de las mujeres afganas que continuó con una larga lista de restricciones que han complicado la supervivencia y su libertad de movimiento en el país, y a la que se sumaron otros problemas como la sequía o la crisis económica y humanitaria.
Expertos mostraron preocupación por el futuro de Afganistán, con los talibanes restringiendo el acceso a la educación femenina y revisando sus planes de estudio.
«El problema no es solo prohibir la educación femenina, sino que el mayor problema será también el futuro de Afganistán, ya que los talibanes producirán una generación según su ideología extremista», indicó a Efe un exviceministro de Educación que prefirió no dar su nombre.
Con esta retahíla de vetos, que incluyen desde trabajar en ONG, la segregación por sexos o portar el velo para salir a la calle, «el gobierno talibán ha tratado de marginar a las mujeres y las niñas y borrarlas de prácticamente todos los aspectos de la vida pública», dijo a Efe la activista afgana Nahid Noori.
La prohibición a la educación «añadió más estrés a la vida del pueblo afgano, especialmente a aquellos cuyas hijas no pueden asistir a las escuelas, y muchas niñas y estudiantes decepcionadas sufrieron problemas psicológicos», aseguró la activista.
Las restricciones han supuesto un enorme revés para las afganas, causando en ellas un profundo deterioro mental que va a costar generaciones reparar.
«Esto es una catástrofe para las mujeres afganas, psicológicamente en el futuro tendremos familias y sociedades anormales en las que será muy difícil reconstruir una sociedad normal debido a las acciones de los talibanes», afirmó a Efe la profesora Shiba Raufi.
«Las niñas de hoy son las madres del mañana, pero con tanta decepción y estrés, imagina cómo será la futura generación y la situación de la sociedad futura en Afganistán», alertó.
La realidad de las afganas se asemeja cada vez más a la época del primer régimen fundamentalista entre 1996 y 2001, cuando, de acuerdo con una rígida interpretación del islam y su estricto código social conocido como pastunwali, prohibieron la asistencia femenina a las escuelas y recluyeron a las mujeres en el hogar.
«Qué hacer cuando no hay educación, tenemos que trabajar en casa, poco a poco nos vamos olvidando de nuestros sueños, y de nuestro futuro o de que tenemos educación por delante», declaró a Efe Nazo Kharoti, una adolescente de 16 años.
Sin un plan de estudios a la vista, las afganas abandonan sus sueños y algunas se ven obligadas a trabajar de forma prematura para sacar a su familia adelante.
Hela, una adolescente de 16 años de edad cuyo nombre significa Esperanza, es sastre y cocinera. Todos los días prepara raciones de bolani, una especie de pan frito relleno, para que su hermano los venda en la calle.
«No estudié para preparar bolani, soñaba con ser piloto», pero el veto de los talibanes a la educación se lo arrebató, manifestó.