Antes de apretar el botón del ventilador, poner en marcha el aire acondicionado o darnos aire con un abanico para poder refrescarnos, nuestro cuerpo ya se ha puesto en marcha para evitar los peligros que nos amenazan con estas olas de calor extremo cada vez más frecuentes.
La capacidad que tiene nuestro organismo para mantener constantes los niveles de distintos parámetros se denomina homeostasis y dentro de ella, la termorregulación, (nuestra temperatura corporal normal oscila entre 36,5-37 ⁰C) es la que se ve más comprometida ante episodios de calor extremo, superior a 40 ⁰C. Así, nuestro cuerpo se ve obligado a trabajar más para evitar un incremento de calor que comprometa las funciones vitales.
¿Qué ocurre en nuestro cuerpo por el excesivo calor?
Ante el estrés causado por excesivo calor, el cuerpo humano debe enfriarse. Lo intenta mediante dos mecanismos:
- Primero, redistribuye el flujo de sangre para incrementarlo en la piel mediante una vasodilatación que mejora la transferencia de calor de los músculos a la piel y de la piel, al exterior.
- A continuación, suda, porque el sudor al evaporarse elimina el calor interno.
Estas respuestas fisiológicas son necesarias para limitar el incremento de la temperatura interior, pero pueden afectar a las personas de manera diferente según la edad. Para colmo, se agravan en caso de padecer otras enfermedades o de tomar determinados medicamentos, con los consiguientes efectos negativos en el cuerpo.
¡Ay, corazón!
La redistribución y el aumento del flujo sanguíneo a la piel, debido a la vasodilatación, aumentan la demanda cardíaca y disminuyen la presión de llenado del corazón.
Esto implica que nuestro corazón debe bombear más fuerte y más rápido, y para ello se requiere más oxígeno en el tejido coronario. En las personas con afecciones cardíacas preexistentes, esta demanda extra podría conducir a isquemia cardíaca (disminución de aporte sanguíneo), infarto y, en última instancia, colapso cardiovascular.
Mediante diversos estudios, se ha demostrado que las enfermedades cardiovasculares son la principal causa de muerte durante las olas de calor. Y, dado que se estima que casi 500 millones de personas las padecen en todo el mundo, cualquier área densamente poblada afectada por un calor extremo correrá el riesgo de sufrir un aumento de mortalidad por la combinación de ambos factores.
Debemos beber cuando sudamos
La evaporación del sudor lleva a un enfriamiento de nuestro cuerpo. Pero también implica que, al perder agua, el volumen de la sangre se reduce, comprometiendo la tensión cardiovascular. Además, existe riesgo de que se produzca una lesión en los riñones e, incluso, insuficiencia renal aguda.
Por eso es tan necesario reponer el déficit de agua en nuestro cuerpo y evitar los efectos de la deshidratación.
El golpe de calor
Si nuestra capacidad de termorregulación falla, el sobrecalentamiento puede resultar en un golpe de calor que tendría consecuencias a largo plazo por daño en el sistema nervioso central. Incluso podría llegar a ser mortal si no se trata a tiempo.
Los primeros síntomas de mareo, desorientación y convulsiones indican una disfunción que ha sido atribuida a una posible combinación de edema cerebral, isquemia cerebral y trastornos metabólicos.
Si, después de la redistribución de la sangre, se mantiene la falta de irrigación sanguínea o isquemia, se puede producir daño en células, tejidos u órganos. En concreto, son el cerebro, el corazón, los riñones, los intestinos, el hígado y los pulmones los que corren mayor riesgo.
Al daño pulmonar derivado del calor se le une más estrés pulmonar debido a la hiperventilación, directamente relacionada con el aumento de temperatura. Si añadimos un aumento de la contaminación del aire durante las olas de calor, nos encontramos con la segunda mayor causa de mortalidad y morbilidad durante estos episodios.
¿Y nuestro sistema de defensa qué?
