El rostro de Angélica reflejaba la desesperación: “¿Qué puedo hacer? No tengo dinero para seguir, llevo 24 horas sin comer y allí —señaló una carpa en un terreno baldío— están mis niños”, dijo momentos antes de que un habitante de Bajo Chiquito se compadeciera, le regalara comida y tres pedazos de bloque de cemento para que improvisara un fogón en el piso.
Antes de llegar a este selvático poblado Emberá-Wounaan en Panamá, Angélica conoció el horror de las trochas del Tapón del Darién. Contó que durante seis días caminó entre cadáveres y culebras, al acecho de pandillas repartidas por los caminos empantanados para robar —a ella se lo quitaron todo— y extorsionar sin importar qué tanto llevan en sus bolsillos.
Mientras preparaba la comida a sus tres hijos dijo que lo más duro, lo que jamás imaginó presenciar, fue el suicidio de una pareja de haitianos después de que su bebé cayera accidentalmente por un abismo. Ese día se arrepintió de haber emprendido el viaje desde Venezuela hacia los Estados Unidos y pensó en regresar, pero ya era demasiado tarde. Debía continuar y sobreponerse a las desgracias.
La vida en Bajo Chiquito
Cuando pisó Bajo Chiquito pensó que se encontraría con un pueblo de casas de madera rodeadas de árboles altos y frondosos, un pueblo indígena sin mucho que ofrecer más que un espacio para descansar y recuperar energías. Pero lo que vio fue un poblado convertido en un inusual centro de negocios en medio de la selva. Pequeño, sí, pero con una infraestructura comercial al mejor estilo de una ciudad intermedia. Hay restaurantes, tiendas de víveres, servicios de internet y oficinas para cambio de moneda. Más de la mitad de las casas están construidas con cemento y algunas están rodeadas de carpas que alquilan a los migrantes.
Desde el aire, Bajo Chiquito parece una pequeña telaraña multicolor atravesada por una calle pequeña pavimentada por la que van y vienen migrantes arrastrando carretillas con mercancía de un local a otro a los que les pagan, en promedio, 15 dólares al día. El río Tuquesa —donde atracan lanchas de motores de alta potencia— bordea la telaraña y es por donde llegan los migrantes.
Connectas llegó hasta Bajo Chiquito para constatar la transformación inédita de un pueblo selvático que dependía de la pesca y la agricultura. Históricamente ha ocupado los primeros lugares de pobreza en Panamá, pero desde hace un par de años la migración transformó su realidad. Si bien sus 300 habitantes estaban acostumbrados al paso de los migrantes, el flujo de personas se disparó después de la pandemia. Según los registros oficiales, en 2020 cruzaron 6.465 personas de manera irregular, para el año siguiente, fueron 133.726. Y en los primeros siete meses de 2023 van 248.901 migrantes con rumbo a Norteamérica.
Hay días en los que hasta 1.200 extranjeros arriban a Bajo Chiquito en busca de un lugar llano para levantar sus carpas y descansar. La multiculturalidad es propia de una metrópoli del primer mundo: se ven venezolanos, haitianos, afganos, pakistaníes, ecuatorianos, peruanos, chinos, colombianos, cubanos, senegaleses y ugandeses. Por experiencia, porque saben que la caridad es un bien escaso, calculan hasta el último centavo de dólar que pueden gastarse. Todo tiene un precio: las baterías para sus radios, la carga de los teléfonos celulares, un baño con ducha, el agua potable, una pastilla para el dolor, las llamadas al exterior.
También llama la atención la cantidad de menores de edad que se ve dentro de las carpas, en brazos de sus parientes o deambulando solos por los caminos. Según la Unicef, más de 9.700 niños, niñas y adolescentes atravesaron el Tapón en los primeros dos meses de 2023. Es un número récord, siete veces superior a lo registrado en el mismo periodo del año anterior. Pero hay una cifra más aterradora: en esos primeros meses, un promedio de cinco niños por día llegaron solos a Panamá, ya sea porque se perdieron en el camino, los abandonaron o porque sus papás murieron en la selva.
