Si no hubiera un persistente olor a gas lacrimógeno o a pintura de grafiti, sería imposible presagiar cómo se ve Santiago al caer la noche. La capital chilena, el centro de la protesta social durante las últimas tres semanas, ahora tiene una doble cara.
Una mañana como las otras en Santiago. Alrededor de una rotonda, algunos detalles llaman la atención: el césped quemado, bolsas de escombros apiladas en una acera. Además, ramas carbonizadas esparcidas con basura, una parada de autobús incendiada y lemas políticos pintados en muchos edificios.
El 18 de octubre comenzó la crisis social que ha dejado 20 muertos. La protesta fue detonada por el incremento del precio del metro. Desde esa fecha, Santiago es diariamente escenario de manifestaciones que terminan en enfrentamientos con la policía.
Cada mediodía, decenas de miles de manifestantes caminan por la Alameda, la principal avenida del centro de Santiago, se detienen frente al palacio presidencial para luego llegar a plaza Italia, el epicentro de las protestas.
Ese es el lugar donde una gigantesca manifestación reunió el 25 de octubre pasado a 1 millón de los 18 millones de habitantes que tiene este país.
Enfrentamientos
Desde el 18 de octubre, todas las tardes los tanques de los carabineros salpicados de pintura se aproximan a la multitud y luego usan sus mangueras para lanzar agua o gas lacrimógeno.
Los miles de manifestantes corren en todas direcciones, algunos con máscaras antigas, armados con piedras que han sacado de la calzada. Los proyectiles en llamas sobrevuelan la policía.
La ciudad resuena con las detonaciones, las sirenas de la policía, de las ambulancias, los gritos con consignas, el concierto de cacerolazos y otras percusiones urbanas improvisadas sobre todos los metales de la ciudad con los que los inconformes atacan frenéticamente.
Las movilizaciones se multiplican en varias zonas, cortando de manera repentina la circulación de los autos.
“No había visto esto desde el golpe de Estado en 1973”, dice David Quezada, un conductor de taxi de 67 años de edad. “Eso es lo que se necesita para hacernos escuchar. Si eres pacífico, no funciona”.
El lío dura unas horas, desde las 5:00 pm hasta cerca de la medianoche. Luego las brigadas de limpieza intentan hacer que la gente olvide los disturbios hasta la noche siguiente.
Marcas de la ira
La policía, los servicios de limpieza de la ciudad, los manifestantes y los residentes se activan para limpiar, recoger, apilar y colocar las piedras de la calzada, marcas de la ira del país.
Los automóviles vuelven a invadir las calles, rodando sobre miles de piedras que se extienden por la avenida, esquivando las barricadas incendiadas e ignorando a los policías desplegados y fuertemente equipados.
Los santiaguinos parecen adaptarse a esta vida esquizofrénica que ha marcado sus tres últimas semanas.
“Todo cambió, todo”, confía Hortensia Ferrada, de 49 años, mientras atiende un quiosco en la Alameda. “Yo que abría 24 horas, ahora tengo que cerrar a las 16-17” horas locales. Sin importar que su local esté completamente rayado, apoya a los manifestantes, pero no el vandalismo, a los que saquean, a los que queman.
Por la mañana los comercios vuelven a abrir sus puertas, las pintas se sacan con agua o se recubren con pintura.
Algunos siguen técnicamente sin trabajo, como Joel Silva, de 56 años, y empleado de un restaurante en Plaza Italia: “Hemos cerrado durante 3 semanas. Este lunes reabrimos. Servimos 6 mesas y a las 13:00 pm empiezan los problemas. Bajamos la cortina”.
Silva le da la razón al movimiento porque a su juicio: “Hay muchas desigualdades entre los poderosos y los trabajadores”.
Los manifestantes quieren extender las zonas para expresar su cólera a nuevos barrios que hasta ahora se han mantenido relativamente intactos.
El domingo, una caravana de miles de ciclistas y motociclistas recorrió la lujosa zona de Las Condes, donde vive el presidente Sebastián Piñera.
El lunes, durante una jornada particularmente violenta, circuló una convocatoria a invadir el distrito comercial de la Torre Costanera, el rascacielos más alto y el centro comercial más grande de Sudamérica, símbolo del desarrollo económico de Chile.
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