MUNDO

Cómo los movimientos ciudadanos supieron organizarse durante la pandemia

por Avatar The Conversation

La pandemia nos fragilizó sin fronteras, aunque quizá no sea justo llamarle pandemia, pues lo que nos pasa no trató a todos los humanos por igual. Una vez más las desigualdades fueron decisivas.

Los imaginarios de la pandemia gravitaron alrededor de los PCR, los antígenos y las vacunas, pero no pudieron acallar del todo la relevancia que tiene el país, el barrio, la profesión y el origen social de los ciudadanos. La pandemia multiplicó los problemas de los más desprotegidos. Por eso necesitamos del vocablo sindemia para visualizar las muchas sinergias entre lo social y lo epidémico.

El resurgimiento del ciudadano

Además de los médicos, los economistas y los políticos también hubo espacio para otros actores. Y no hablamos sólo de las enfermeras, los reponedores o los transportistas. También aparecieron los ciudadanos. La gente quería ayudar y surgieron innumerables propuestas. Frena la Curva, la más visible de todas, fue una iniciativa de innovación capaz de canalizar la resiliencia cívica en tiempos de pandemia y de organizar eso que Rebeca Solnit llamó un paraíso en el infierno.

El 12 de marzo de 2020, el Laboratorio de Gobierno Abierto LAAAB (promovido por el Gobierno de Aragón) asumió la necesidad de lanzar una herramienta que maximizara la ola de solidaridad. Al día siguiente, Las Naves (Valencia), Colaborabora (Bilbao), TeamLab (Madrid), Impact HUB (Zaragoza), junto con La Coordinadora estatal de voluntariado, entre otras entidades, habían expresado su voluntad de incorporarse; y el 14 de marzo, con la ayuda de la empresa Kaleidos, la web de Frena la Curva estaba operativa.

Frena la Curva ha sido una experiencia de innovación abierta y cooperación anfibia que involucró a más de 2 000 activistas, entre voluntarios y voluntarias, empleados y empleadas públicos, personas emprendedoras y profesionales, de más de 300 organizaciones sociales, laboratorios de innovación, empresas y universidades, creando 18 nodos nacionales que replicaron algunas de las herramientas originales, como los repositorios abiertos de buenas prácticas y los Frena La Curva Maps, basados en Ushaidi.

Frena la Curva, 2020

Iniciativas ciudadanas en Europa

En Europa, como en el resto el mundo, mucha gente no se quedó en casa esperando las instrucciones del gobierno. Hay un admirable proyecto, Solivid, que está inventariando todas la iniciativas ciudadanas por el mundo y que ha contabilizado en 2020 más de 1.300 proyectos solidarios en Europa.

Frena la Curva, por su parte, mapeó más de 900 iniciativas de autoayuda y de acción local por todo el territorio español. Y, entre los muchos voluntarios, ningún colectivo fue más madrugador y generoso que la comunidad maker que desde el primer momento se propuso proporcionar mascarillas y respiradores en un momento donde todo escaseaba.

Los cuidados entonces no solo fueron asunto de enfermeras, comerciantes y transportistas. También se dio una oportunidad a otros colectivos menos (re)conocidos y que merecen nuestra admiración, como los hackers, que crearon la plataforma que todo lo articulaba, ayudados por diseñadores y periodistas.

Premiada y replicada

Frena la Curva acumuló 10 000 chinchetas en una mapa que geolocalizaba las necesidades concretas de la gente. Por ejemplo, solicitudes de compañía, medicinas, comida, paseo o higiene. En nuestro mundo hay mucha más gente dependiente de la que imaginamos y todas esas personas corrían riesgo de ser abandonadas.

Frena la Curva entonces creó el espacio que articulaba las demandas de ayuda con las ofertas de solidaridad, permitiendo que numerosas entidades (ONG, laboratorios de innovación, asociaciones civiles o bancos de alimentos) actuaran eficientemente. De esas 10 000 chinchetas, sabemos que 7 000 eran expresión de la acción voluntaria ofrecida por gente de a pie que supo, entre tanta zozobra, que era el momento de la empatía y de la ayuda mutua.

Frena la Curva se ha replicado en más de 22 países, facilitando una forma de colaboración capaz de cosechar talento y tiempo sin que importen las artificiales fronteras de género, raza, nación, lengua o formación que nos dividen. Fueron más de 800 las personas que hicieron posible esta iniciativa ejemplar. Recientemente ha sido premiada con el #PoliticsAwards21 entregado por The Innovation in Politics Institute.

Otros ejemplos

Hubo, por suerte, más ejemplos que mencionar. Vence al Virus, promovido por la Comunidad de Madrid, organizó un hackaton gigantesco durante el mes de marzo de 2020 entorno a estas preguntas: ¿cómo podemos ayudar a paliar los efectos negativos de covid-19?, ¿cómo podemos crear comunidad y cuidar a las personas ante epidemias? y ¿cómo podemos crear, mantener y mejorar el empleo y los negocios ante esta situación?

Y la respuesta también fue masiva e innovadora: 8.000 inscritos, 244 proyectos, 50 mentores y 49 países.

La lista de iniciativas es impresionante, pero sólo vamos a mencionar dos más: una de alcance latinoamericano y la otra pensada para desplegarse en Europa.

Cada día cuenta organizada por diversas redes de América Latina en marzo de 2020, con 877 propuestas y 3.600 inscritos.

Y, finalmente, EUvsVIRUS, un hackaton organizado por la Comisión Europea entre el 24 y el 26 de abril de 2020, que movilizó a 20.000 personas, 2.235 entidades promotoras, 1.500 reuniones de trabajo y 2.164 equipos multidisciplinares de 40 países que necesitaron de 2.235 acuerdos con 500 socios, públicos y privados, para dar acompañamiento a los 120 proyectos seleccionados.

Todas estas iniciativas memorables pertenecen al mundo de lo que algunos académicos llaman ingeniería humanitaria o tecnología cívica.

Todas, en definitiva, estaban orientadas a la creación de lazos de confianza, espacios de aprendizaje y, por supuesto, redes de colaboración distribuida, abierta y recursiva. Todas nos enseñan que la tecnología no sólo debe ser eficiente, sino que también puede cuidarnos (tech for good).

Recogida de alimentos en Sevilla en mayo de 2020.
Shutterstock / javi_indy

Lo insólito de la situación

No sólo estábamos confinados, sino que también nadie sabía cuáles eran las necesidades, pues intuirlas no es conocerlas. Tampoco se sabía quiénes serían las otras personas con las que coordinarse. Quienes quisieran colaborar tendrían que inventar el objetivo, la metodología, los equipos y el contexto.

Ayudar no implicaba transitar el camino conocido que, más o menos, consiste en apuntarse a una ONG que nos va diciendo lo que hay que hacer. Ayudar en tiempos de pandemia obligó a experimentar con lo desconocido.

El altruismo supo encontrar respuestas y, en consecuencia, transitar entre épocas, pues para la nueva situación creada por covid-19 se requería el uso intensivo de las nuevas tecnologías, la implementación de nuevas formas de organización y la formación de comunidades menos identitarias (cosidas por creencias compartidas) que singulares (articuladas por un interés común).

Originalidad y horizontalidad

La originalidad de las formas adoptadas merece un reconocimiento entre quienes estamos atentos a las novedades en innovación social. De pronto aparecieron iniciativas, sabiamente vertebradas, que nacieron sin saber qué sería lo que habría que hacer, conscientes de que lo que fuera tendrían que realizarlo con premura y pulcritud.

La eficacia, rapidez y acierto eran un asunto de cuidados. El ecosistema improvisado funcionaba sin jefes y, en consecuencia, no había nadie ante quien quejarse. De nada valía lamentar la precariedad de recursos, lo que obligaba a improvisar y, antes que inventar problemas, era obligado encontrar soluciones.

Lo aprendimos de E. Hutchins y su inspirador Cognition in the wild: cuando el barco zozobra en medio de la tormenta, no hay manual de instrucciones, ni nadie que de órdenes. La tripulación echa mano de la experiencia y actúa para minimizar el impacto negativo que pudiera tener una “mala” decisión del colega más próximo.