Camino largo y costoso
Llegar hasta Panamá es casi un milagro, pero saben que el camino que resta es largo y costoso: desde allí deben embarcarse hacia otro poblado en los límites de la selva desde donde toman un bus hasta la provincia de Chiriquí, frontera con Costa Rica.
Víctor Benítez, un ecuatoriano entrevistado para este reportaje, contó que, a mitad de trocha, se arrepintió de haber salido de su país: “La vida está triste —dijo—. Se ven cosas feas, gente pidiendo ayuda en el suelo y uno tener que dejarlas ahí, y seguir adelante con el dolor en el alma”. Víctor es agricultor y se endeudó para emprender el viaje en busca de una mejor vida para él y los dos hijos que dejó en Ecuador. Ahora está sin dinero y lleva días tratando de comunicarse con quien él llama su “auspiciador” para que le gire algo de dólares y continuar rumbo a los Estados Unidos.
Pero su “vida triste” es, a su vez, una oportunidad de oro para los habitantes de Bajo Chiquito. El flujo migratorio ha hecho que buena parte de los indígenas que viven aquí haya abandonado sus trabajos en agricultura y pesca; algunos están planeando remodelar sus casas o ampliarlas para crear un nuevo negocio y para ello suelen contratar trabajadores provenientes de la capital del país que suelen cobrar 6.500 dólares por casa. En el caso de las mujeres, las más jóvenes dejaron la orfebrería y confección de cestería para administrar los restaurantes, los negocios de internet y las casas de cambio.
El dinero producto de la migración también ha servido para instalar plantas eléctricas y paneles solares que proporcionan electricidad las 24 horas, para comprar motores de alta potencia, lanchas más grandes y, en suma, para suplir las necesidades de los miles de visitantes temporales.
Es común ver letreros de cartón o pancartas fuera de locales que anuncian ‘bancos’ y reconocidas casas de cambio para hacer transferencias internacionales con un costo por transacción que oscila entre 15 y 40 por ciento. No es claro cuánto mueve la economía informal del pueblo, pero son millones de dólares. Según cálculos del economista Anastasio Rodríguez, docente de la Universidad de Panamá, en los últimos cuatro años, más de 35 millones de dólares han ingresado a las arcas de esta región solo por el pago de transporte y coyotes contratados por migrantes en el paso entre Colombia y Panamá.
Por su parte, las cifras de Elías Cornejo, coordinador del Programa de Fe y Alegría para los Migrantes, indican que en 2022 —año en que se disparó el flujo de personas por la selva— pudieron haber ingresado alrededor de 6,5 millones de dólares en transporte por las rutas del Darién. Pero es un dinero al que difícilmente se le puede seguir el rastro.
Las cifras presentadas hace 10 años por la Contraloría General de la Nación, según las cuales el 83 por ciento de la población no tiene trabajo, hoy son difícilmente comprobables en Bajo Chiquito. Por sus calles estrechas hay personas que en los últimos meses han transformado sus vidas por cuenta de los nuevos ingresos. Victoria es dueña de una tienda de víveres y sus ingresos de los últimos meses le permitieron comprar un panel solar de 2.500 dólares y hacer una inversión de 15.000 más para remodelar su casa. Montos de dinero que hace un par de años eran impensables.
Varias voces de organizaciones sociales y de migrantes se han pronunciado con respecto al aprovechamiento que estas comunidades hacen del dolor de los demás. Sin embargo, hay quienes salen en defensa de su labor. Héctor Huertas, abogado y asesor jurídico de las autoridades comarcales Emberá-Wounaan, es uno de ellos y dijo en entrevista a Connectas que, si bien es cierto que hay una bonanza económica, los locales también ayudan a los migrantes.
Sin embargo, según él, los caciques han planteado en diferentes reuniones con representantes del gobierno central que el drama de las personas que cruzan el Tapón del Darién, su traslado seguro y bienestar deben ser responsabilidad de las instituciones como el Servicio Nacional de Fronteras o el Ministerio de Seguridad y no de los pobladores.
