Hillary Clinton, la gran damnificada por el cúmulo de mentiras que se difundieron en el entorno de las elecciones norteamericanas que acabaron por dar el poder a Donald Trump, decía en diciembre de 2016 lo que ahora se ha hecho evidente: “Las llamadas fake news pueden tener consecuencias en el mundo real”. Dos errores: no es que puedan tener consecuencias, es un hecho que las tienen; y no es ahora cuando se ha evidenciado esto porque siempre, desde el origen de los tiempos, ha sido así.
Los esfuerzos por vincular a la candidata demócrata y su partido con ritos satánicos, pederastia o racismo no distan tanto de las acusaciones que debían soportar los cristianos descritas por Tertuliano en el siglo III en su Apología contra los gentiles: “Que en la nocturna congregación sacrificamos y nos comemos un niño; que en la sangre del niño degollado mojamos el pan y empapado en la sangre comemos un pedazo cada uno; que unos perros que están atados a los candeleros los derriban forcejeando para alcanzar el pan que les arrojamos bañado en sangre del niño; que en las tinieblas que ocasiona el forcejeo de los perros, alcahuetes de la torpeza, nos mezclamos impíamente con las hermanas o las madres…”
Los cristianos, Nerón y el incendio de Roma
Además de canibalismo o incesto, los cristianos también cargaron con la culpa del gran incendio de Roma del año 64, a partir de un rumor originado por el propio Nerón, para exculparse a sí mismo de provocar el “Gran Fuego”, como cuenta Tácito en el siglo I en sus Anales. Todas estas imputaciones tuvieron no pocas consecuencias, con las famosas persecuciones de los primeros siglos.
Existe un cierto consenso en definir las fake news como informaciones falsas, difundidas bien por los medios tradicionales, bien por las redes sociales, cuya finalidad es engañar o manipular al público para lograr determinados objetivos.
Coincide con el concepto de desinformación, traducción literal del término ruso dezinformatsia, empleado por los soviéticos en los años veinte del pasado siglo para referirse a las campañas de “intoxicación” que, según ellos, lanzaban los países capitalistas.
Aparece en el diccionario de la lengua rusa de S. Ojegov en 1949, definida como “la acción de inducir a error mediante el uso de informaciones falsas”, y se populariza en 1980, cuando durante el juicio en París contra Pierre Charles Pathé, comentarista y editor de un boletín confidencial, el testimonio de un agente de la Dirección de Surveillance du Territoire (DST) da amplia difusión a las técnicas del KGB.
En su libro de 1984 sobre este fenómeno, Shultz y Godson definen la desinformación como “presentar y difundir información deliberadamente falsa, incompleta y errónea (a menudo combinada con información verdadera), con el fin de engañar y manipular bien a las élites, bien a los públicos masivos (…) para lograr determinados objetivos”.
La universalización de las herramientas de difusión, su facilidad de uso y su carácter gratuito multiplica la capacidad de divulgación de estas noticias falseadas
¿Por qué surge ahora con otro nombre?
Su alcance y velocidad de propagación, gracias a internet y las redes sociales, confiere a este fenómeno, tan antiguo como la comunicación, un nuevo matiz. La universalización de las herramientas de difusión, su facilidad de uso y su carácter gratuito multiplica la capacidad de divulgación de estas noticias falseadas (denominación cuestionable, incluso teniendo en cuenta el adjetivo, ya que el término noticia incorpora en sí mismo el concepto de veracidad, y por tanto su potencial de inducir a error y manipular decisiones.
Pero la difusión de falsedades para distorsionar la visión de la realidad del receptor y modificar su conducta ha existido, efectivamente, desde siempre. Tan lejos se remonta como “en los albores de la humanidad”, narrada en el Libro del Génesis: según el Papa Francisco, fue la serpiente “la artífice de la primera fake news”, al engañar a Eva, mezclando verdad y mentira, con un objetivo claro. Pocas veces las consecuencias han sido tan drásticas y desastrosas.