Tal conducta requiere que los involucrados sepan que no siempre podemos elegir la mejor respuesta, sino la que tiene un coste menor. En la tormenta no hay decisiones acertadas sino convenientes. No hay saberes de primera, ni actores indiscutibles o roles decisivos, pues todo el mundo colabora y nadie exhibe galones. Se llama organización distribuida: un modo de organización sin despacho oval.

Una tormenta no es un examen, sino una prueba de convivencia, complementariedad y cooperación. Sólo hay una regla segura: como todos improvisamos, nuestra conducta tiene que servir para aminorar el efecto negativo que pudieran tener los (supuestos) errores percibidos. Si operamos de otra manera, el barco se hunde.

El procomún recuperado

Hay una relación de vecindad entre la palabra común y los términos ordinario y colaborativo. Nos intriga esa complicidad entre lo que está al alcance de todas las personas y lo que sólo se puede conseguir sumando esfuerzos. La pandemia nos había revelado la importancia del procomún, de todo eso que, según el diccionario de Nebrija, se hace en provecho de todos.

Un mundo común, entonces, es algo en construcción, que vamos haciendo y que está abierto a la colaboración. Un mundo común es algo que se compone, como en las jam sessions, sumando peras con manzanas. Cosas tan distintas como una flauta, un cajón y un violonchelo pueden producir algo único e inesperado, sin que ninguno renuncie a su propia singularidad. Lo prohíbe el álgebra, pero lo reclama el corazón; y, en fin, lo exige la convivialidad.

La diferencia como activo

Un bien común reclama el ensamblaje de heterogeneidades: exige formas de organización peculiares que conviertan la diferencia en un activo.

Pero no basta con encerrar a los músicos hasta que compongan algo hermoso. Con frecuencia los bienes comunes no pueden aislarse. De hecho, no es raro que el entorno sea hostil y hasta poderoso. En tales circunstancias, la sostenibilidad del bien reclama mucha inteligencia colectiva.

Nadie lo explicó mejor que E. Ostrom, primera mujer en ganar el premio Nobel de Economía, cuando rechazó las tesis (de G. Hardin) sobre el destino inevitablemente trágico de los bienes comunes. Para Ostron, la causa que arruina un bien común es su mala gestión.

Una tesis que llevada al extremo nos dice que un bien común sólo es una manera particular de gestionar los recursos y de articular las relaciones entre el bien que queremos preservar y la comunidad que sostiene dicho bien y es sostenida por él.

Qué significa gestionar el bien común

Y, sin duda, gestionar bien exige procesar gran cantidad de información, contrastar los distintos puntos de vista, crear las condiciones de validación del conocimiento fiable, difundir los hallazgos entre los concernidos para estar seguros de que la solución adoptada no vaya a crear más problemas de los que ya teníamos y, en fin, estar abiertos a rectificar cualquier medida en función de las circunstancias del momento. No basta con ser colaborativos, también tenemos que ser recursivos. Si queremos preservar los bienes comunes tendremos que ser sabios, abiertos y resilientes. O, en otros términos, hay que estar siempre en disposición de tomar decisiones acertadas, incluida la que implica modificar algo ya decidido.

Un bien común, entonces, tiene que ser un espacio experimental de producción de conocimiento. Y más les vale a sus promotores no conformarse con saberes ramplones, caprichosos o advenedizos, pues, si no funcionan, si no aciertan a interpretar adecuadamente los signos que reciben del entorno, acabarán siendo la causa que destruya el bien.

No es viable si la información que procesan es errónea, está incompleta o es obsoleta. No es viable, por mal gestionado. Asume pues un destino trágico cualquier comunidad que no funcione también como un laboratorio ciudadano.The Conversation

Antonio Lafuente, Investigador Científico, Instituto de Historia, CSIC, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS – CSIC) y Marianna Martinez Alfaro, coordinadora de innovacion social del circular society labs (colaboradora), Universidad de Zaragoza

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.