«Néstor Kirchner estaba acostado en la cama con un pijama celeste. El médico presidencial le hacía masaje cardíaco pero el aparato que registra la actividad cardíaca no daba señales. Le levanté los párpados, miré las pupilas: tenía midriasis total bilateral. Ahí supe que ya estaba muerto», cuenta este lunes, 10 años después, el doctor Claudio Cirille, el médico de guardia que llegó en la ambulancia para atender a quien era entonces la figura política más poderosa de la Argentina.
Cirille cruzó miradas con el médico de la unidad presidencial, Benito Alen González, el primero en llegar al chalet aquel 27 de octubre de 2010. La presidenta Cristina Fernández aguardaba afuera del cuarto, junto a Rudy Ulloa. El médico presidencial decidió entonces darle una inyección intracardíaca con adrenalina en estado puro en un intento de revertir el destino. Cirille la aplicó. No hubo reacción. Tampoco había desfibrilador.
El cuadro era irreversible, pero aún así decidieron llevarlo hasta el shock room del hospital Formenti, a 10 cuadras. Los médicos subieron a Kirchner a la camilla; lo bajaron, no sin dificultad, un piso por escalera, y partieron raudos en la ambulancia del hospital. En otro auto los seguía de cerca Cristina con su secretario y la custodia.
En ese momento, a 300 kilómetros, en Río Gallegos, el gobernador Daniel Peralta recibía un llamado de Isidro Bounine, el secretario de Cristina. «Viajá. Hay un tema complicado», le dijo sin más detalles. Peralta despertó a Matías, su hijo -hoy médico- y partieron. En la estación de servicio de La Esperanza, cuando en medio del camino recuperaron la señal en los celulares, se enteraron del desenlace.
Entre la llegada de la ambulancia, a las 7:55, a la casa de Cristina Fernández y las 9:10, hora que detalla el certificado de defunción de Kirchner, pasarían varios intentos desesperados por revertir lo irreversible. «Cuando llegamos al hospital ingresamos al paciente al shock room y los terapistas siguieron intentando la reanimación», detalló Cirille, quien se recibió de médico en La Plata y hace casi 30 años que se radicó en Santa Cruz.
El movimiento de ambulancia y autos en las afueras del hospital alteró la mañana soleada. Las versiones de la gravedad de lo que ocurría en el interior del hospital circularon rápidamente. Y la policía y los custodios llenaban los pasillos del hospital provincial.
La pequeña sala del modesto hospital se llenó de terapistas y enfermeros. Contrario a todo protocolo, Cristina Fernández ingresó también y se mantuvo al pie de la cama mientras le tomaba los pies a su esposo. A Kirchner lo intubaron, le pusieron suero, le aplicaron tres veces el desfibrilador y le repitieron los masajes cardíacos. La terapista Patricia Pérez le indicaba a Cristina qué procedimiento iban aplicándole a su esposo, mientras esperaban alguna señal de reanimación.
Ante el último intento, Cristina pidió si no se podía hacer algo más. Le dieron una nueva inyección de adrenalina antes de confirmarle a la entonces presidenta lo que ella ya estaba viendo con sus propios ojos.
«En esos momentos uno no piensa quién es el paciente que atiende, uno lo despersonaliza, solo se concentra en intentar salvarlo», cuenta al diario La Nación Cirille, hoy jubilado. Él regresó a su casa y pasarían varios minutos hasta que tomara dimensión del hecho del que había sido inesperado testigo.
Kirchner había sufrido dos obstrucciones arteriales en los ocho meses previos a su muerte. Era un paciente delicado. El 11 de septiembre le habían practicado una angioplastia por la obstrucción de la arteria coronaria. De acuerdo con el parte oficial, el deceso se produjo «como consecuencia de un paro cardiorrespiratorio no traumático, que no respondió a las maniobras de resucitación básica y avanzada».
Nadie confirma la muerte
A las 9:30am, en El Calafate nadie se animaba a confirmar su muerte. Unos minutos más tarde, María Inés Ilhero estaba llegando a su oficina en la funeraria de Río Gallegos que lleva el apellido familiar desde hace 74 años. Desde la sucursal de El Calafate la llamaban con urgencia. Llegó así el pedido inimaginado: un cajón presidencial, el más caro de plaza (el de madera de cedro con herrajes de bronce). En 15 minutos salía la ambulancia con el cajón hacia El Calafate. «Yo me quedé en Río Gallegos, porque en un primer momento me pidieron armar el servicio para velarlo en Gallegos», cuenta hoy, María Inés Ilhero.
Cristina volvió del hospital y ordenó que el cuerpo fuera llevado a su domicilio. Esperaba la llegada de su hijo Máximo desde Río Gallegos para decidir cómo seguir. El gobernador Peralta fue uno de los primeros en llegar al chalet esa mañana. «Cristina estaba sola en la casa. Nos abrazamos», recuerda hoy Peralta. La muerte de Kirchner también cambiaría para él el vínculo con el gobierno nacional.
Al mediodía llegó el cajón desde Río Gallegos. Prepararon el cuerpo. Lo dispusieron en la planta baja de la casona. Afuera, el día seguía soleado. La primavera ya había estallado en el parque. Era un «día peronista», como dice la liturgia partidaria. Durante la tarde hubo una despedida íntima. A los vuelos de línea se sumaron aviones oficiales y llegaron desde Buenos Aires Carlos Zannini, Julio De Vido, Amado Boudou, Oscar Parrilli y varios funcionarios más del gabinete nacional.
Rápidamente, se montó un fuerte operativo de seguridad en torno de la residencia. Se alejó a fotógrafos, periodistas y curiosos a más de 3 cuadras de cualquiera de los tres ingresos de la casona de la Avenida Costanera. Al mismo tiempo, en Río Gallegos, el Salón Blanco de la gobernación se disponía para hacerle un funeral oficial que nunca sucedió.
Al atardecer, cuando desde Buenos Aires llegaban imágenes de la gente que llegaba a la Plaza de Mayo, se decidió que el cuerpo del expresidente fuera despedido oficialmente en la Casa Rosada. María Inés Ilhero desactivó la búsqueda de mozos para el oficio y se abocó a preparar las 36 coronas solicitadas desde todo el país. No había flores en el mercado, debió pedirlas a Buenos Aires y llegaron en avión esa madrugada. Las flores terminarían abarrotadas, dos días después, en la pequeña capilla del cementerio de Río Gallegos.
Esa noche, antes de subir al avión, el cajón interior de metal fue soldado para poder ser trasladado, como marcan las pautas de salubridad. Ya no se volvería a abrir. En ese mismo cajón sería velado y recibiría las muestras de condolencia de gobernadores, dirigentes oficialistas y opositores, cámaras empresariales y líderes extranjeros. Y también de la larga fila de personas que hicieron fila durante horas para despedirlo.
Durante 10 años circularon informaciones inexactas sobre la muerte de Néstor Kirchner, que incluyeron sospechas y conspiraciones. Los protagonistas de esas horas consultados por La Nación negaron todas aquellas versiones.
Mientras en Buenos Aires se despedía al político más influyente del momento, en Río Gallegos se preparaba el panteón de Carlos Arturo Kirchner, el tío del expresidente. Es que, a pesar de haber sido presidente y tres veces gobernador, no tenía panteón propio. Un mes antes de su muerte había iniciado el trámite para adquirir un predio dentro del cementerio municipal y trasladar allí a su padre, pero no llegó a hacerlo.
Un año después, el cuerpo de Kirchner fue trasladado al mausoleo, dentro del mismo cementerio, que le construyó su amigo Lázaro Báez. Aún hoy permanece allí.
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional