VARIEDADES

Robert Toledo, un drag queen venezolano varado en Bogotá

por Avatar GDA | El Tiempo | Colombia

De día era Robert Toledo en su natal Valencia, capital del estado Carabobo, en Venezuela, el muchacho que no pasaba desapercibido con su 1,90 de estatura. Pero en las noches este joven de 22 años era otra persona. O mejor dicho, «otras personas», así, en plural, porque en su cuerpo habitan múltiples mujeres de todos los tamaños, nacionalidades y colores.

Las mismas que él veía como seres inalcanzables a los que apenas podía rozar a través de la pantalla de su teléfono celular. De tanto verlas aprendió a lucir como ellas, a peinarse y maquillarse como ellas, a imitar sus movimientos… incluso, a impostar sus voces.

Robert es ante todo un artista del transformismo. Un drag queen. Exponente de una cultura cuyos antecedentes algunos sitúan en la época del burlesque victoriano, segunda mitad del siglo XIX.

En Venezuela, Robert hacía un show sobre los escenarios de las discotecas Zona Verde, Chillout Club y Roma 31. Un espectáculo de nueve minutos que repetía todos los fines de semana, de viernes a domingo.

A cambio, recibía cada noche 500.000 bolívares que apenas le alcanzaban para comprar harina, huevos y pasta. De esa manera, él y Alice World Drag ayudaban con los gastos de la casa.

Sí, Alice, así se llama el personaje que creó Robert, su «reina de la noche» con la que tocaba el cielo con sus dos metros de estatura en tacones.

La misma que le permite convertirse en Lady Gaga, JLo, Thalía, Beyoncé, Shakira, Gloria Trevi o Ana Gabriel. «Las canciones que interpreto son pop, electrónica y remix. También hago el papel de DJ y produzco mis propias pistas y les agrego nuevos efectos», explica.

El nacimiento de Alice

Su alter ego también tiene historia y partida de nacimiento. «A ella –comenta– la saqué de Alicia en el país de las Maravillas, mi película favorita. La creé el 5 de abril de 2017″.

Desde que tuvo edad para discotequear, Robert quiso ser drag queen, se puso a investigar y decidió que viviría de ese arte. No pudo terminar la carrera de Diseño de Modas por falta de dinero, pero sabe coser y a veces él mismo confecciona la indumentaria del personaje y se embelesa agregando la pedrería.

Ese mismo año, 2017, con 18 de edad, confrontó a su familia. Era su momento para decirles que era homosexual. Robert lo supo desde niño, pues, como asegura, le gustaban compañeritos del preescolar.

Revelar su orientación sexual no fue traumático para él, dice, pero sí muy duro para su papá. «Desde pequeño he sido homosexual, mi mamá lo sabía desde el colegio y yo simplemente se los confirmé a los dos. La aceptación fue un proceso largo, pero ya mi familia asumió mi orientación sexual y me respeta tal como soy».

Su familia la conforman Yaritza, un ama de casa de 49 años; su padre, Douglas de 54, quien trabaja en una empresa recargando extintores; y sus dos hermanas de 27 y 30 años, la mayor de ellas refugiada en Chile.

Cuando la situación económica en su casa se complicó, al punto de tener que vender dos de las pelucas, él y Alice no tuvieron más opción que buscar vía hacia Colombia. Su mamá lo acompañó hasta la frontera con Cúcuta, a donde llegaron tras un día largo de viaje por carretera.

«Hijo, trabaja duro, esfuérzate y lucha por tus sueños. Prométeme que no te olvidarás de nosotros», fueron las palabras de Yaritza.

Robert llegó a Bogotá el pasado 26 de febrero. Traía en una mano su maleta y en la otra la de Alice con sus tacones, vestidos, maquillaje y las cuatro pelucas que le quedaron.

Pagó 120.000 pesos del pasaje en flota y llegó con apenas 25.000 a la capital.

Recuerda que en el trayecto se alimentó con solo agua, pan y galletas. Pero nada de eso importó, porque en su mente fantaseaba sobre sus muchas apariciones en las noches de rumba bogotana.

De hecho, un amigo suyo, también venezolano, radicado en Colombia, le habló de la convocatoria de la discoteca Punto 59, en Chapinero, que buscaba un nuevo artista para los espectáculos de transformismo.

Robert se presentó convencido de sus capacidades histriónicas; faltando apenas unos días para la prueba final, llegó la medida de aislamiento obligatorio por culpa del coronavirus.

El público se quedó sin conocer sus bailes energéticos, saltos, piruetas, cambios de vestuario, coqueteo con las pelucas y demás habilidades suyas bajo las luces de neón.

Hoy es uno de los miles de artistas que están varados en la ciudad y viviendo de la buena onda ajena. Desde que llegó, una amiga colombovenezolana le proporciona techo y comida en el barrio Candelaria La Nueva, en Ciudad Bolívar, mientras consigue de qué vivir.

Vive con siete personas más y comparte habitación con tres de ellas. Los De la Fuente Ricaurte son ahora su nueva familia. Sus días de encierro con ellos los divide entre los ensayos religiosos de Alice y los oficios de la casa: Robert cuenta que ayuda a desinfectar, lava loza, a veces cocina y espera como los demás el turno para lavar la ropa.

Envuelto en aquellos trajes de fantasía y lentejuelas, repasa durante la cuarentena las presentaciones mientras se graba con el celular.

En estas semanas ha creado nuevas coreografías porque, dice, «quiero tener material suficiente para cuando esta pesadilla del virus termine».

Alice tampoco abandona al público fiel que la sigue en la cuenta de Instagram, @_alicewdrag; en esa red social tiene 1.200 seguidores y más de 200 imágenes publicadas.