‘Migrantes, un negocio’
Por su parte, el defensor del Pueblo, Eduardo Leblanc, dijo para este reportaje que, si bien las autoridades indígenas del Darién han impartido la orden de ayudar a las personas en la selva y los ríos, es necesario reconocer que los migrantes se convirtieron en un negocio con implicaciones dentro de los territorios.
Por un lado, los millonarios ingresos no permean equitativamente las necesidades más apremiantes de las comunidades: no hay red de alcantarillado ni luz eléctrica ni un puesto de salud medianamente dotado. Segundo, la deserción escolar aumenta porque los menores (y sus padres) prefieren aprovechar la bonanza y ponerse a trabajar. Pero lo que más le preocupa —y que aflora en cada reunión que ha sostenido con líderes locales en los últimos meses— es la violencia dentro de las trochas. No solo los testimonios de los migrantes dan cuenta de ello, sino la misma dinámica dentro del pueblo. No es un secreto que miembros de la comunidad se han apartado de sus líderes tradicionales para engrosar los grupos ilegales.
Hay cientos de denuncias ante las autoridades por robo, extorsión, violación y secuestro dentro de la selva. Aunque lo lamentan, a los líderes indígenas ya no les sorprende cuando reciben la noticia de que un miembro de su comunidad es capturado por la policía panameña.
En algunas de las entrevistas realizadas a migrantes fue común escuchar la frase “la ley de la selva es la ley del indígena” para referirse a que ninguna hoja se mueve sin la autorización de las comunidades que habitan el Darién. Sin embargo, dicha generalización estigmatiza a pueblos que están viviendo una transformación inédita y que apenas están reaccionando ante los embates por la entrada de tanto dinero.
El camino a Estados Unidos
Heraclio Pérez, autoridad de Carreto, negó en entrevista para Connectas que su comunidad estuviera ligada al crimen organizado. Así mismo, el abogado Huertas descartó cualquier conexión de los pueblos gunas con los grupos armados que hacen presencia en la región.
Lo cierto es que el flujo de personas y dinero no se detiene, y la desinformación reina para que ello ocurra. A los mensajes contradictorios sobre las políticas migratorias de cada país se suman las noticias en redes sociales —en ocasiones falsas— sobre las decisiones del gobierno de los Estados Unidos en esta materia. La única certeza parece ser seguir caminando.
El gobierno de Panamá ha planteado varias alternativas para solventar el problema, pero son paños de agua tibia ante la magnitud de lo que se evidencia día tras día. Por un lado, estableció desde 2021 corredores humanitarios por la selva que permiten llevar un control de las personas que entran al país por la selva y brindar un mínimo de asistencia.
En el primer trimestre de este año, el secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Alejandro Mayorkas, se reunió con los titulares de Relaciones Exteriores y de Seguridad de Panamá y Colombia, y sacaron una declaración conjunta en la que se comprometían a impulsar una “campaña” para “acabar con el movimiento ilícito de personas y mercancías a través del Darién, tanto por corredores terrestres como marítimos”. A pesar de lo inédito del encuentro, varios meses después, el anuncio sigue siendo un saludo a la bandera: la situación en el Darién es la misma.
El último anuncio oficial se dio el pasado 2 de junio, cuando autoridades panameñas lanzaron una nueva campaña denominada ‘Operaciones Escudo y Chocó’. Según el ministro de Seguridad, Juan Pino, la intención es recuperar el control territorial en la selva copado por las organizaciones criminales. Quieren proteger al migrante, dijo, y para ello planean movilizar por mar y tierra a 1.200 policías.
En Bajo Chiquito apenas si se enteran de las campañas. Sus habitantes están concentrados en la administración de los negocios y en atender a los cientos de migrantes que llegan hasta este punto de la selva como parte de una travesía hostil y costosa.
En el pueblo son conscientes de las paradojas de este boom y parece no importarles: les entran millones de dólares cada mes, pero no cuentan con luz eléctrica; remodelan sus casas con trabajadores traídos desde la capital, pero no tienen desagües públicos para sus desperdicios. En medio del caos que genera el tránsito de cientos de personas todos los días, cada una —locales y extranjeros— está concentrada en su supervivencia. Es la ley de la selva.