Resulta que el calor también afecta al funcionamiento del sistema inmunitario. Hay que tener en cuenta que el sistema inmunitario innato se activa ante señales de daño a los tejidos, es decir, ante las posibles consecuencias de una infección por un patógeno del que no guardamos memoria.
Además, nuestro sistema inmunitario prioriza, y su respuesta ante una amenaza (algo que percibe tan peligroso que puede acabar con nuestra vida en poco tiempo), le obliga a olvidar cualquier otra amenaza que considera no prioritaria, como un catarro, una gripe o incluso el cáncer. Todas estas respuestas se paran mientras se lucha contra el peligro inminente.
Muchos de los estudios que analizan cómo reacciona el sistema inmunitario ante el calor extremo provienen de experimentación animal –¡cualquiera busca voluntarios humanos para someterlos a calor extremo prolongado!–. Pero se pueden extrapolar al ser humano.
La fiebre nos defiende aumentando la temperatura corporal
El primer concepto que viene a nuestras cabezas al hablar de calor e inmunidad es la fiebre.
La fiebre es un aumento de la temperatura corporal, pero no como consecuencia del enfrentamiento de nuestro sistema inmunitario contra un patógeno, sino como herramienta en esa lucha.
Es decir, el aumento de temperatura del cuerpo se produce por un cambio del punto de temperatura interno que se considera óptimo. Está provocado por las células inmunes, que secretan sustancias como interleucinas, interferón y factor de necrosis de tumores. En estas condiciones, el sistema inmunitario adquiere una funcionalidad óptima para combatir a un patógeno que potencialmente amenaza con matarnos.
Como hemos visto antes, la fiebre es muy diferente del golpe de calor, donde la temperatura corporal aumenta debido a factores externos, pero la temperatura interna marcada como óptima no varía.
Las moléculas señalizadoras: literalmente, otro dolor de tripa
Ante un aumento de temperatura externa, se liberan a la sangre unas proteínas, que compartimos con las levaduras y las moscas, llamadas “proteínas del golpe de calor” (Heat Shock Proteins o HSPs por sus siglas en inglés). Su función es proteger a otras proteínas más sensibles de posibles cambios de conformación por aumento de temperatura que pudieran afectar su funcionalidad. Pero, además, tienen actividad proinflamatoria: actúan como sirenas que avisan al sistema inmunitario de un peligro.
Hemos visto que, como mecanismo para disminuir la temperatura corporal, la sangre se desplaza a los capilares externos para reducir la temperatura, y no llega suficiente al resto del cuerpo.
En los órganos abdominales se producen cambios en la mucosa intestinal y, como consecuencia, aumenta su porosidad, se liberan restos de bacterias a la sangre y estos activan a los receptores TLR (Toll Like Receptors, en inglés) en las células inmunes.
A estas alturas, nuestro cuerpo actúa del mismo modo que si tuviéramos una infección aguda: ya todo se centra en combatir al supuesto patógeno (inexistente). Se inhibe la regeneración del tejido intestinal y lo que estaba mal va a peor: los linfocitos responden y proliferan como si tuviéramos infección bacteriana en la sangre (sepsis).
Dame calor, pero no tanto
Ante este panorama, más nos vale evitar el calor extremo poniendo las medidas que estén en nuestras manos. Pero no solo el mando del aire acondicionado, el botón del ventilador y el abanico: es fundamental evitar la exposición prolongada a altas temperaturas.
Debemos evitar trabajo y ejercicio al aire libre en las horas más calurosas y parar el aumento de temperatura global que nos acosa provocando estos episodios, cada vez más frecuentes, que ponen en riesgo nuestra salud.
María Mercedes Jiménez Sarmiento, Científica del CSIC. Bioquímica de Sistemas de la división bacteriana. Comunicadora científica, Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas (CIB – CSIC) y Matilde Cañelles López, Investigadora Científica. Ciencia, Tecnología y Sociedad, Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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