Mucho antes de Facebook y Twitter
El poeta romano del siglo I, Virgilio, describe en el capítulo IV de La Eneida cómo actúa la fama (el rumor), “la más veloz de todas las plagas”, “monstruo horrendo (…) que llena de espanto las grandes ciudades, mensajera tan tenaz de lo falso y de lo malo, como de lo verdadero.”
Casi cuatro siglos antes, Teofrasto, discípulo y sucesor de Aristóteles en el Peripato, describe en su obra Caracteres el del novelero o patrañero: “Sus relatos son tales que ninguno puede verificarlos ni redargüirlos”.
Se trata de transmitir, con el apoyo de los medios de máxima difusión (hoy las redes sociales), un discurso creíble capaz de captar la atención del público, basándose en estereotipos y prejuicios y suscitando emociones para movilizar e inducir opiniones, decisiones y acciones. Pero es indudable que esto ya ocurría mucho antes de la aparición de Facebook y Twitter.
Trump no es el padre del invento
Las noticias falsas han servido siempre para lograr respaldo para medidas difíciles o movilizar al pueblo de acuerdo a determinados intereses. Está documentada la creación de un ambiente hostil hacia los judíos a finales del siglo XVI en España
Su uso en el ámbito político no lo inventa Trump. Ya la difusión de noticias falsas empañó, en 1800, las cuartas elecciones presidenciales estadounidenses, cuando John Adams, sucesor de George Washington, quiso repetir mandato, como su antecesor.
Se le acusó, entre otras cosas, de apoyar a la aristocracia o de querer instaurar la monarquía, casando a su hijo John Quincy Adams con una hija del rey de Inglaterra. Jefferson le derrotó. Tampoco pudo John Quincy Adams quedarse cuatro años más, cuando en 1828 acabó su primer mandato: las mentiras de Andrew Jackson pudieron más que las suyas. Si Jackson era un adúltero y había matado prisioneros indiscriminadamente, Adams hizo diplomacia con el zar proporcionándole compañía femenina, o le pasó al Gobierno la factura de su mesa de billar. Todo mentira.
También han servido siempre para lograr respaldo para medidas difíciles o movilizar al pueblo de acuerdo a determinados intereses. Está documentada la creación de un ambiente hostil hacia los judíos a finales del siglo XVI en España antes de decretar su expulsión.
Difamados reiteradamente como herejes y usureros, también se les empieza a acusar en fechas cercanas al decreto de burlarse de las leyes de los cristianos y de considerarlos idólatras; se hace mención a las “abominables circuncisiones y de la perfidia judaica”; se califica el judaísmo de lepra; se recuerda que los judíos “por su propia culpa están sometidos a perpetua servidumbre, a ser siervos y cautivos»… pero la puntilla la puso el auto de fe en el que la Inquisición quemó a tres conversos y dos judíos condenados injustamente –como después se demostró– por un presunto crimen ritual contra un niño cristiano (conocido después como el Santo Niño de La Guardia). Corría el mes de noviembre de 1491. El contexto ya era propicio para la expulsión, que se ejecutó cuatro meses después.
Bulos en la Revolución Francesa
La Revolución Francesa también supo aprovechar en su favor esta argucia, que allanó por ejemplo el camino de María Antonieta hacia la guillotina. Se le atribuyeron falsamente frases atroces como: «Mi único deseo es ver París bañado en sangre; cualquier cabeza francesa presentada ante mí se pagará a peso de oro”; o burlas frente a la crisis de provisiones de 1778, en la que escaseó la harina y se extendió el hambre: “Si en París no hay pan, que coman bollos”.
Tachada de frívola y despilfarradora, la archiduquesa de Austria fue acusada de conspirar contra Francia y promover todo tipo de intrigas, satisfacer sus caprichos a costa de las finanzas del país e incluso de relaciones lésbicas e incestuosas. “En 1785 –señala Zweig en su biografía de la reina–, el concierto de calumnias se halla ya en su apogeo; está marcado el compás, suministrada la letra”.