«Hago transmisiones en vivo, respondo sus preguntas, bailo y hago retos. Tenía la ilusión de hacer un show completo en directo, pero la casa, por falta de espacio, no da para tanto».

Robert complementa emocionado: «Todos los que viven acá ya son fans de Alice. Me dan sus consejos, y doña Patricia, la jefa de la familia, me ayuda a actualizar los vestidos. También me regaló ropa muy bonita para crearle nuevas prendas al personaje».

Hay tanto por hacer que ni tiene tiempo de aburrirse. Ahora mismo prepara el lanzamiento de su canal en YouTube.

No se arrepiente de estar en Colombia y tampoco planea regresarse. Sabe que en su casa hubo muchos sacrificios para costear el viaje y solo espera que «este mal sueño pase pronto».

«No me cierro a nuevas oportunidades de empleo, pero amo mi talento y quisiera seguir trabajando en mi arte drag».

Robert anhela la primera oportunidad para que Bogotá sepa de lo que son capaces él y Alice, y que el derroche de creatividad de ambos alcance para algún día, por fin, mandar plata a Venezuela.

Un drama compartido

La situación de desempleo de Robert Toledo también la enfrentan miles de colombianos, cuyo ingreso dependía del trabajo que realizaban diariamente.

El profesor de baile Alexánder Fonseca, boyacense de 40 años –20 radicado en Bogotá–, se queja: «Somos personas que trabajamos a destajo, por prestación de servicios o por horas».

«El gobierno no está pensando en nosotros como grupo vulnerable que también le aporta a la economía, tenemos compañeros que ya no tienen con qué hacer un mercado», agrega.

En un día bueno, él podía ganar 80.000 pesos que le servían para pagar el arriendo y ayudar a la familia. De sus ahorros hoy dependen su pareja y su mamá, y asegura que tiene dinero para un par de semanas más, «consumiendo apenas lo básico».

José Ignacio Vargas, de 64 años, es el actual director del Ballet Folclórico Nacional de Jaime Orozco, creado en 1954 y que también opera como academia. Él, al igual que otros 18 profesores, sobrevivía con las clases que pagaban sus 30 alumnos.

«Aquí se paga un arriendo mensual, servicios públicos y alimentación. Los ingresos promedios eran 1.800.000 pesos para cubrir todos los compromisos, incluido el pago por horas a los maestros”, afirma el artista, quien sigue esperando las ayudas que prometieron la Secretaría de Cultura e Idartes.

«En la vida real eso no se ha dado. Y es indignante, porque somos una compañía que le ha dado mucho a Colombia y que tiene reconocimientos a nivel internacional».

Alba Castillo y Ricardo Villa, esposos desde hace 10 años, vivían de cantar todos los días en la carrera 7.ª de Bogotá, a veces en TransMilenio, en fiestas de cumpleaños y hasta en misas. El dinero que juntaban les permitía alimentar a sus hijos, de 9 años y tres meses de edad, y pagar los $ 500 mil de alquiler por un apartamento en el barrio El Dorado (lomas del suroriente de la ciudad).

«Normalmente, los fines de semana madrugábamos para coger puesto, pero empezábamos a trabajar a las 11 de la mañana y terminábamos tipo 9, 10 u 11 de la noche, dependiendo de la temporada. Entre semana comenzaba pasado el mediodía», comenta Alba.

El mejor día ganaban 70.000 pesos y 20.000 en días regulares. «Muchas veces regresábamos con apenas mil pesos porque llovía y la gente no arrimaba». La mujer afirma que fueron favorecidos con el subsidio de 160.000 pesos del Distrito, pero aún no les llega. Reciben mensualmente un mercado que apenas alcanza para cinco días, «y eso rindiéndolo». Ya no tienen ni para remplazar la pipeta de gas.

El drama también se extiende a un grueso de las personas LGTBIQ que viven de lo que ganan diariamente, entre ellos estilistas, bailarines, artistas, entrenadores deportivos y esteticistas, entre otros.

«Muchos trabajadores de la comunidad están desprotegidos en este momento de crisis global, y sus derechos se vulneran no solo en Colombia», afirma el abogado Germán Humberto Rincón Perfetti.

Según el experto, se deben adoptar acciones que garanticen el derecho a la igualdad. «Son personas en grave riesgo porque tienen cero ingreso. Las medidas deben ser generales: alimentación, salud, vivienda y subsidios para pagar servicios públicos y cubrir necesidades básicas», señala.

Desde su oficina, Rincón Perfetti les brinda apoyo legal. Diseñó un modelo de derecho de petición para que, con argumentos legales, puedan solicitar la suspensión provisional en el pago de arrendamientos tanto de vivienda como de pequeños establecimientos comerciales.

«En esta crisis, –agrega– no se requieren más leyes, tenemos más de cien sentencias de la Corte Constitucional; se necesitan cambios de comportamientos, actitudes y prácticas. Porque lo que está escrito en el papel en nada ha cambiado la discriminación y la exclusión».

Por su parte, Laura Weinstein, directora ejecutiva de la Fundación GAAT (Grupo de Acción y Apoyo a Personas Trans), afirma que su organización ofrece ayuda psicosocial, especialmente a las trabajadoras sexuales de la localidad de Santa Fe, en Bogotá.

Los ingresos de muchas de ellas dependían de atender 3 o 4 clientes en un día.

«Recibimos recursos de cooperación internacional y autogestión, les brindamos acompañamiento para mejorar su calidad de vida, pues se trata de un sector de la población que experimenta todo tipo de violencias: económica (por falta de acceso a trabajo y oportunidades), física y hasta siquiátrica».

Desde su creación en 2010, los programas del GAAT han beneficiado a unas 2.300 personas, con atención a un promedio de 50 cada mes.