Arma de intoxicación masiva
Pero son los períodos bélicos (incluidos el pre y el post) los mayores caldos de cultivo para la información falsa. A finales del XIX, la entrada de Estados Unidos en la Guerra de Cuba fue fruto de las mentiras de los principales periódicos norteamericanos del momento, los amarillistas Journal de Hearst y World de Pulitzer, que dieron por hecho que fue un ataque español lo que hundió el acorazado Maine, cuando la causa fue una explosión interna.
En su libro Yo pondré la guerra, Manuel Leguineche escribe: “Hearst pedía historias claras, maniqueas, de héroes y villanos: «Los españoles alimentan a los tiburones con los prisioneros de guerra», titulaba el Journal, y narraba historias que sólo habían sucedido en la calenturienta imaginación de sus enviados especiales al conflicto. «Los soldados españoles cortan con sus machetes las orejas de los rebeldes cubanos y se las guardan como recuerdo».
Al inicio de la Primera Guerra Mundial, una parte de la prensa francesa pretendía sosegar a los ciudadanos con el argumento de que las armas alemanas eran inofensivas. Según cuenta Durandin, apenas dos semanas después de que el II Reich declarara la guerra a Francia, el 17 de agosto de 1914, el diario parisino L’Intransigeant escribía: «La ineficacia de los proyectiles enemigos es objeto del comentario general. Los schrapnels estallan débilmente y caen en forma de lluvia inofensiva. El tiro está mal ajustado; en cuanto a las balas alemanas, no son peligrosas; atraviesan la carne de un lado a otro sin desgarrar los tejidos.” Cuatro días después, el ejército francés sufría su primera derrota en la batalla de Charleroi.
También en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, la campaña británica para tratar de evitarla por la vía de la conciliación y el desarme acabó en un fraude a la opinión pública: “En particular –señala Jean-François Revel–, el Times disimuló la amplitud del rearme alemán, clandestino primero, en violación de los tratados y acuerdos en vigor, luego de manera cada vez más ostensible. (…) Todas las indicaciones convergían hacia un desenlace que no podía lógicamente ser más que una agresión hitleriana, pero el Times las ignoraba deliberadamente o negaba que tuvieran ese significado”.
Guerra… de informaciones falsas
Son los períodos bélicos los mayores caldos de cultivo para la información falsa. A finales del XIX, la entrada de Estados Unidos en la Guerra de Cuba fue fruto de las mentiras de los principales periódicos norteamericanos del momento
En ambas conflagraciones, los dos bandos se sirvieron de la técnica de imitar cabeceras para introducir noticias falsas entre el enemigo.
Los servicios de propaganda filtraban en las filas enemigas ejemplares de diferentes periódicos falsificados con escritos derrotistas, mezclados con noticias reales. Por ejemplo, en febrero de 1940, Berlín preparó una edición completa del diario inglés The Evening Standard abriendo con las “profundas y no reportadas pérdidas de la RAF”, y noticias como un pretendido plan para el exilio de la familia Real británica, otro sobre la intención secreta del Reino Unido de invadir Canadá y la sugerencia de un supuesto gastrónomo francés, al que llamaron M. Boulestin, de resolver el “problema británico del desayuno” con ranas (un manjar para los franceses pero repugnante para los británicos), para lo que la BBC daría una serie de recetas. Todo para sembrar miedo y confusión.
Tras describir las acusaciones falsas que los cristianos debían soportar, Tertuliano sentencia lo que cualquiera que hubiera leído las famosas fake news alrededor de las elecciones de EEUU o el Brexit podría haber pensado: “Pues si los creéis, ¿cómo no los averiguáis? Y si no los averiguáis, ¿por qué los creéis?”
Larra decía que “el corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer; sin duda por esa razón creen los amantes, los casados y los pueblos a sus ídolos, a sus consortes y a sus Gobiernos”.
Y Nietzsche va más allá al afirmar que “el hombre mismo tiene una invencible inclinación a dejarse engañar y está como hechizado por la felicidad cuando el rapsoda le narra cuentos épicos como si fuesen verdades”.
Esa es la gran baza, a lo largo de toda la historia, de las fake news.
La versión original de este artículo ha sido publicada en TELOS, de Fundación Telefónica.
José Manuel Burgueño, Profesor de Comunicación Institucional, Universidad Nebrija
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.